Miami me lo confirmó

por el 28 marzo, 2016 • 23:59

 

¿Alguna vez se han parado a pensar la cantidad de horas que un tenista profesional puede pasar expuesto al sol? Y no solo cuenten sus partidos oficiales, sino todas las horas de entrenamiento previas. Tanto el calendario ATP como el de la WTA están programados, con mucha lógica, para disputar cada torneo del año en las mejores condiciones posibles. Llámese verano. El calor es uno de los desafíos más arduos que un jugador debe afrontar a lo largo de su carrera si no quiere derretirse en más de una ocasión sobre la pista ya que, en el caso de los hombres, casi el 80 % de los torneos se juegan outdoor, al aire libre. Parece el cuento de la abuela, pero el sol puede llegar a ser mucho más peligroso de lo que parece, resultando una auténtica amenaza para los protagonistas de nuestro deporte. Esta semana, en el Masters 1000 de Miami, hemos podido comprobar una vez más la dureza que entraña competir bajo la mayor fuente de radiación electromagnética de nuestro sistema planetario. Cuando Lorenzo aprieta, enciendan las alarmas, pero no intenten ganarle esta guerra. En ocasiones, una retirada a tiempo es una victoria segura.

Esta consigna la siguió al pie de la letra Rafael Nadal durante la noche del pasado sábado. Era la primera cita del español en Florida y el rival, a priori, no presentaba demasiadas dificultades. Damir Dzhumur, 94 del mundo y una sola victoria en Masters 1000 en sus hombros, precisamente, la cosechada en la ronda anterior. Pero entre ambos contendientes se interpuso un factor mucho más anárquico que el mismísimo Alexandr Dolgopolov. Exacto, estoy hablando del Sol, esa estrella que siempre vigila desde la primera fila de butacas, el espectador que más partidos vio nunca, un cuchillo que te atraviesa lentamente sin importar el ranking ni el expediente. A Nadal esa tarde le asaltó de golpe, en un momento donde la situación parecía estar controlada. De repente un malestar comenzó a instalarse en el organismo del balear, unos mareos. «No estoy aquí», decía el manacorense desorientado en el banco. «Si te estás encontrando mal, no hace falta que pongas en peligro tu salud», le recomendó el médico de la ATP. Pero Rafa es Rafa y no se iba a marchar de Crandon Park sin intentarlo. Salió a pelear el tercer set y volvió con tres puñales en el pecho, uno por cada juego perdido. Era el momento de tirar toalla. Él, que nunca se rinde, había perdido la batalla contra Dzumhur, contra el Sol y contra sí mismo.

«Bien, todo estaba correcto hasta el final del primer set. Entonces empecé a sentirme no muy bien conmigo mismo y comencé a sentirme peor, peor, peor y peor, hasta que ya habéis visto lo que ha pasado en la segunda manga. Luego he visto que no podía seguir jugando», declaró el número cinco del mundo en sala de prensa. «He intentado resistir la situación, pero tenía un poco de miedo de seguir jugando y perder el conocimiento sobre la pista, me sentía bastante mareado. Llamé al médico un par de veces pero sentía que no estaba del todo seguro sobre la pista, por lo que he decidido irme. Realmente quería terminar el partido pero de verdad que no podía», subrayó un Nadal con la apariencia del que acaba de disputar un partido de seis horas ante Gilles Simon. Totalmente abatido, con la mirada perdida, hacía falta frotarse los ojos para reconocer al hombre que se postraba ante aquel micrófono. Ni rastro de la furia, el nervio, la raza. El sol se había llevado hasta los rasgos principales del jugador. Así de implacable se muestra el astro rey.

Pero Rafa no fue la única víctima de la climatología. Antes, Ivan Dodig y Sergiy Stakhovsky ya habían sucumbido ante el calor. Tras el español, lo hicieron Thomaz Bellucci y Kiki Bertens. Es lo que tiene jugar a casi 40 grados y con más de un 90% de humedad. Un infierno. ¿Y cómo es posible que les dejen jugar? ¿No hay una norma que controle estas condiciones? Pues sí, la hay, pero pocas veces se pone en marcha. La denominada Regla del calor extremo entró en circulación en la temporada 2007 debido a las quejas de múltiples tenistas al verse obligados a competir bajo circunstancias inhumanas en el primer Grand Slam del año. El Open de Australia, un lugar que recibe a enero con un verano tan ardiente como Ana Obregón en sus tiempos mozos. Así pues, todo partido que empiece con una temperatura inferior a los 35º deberá prolongarse, como mínimo, hasta finalizar el set en marcha. Si el termómetro sube, los encuentros posteriores quedarán suspendidos. Por supuesto, aquellos duelos bajo cubierto no sufren ninguna modificación. La orden de detención, un poco injusta vistas las bases, solamente la puede dar el juez de silla, aunque no siempre reaccionan. Estos ojos han visto a individuos pelear bajo una calina de casi 50 grados y nadie salió a interrumpir ese bochorno.

Vuelvo a lanzar el mismo interrogante, ¿a cuántas horas se enfrenta un tenista profesional cara al sol durante toda su carrera? Una gorra y una crema protectora es todo lo que tienen para desafiar a la estrella más violenta del firmamento. Félix Mantilla (Barcelona, 1974) era sin duda el rostro más pálido de los cincuenta primeros del mundo cuando en 2003 conquistó el Masters Series de Roma ante un Roger Federer de 22 años. Cuatro años más tarde, ya en la etapa final de su carrera, al catalán le diagnosticaron cáncer de piel. Durísimo. Y todavía tuvo suerte debido a que su dermatólogo, Joseph Malvehy, advirtió a tiempo sobre una peca en su espalda que no le hacía mucha gracia. Aquello pasó de anécdota a la peor noticia posible, una bomba de relojería que apartaría a Mantilla del tenis durante dos años y que le obligó a colgar la raqueta momentáneamente. Por suerte, aquella bomba acabaría desactivándose y aquel túnel que parecía tan oscuro terminó inundado de luz. Félix incluso se permitió regresar por unos cuantos torneos para que fuera su propia decisión la que bajara el telón de una brillante trayectoria.

Aquel golpe hizo reaccionar a Mantilla, uno de los muchos jugadores que han sufrido problemas por su frecuente exposición al sol. «Desde que supe que tenía cáncer ya empecé a darle vueltas a lo de la Fundación. El objetivo es concienciar y educar a la gente, sobre todo a los niños, del peligro de exponerse al sol sin la prevención adecuada; desarrollar programas de investigación acerca del melanoma y del cáncer de piel; e intentar fomentar la realización de deporte seguro si este se lleva a cabo bajo el sol», explicó el tenista en una entrevista en 2013 acerca de la sociedad que había fundado. «Yo fui un ignorante. Nunca pensé que el sol podía hacer tanto daño. Por eso creo que enseñar a la gente unos hábitos de protección solar es necesario. El objetivo es llevar la Fundación a todo el mundo y aportar nuestro granito de arena a la lucha contra el cáncer de piel», reforzó el catalán.

Al final nos vemos en una situación irrisoria. El tenis, un deporte que mueve millones y millones a lo largo de todo el mundo, que coloca año tras a año a sus jugadores en la lista de mejores pagados, un negocio que vacía sus bolsillos cada temporada para mejorar las instalaciones y crear nuevos torneos… a la hora de la verdad es incapaz de cuidar a sus estrellas y evitar que algo tan natural y tan servicial como el Sol les ponga en complicaciones. Y más vacilante todavía. En pleno 2016, cinco décadas después de que esta industria se profesionalizara, el ejercicio de la misma todavía depende de la climatología. ¿Qué deporte puede sostener una disyuntiva de esta categoría? Pensaba que realmente habitábamos ya en los tiempos modernos pero, para algunas asuntos, seguimos anclados en la época del blanco y negro. Como diría la canción, Miami me lo confirmó. Y sin la ayuda de Marc Anthony.

* Fernando Murciego es periodista.




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