Mi enemigo íntimo

por el 9 marzo, 2013 • 8:29

En mi colegio todos teníamos claro que el mejor jugador del mundo era Marco van Basten.

Vale, nosotros teníamos a Hristo Stoichkov, que era un grandísimo goleador y tenía ese punto macarra tan necesario para competir. Pero no era Van Basten, eso seguro. Porque yo no recuerdo a ningún amigo intentando emular un gol de Stoichkov, y en cambio sí recuerdo la cantidad de golpes que nos llevábamos intentando reproducir el famoso gol de chilena que hizo Van Basten con el Ajax. Algunos, menos ambiciosos, intentaban rematar al estilo del gol de la final de la Eurocopa del 1988 contra la Unión Soviética, pero el resultado era igual de pésimo. La realidad era que muchos de aquellos remates acababan fuera de los límites de la escuela y esas pelotas nunca regresaban. La puerta de salida estaba cerrada y cuando alguna caía a la calle no la podíamos recuperar hasta las cinco, hora de salida. A aquella hora, lamentablemente, nuestro tan preciado objeto estaba camino de otra pachanga u otra escuela, seguramente en manos de algún niño feliz por el descubrimiento. A veces no nos quedaba más remedio que ir a comprar una pelota de espuma, sensiblemente más económica y marcadamente más lenta, lo que hacía de un regate un gesto técnico excepcional.
 Estoy bastante convencido de que en esa época, el cole era el tiempo de espera que había que soportar en las clases hasta salir al patio a jugar al fútbol.

Esos recuerdos están marcados por un Milan imperial. Mientras yo recitaba mi “con el 1 Zubi, con el 2 Ferrer, con el 3 Guardiola, con el 4 Koeman, con el 5 Nadal, con el 6 Bakero, con el 7 Goiko, con el 8 Stoichkov, con el 9 Laudrup, con el 10 Amor y con el 11 Txiki”, mi amigo Angelo me recordaba sus Galli, Tassotti, Baresi, Maldini, Donadoni, Colombo, Costacurta, Ancelotti, Rijkaard, Gullit y el terror de la época: Marco van Basten. Seguramente ese respeto al Milan tenía su motivo histórico, ya que en la Supercopa de Europa de 1989 nos demostraron que ese equipo de Sacchi iba a por todas. Ese día, Cruyff decidió darle la titularidad a un tal Jordi Roura, que a los nueve minutos se golpeó la rodilla fatídicamente contra Van Basten y vio cómo su carrera quedaba marcada para siempre.
 Ese Barça estaba en proceso de formación y con el tiempo demostró ser un equipo de leyenda: cuatro Ligas, la primera Champions en Wembley y un estilo que marcaba un antes y un después en el fútbol moderno.

Pero entre tanta euforia culé siempre quedaba espacio para investigar qué pasaba en el Calcio. El problema era que los reportajes de fútbol internacional se pasaban el domingo, muy tarde, y las peripecias para evitar la vigilancia de mis padres eran constantes. A veces con resultados positivos y algunas veces comportaban algún que otro castigo. Lo bueno era que si no había podido ver el resumen con los goles, algún compañero de clase me contaba (con coreografía incluida) cómo marcaba Van Basten sus goles. “Después te lo enseño en el patio”, me decía. El muy afortunado tenía a sus padres separados y su madre le dejaba ver el programa entero porque se sentía mal.

Con el tiempo, el genio de Van Basten ganó dos Copas de Europa seguidas y tres veces el Balón de Oro. Así fue cómo el cisne de Utrecht se convirtió en leyenda. A mi me parecía peligroso y me daba miedo, era extremadamente alto e imponente y no tenía muy claro que, si se daba el caso, Zubi pudiera parar alguno de sus remates. Al mismo tiempo, el miedo se transformaba en admiración. Pero hubo un punto en el que Van Basten dejó de aparecer en los vídeos de los domingos noche y tuve que centrarme en Jean Pierre Papin, un francés que jugaba en el Marsella y que tenía una velocidad y un remate brutales. Con el tiempo, Berlusconi hizo una de sus locuras y acabó fichándolo pagando el gusto y las ganas.

Pasó el tiempo y el 18 de mayo de 1994 llegó el gran día. Era la final de la Copa de Europa, en Atenas y contra el gran Milan de Capello. El Barça había ganado la Liga hacía cuatro días gracias al famoso penalti fallado por Djukic y todo era euforia. Íbamos a ganar la Copa con la gorra. Al salir las alineaciones aquel día descubrí que Van Basten no iba a jugar esa final porque llevaba tiempo lesionado. La sensación fue una mezcla entre alivio y tristeza; no podría ver a Zubi en apuros, pero tampoco podría ver en directo por fin a mi enemigo íntimo. La noche empezaba con tristeza y acababa siendo un drama. El Dream Team moría aquella noche y la carrera de Van Basten un año antes, igual que el Barça en una final perdida, en ese caso contra el Olympique de Marsella. Ese fue su último partido. Dos años de lucha no lograron recuperar sus maltrechos tobillos.

Al día siguiente comenté en clase que Van Basten no había jugado, pero la respuesta fue contundente: “¡Qué más da! ¡Perdimos, nos metieron cuatro!”.

Así fue como el patio de mi escuela quedó huérfano de su gran referente, pero la pelota de espuma siguió rodando hasta que cambiamos de edificio. Entonces por fin tuvimos pelotas de cuero y porterías de verdad, no árboles o zapatos en el suelo marcando postes imaginarios. Pero la esencia del juego nunca cambió y el recuerdo de Marco van Basten quedó grabado para siempre.

Nosotros nunca dejamos de soñar con tener algo de la magia que le hizo irrepetible.

* Lluc Güell es realizador audiovisual.





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