Messi no tiene secretos

por el 2 noviembre, 2012 • 6:06

La entrega de la segunda Bota de Oro conseguida por Leo Messi en su prodigiosa carrera ha generado el correspondiente alud de definiciones, calificativos y retratos sobre tan genial futbolista. Rendidos ante su descomunal talento natural, asombrados de comprobar esa rutilante hoja de servicios a tan temprana edad, cada cual –y son legión– aporta su visión del personaje, ya establecido en el Olimpo de los dioses futbolísticos a la vera de Pelé, Di Stéfano, Cruyff y Maradona y con enorme opción a superarlos hasta consagrarse como número uno de todos los tiempos una vez haya ultimado su carrera. De él se ha dicho y escrito prácticamente todo, con mayor o menor acierto, con mayor o menor ingenio en el traje dialéctico hecho a medida, cosido bajo deseo de perdurar en la imaginación colectiva de los seguidores. Por tener, incluso padece de un estricto club de apologetas apocalípticos dispuestos a negarle el pan y el sal de la definitiva consagración hasta que no consiga ese ansiado Mundial con la selección argentina que le iguale con Pelé o Maradona, en exigencia un tanto exagerada, fuera de lugar. Tampoco lo consiguieron la Saeta Rubia o el holandés volador y no por ello dejaremos de reconocer su inmenso talento y aportación a este divertimento planetario.

Bilardo podrá decir que dispone de un hueso más que el común de los mortales, ese que, hipotéticamente, le permitiría llevar la bota cosida al pie. Incluso Einstein, de haberle visto y gustado el futbol –extremo del que dudamos–, podría presentarle como diáfano ejemplo humano para su teoría de la relatividad, porque Leo, cuando la lleva y es suya, relativiza tiempo y espacio de manera única, moldeándolos según sus momentáneas necesidades. Detiene el tiempo en busca del resquicio por donde batir al arquero o lo acelera en la diagonal cuando se disfraza de depredador insaciable que usa la finta como arma aniquiladora. El campo no guarda dimensiones en el momento de tejer el arranque de la acción personal, se convierte en algo similar a los relojes fláccidos dalinianos, incapaces de mantener forma, tamaño y volumen al verse alterados en su esencia ante el ataque del astro. Alguien debería desde ya recopilar cuanto se ha dicho y escrito sobre Messi y convertirlo en un libro destilado de reconocimiento y admiración, pero aún puede resultar más revolucionario y acertado reducirle a la mínima expresión, ejecutarle un reduccionismo atroz, una máxima síntesis, hasta darnos cuenta de que, en efecto, Messi no tiene secretos en su desnuda y evidente sencillez.

Como dirían en Norteamérica, con Messi alcanza su mejor expresión la frase hecha what you see is what you get. En traducción libre, lo que ves, es lo que hay, todo salta a la vista, sin dobleces, sin nada que esconder. Y en el argentino destaca que encontró desde bien chiquito el camino recto y breve hacia el objetivo que cualquier humano busca y pretende, a veces sin hallar, a lo largo de toda una larga y provechosa existencia: la vía más directa hacia la felicidad, hacia lo perdurable. El día que alguien le entregó el primer balón, sin articularlo así, Messi gritó eureka’y todos salimos ganando. Con ese artilugio de cuero, tan redondo, tan perfecto en su simpleza, Leo descubrió el paraíso y en él se instaló. Nada mejor que pasar horas y horas en tal compañía, ahondando en sus secretos, siguiendo el eterno aprendizaje que ahora, por ejemplo, le hace letal en los lanzamientos de falta o avezado a la hora de dar el último pase al compañero mientras busca la espalda del defensa opositor. A partir del talento innato, de esas toneladas de vocación por el fútbol, máximo exponente y atajo de lo que la plenitud guarda para el rosarino. Cada cual gasta el tiempo de madurez necesaria hasta alcanzar el secreto de su éxito personal, sin que nadie pueda garantizarle que llegará. Con Messi, por el contrario, ya está, ya es, no hace falta nada más. No quiere perderse un segundo, no quiere ausentarse de ninguna práctica o partido por poco atractivo que resulte porque mientras haya conexión entre balón y él, él y balón, está asegurado que rozará el cielo personal del más sublimado placer en contacto íntimo, intransferible, constante.

Menuda suerte la suya. Otros convierten esta variante benéfica, inofensiva, de ludopatía en trabajo y esfuerzo. A otros les cuesta horrores dominar los entresijos de tan caprichosa creación humana, dada su incapacitación o límites de cualquier tipo. En cambio, Messi desentrañó el secreto de la naturalidad más pasmosa en su relación con el instrumento básico de su profesión y ahí le tenemos, con una constante sonrisa de pillo coronando el continuado éxito de la entente. Entre los mitos del pasado, sólo Kubala comparte el grado de su desmesurada pasión por el esférico. Pelé era un artista, Di Stéfano un trabajador contumaz, Maradona el pícaro de calle y Cruyff abrumaba con su elegante levitación en los campos, pero ninguno de ellos guardó de adulto esa complicidad genuina, esa transparente relación primaria, bendita por infantil, nítida y sencilla desde construcción a trayectoria. Messi no tiene secretos, no hace falta sofisticarlo ni tampoco buscarle tres pies al gato. Leo es un niño feliz con un balón, un Peter Pan futbolista. Y se le nota y así nos lo hace saber a todos cada vez que se enfunda el 10 para salir al tapiz donde continúa estableciendo la estrecha, perdurable, crecedera amistad con su mejor compinche, ese que no le habla y le obedece, ese que le sacia en cualquier instante. No hay más, ni tampoco menos.

* Frederic Porta es periodista y escritor.


– Foto: EFE




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