Se nos ha muerto, como del rayo, Ladislao Mazurkiewicz, a la temprana edad de sus 67 años, de profesión, arquero legendario. Insuficiencia respiratoria, proclaman las necrológicas, serias, profundas, rebosantes de respeto como es habitual en el género y merece la memoria del portero en negro de Peñarol y de la selección uruguaya cuando el mundo comenzaba a saber quién despuntaba en el fútbol más allá de la esquina gracias a las transmisiones televisivas. Mazurkiewicz, apellido de ascendencia polaca para el encargado de defender al paisito, no era especialmente alto, ni fornido, ni deslumbraba en su dominio del territorio encerrado entre líneas de cal, pero nos avanzaba la globalización posterior. Sublime guardameta. Nadie había descubierto entonces que los colores chillones deslumbraban a delanteros con voluntad profanadora y, por tanto, los mejores guardavallas vestían de riguroso duelo, como si avanzaran con la indumentaria el luto y dolor por ver mancillada a posteriori la valla y los intereses que defendían, como si se anticiparan a la inevitable verdad del juego que ellos, en teoría, debían confundir desde su soledad y trascendencia. La soledad del portero ante el penalti, escribirían después en solidaridad.
Mazurkiewicz heredó el rigor en el terno de Lev Yashin, el rector de la ortodoxia soviética, el faro de aquellos sesenta, espejo ideológico donde quería verse reflejado cualquier aspirante a valladar. Apenas se permitía una vuelta celeste al final de las medias para recordarnos que defendía, de qué manera, a Uruguay, a los aurinegros de aquel mítico Peñarol de las primeras Intercontinentales. El resto, negro de cabeza a pies para alguien que ejecutaba el oficio vistiéndose por abajo, como debe ser, como lo hacía también Iríbar, otro discípulo del arácnido mayor, sobrio, casi ascético, figura escapada de un cuadro de El Greco para velar por la suerte de nuestros sentimientos. De Mazurkiewicz se recuerda aquella semifinal contra Brasil en el Mundial del 70, cuando Pelé le fintó por su derecha para dejar que el esférico corriera en diagonal hacia su izquierda mientras el portero escapaba de la cueva a la desesperada, dispuesto a negar lo ya inevitable. Superado Ladislao, el Rey le pegó suave a la carrera, lento, inacabable el recorrido, hasta que el balón caprichoso decidió despedirse del césped acariciando de soslayo la cepa del poste. El no gol por excelencia junto a otro de Edson, aquel globo desde el centro del campo que no quiso entrar en el reducto yugoslavo. Jugadas ahora sabidas, realizadas con profusión, pero entonces originales, estrenadas mundialmente gracias a la comunión de millones ante el flamante electrodoméstico.
Comenzábamos a saber quién era quién en cada escuadra nacional y aplicabas el sentido de observación sobre algunos elegidos. A Mazurkiewicz le distinguías porque iniciar la alineación sudamericana con tan exótico nomenclator ya proporcionaba distinción, pero luego le seguías no ya por la peculiaridad del atuendo y tanta doble uve, sino por la capacidad en el desempeño. En ese mismo encuentro apuntado, Mazurkiewicz se permitió una palomita redonda, espectacular, a lanzamiento del descomunal Rivelino, creemos recordar, tan anacrónica y bella como una zamorana de El Divino Ricardo. Esa suerte ya en desuso que aquí dominó el narcisista Miguel Reina y en el mundo apenas enseñaron Sepp Maier, tiempo después, y el protagonista ahora traspasado, aquel cuya relevancia y personalidad consiguieron picarnos la curiosidad hasta el punto de dominar los recovecos de ese apellido retorcido de escribir por mil eternidades que viviéramos. Nuestro respeto a Mazurkiewicz arranca por mencionarle sin mácula, por situarle entre los diez mejores arqueros de todos los tiempos, por abandonar aquí el simple recuerdo vivido en lo personal para proceder a la enumeración de sus referencias.
Acumuló dos largas décadas de profesorado. Le descubrió y confió Roque Máspoli, el cancerbero uruguayo del maracanazo, arrancó en Racing de Montevideo y se consagró en Peñarol, aquella maravilla de los sesenta. Subrayan en el momento del adiós que maravilló en el Bernabéu, que disputó tres Mundiales y que, para cuadrar el círculo, Yashin le nombró sucesor planetario entre quienes mejor entendieron el dominio sobrio, sereno, carente de concesiones, del difícil trabajo encomendado. Paraba lo evitable y enmarcaba lo inaccesible, jamás metió dentro lo que iba fuera, como aconsejaba Di Stéfano, y acabaría en Granada sin ningún tipo de protagonismo cuando celebrábamos su advenimiento a la Liga como maná enviado desde el cielo. Dicen ahora que la endeblez de sus muñecas le impidió impartir aquí su doctorado. Se nos va el apodado Chiquito y a buen seguro que Uruguay le llora impartiendo legado de sus virtudes para recuerdo prolongado entre las nuevas generaciones que no le vieron actuar y hoy pueden buscar los resúmenes en vídeo de aquel hombre serio, repeinado, figura mítica y mitificada de cuando el fútbol comenzaba a sentir las ventajas de la aldea global. De cuando los equipos respetados requerían iniciar el recuento de sus huestes con un nombre tan formidable como el de Ladislao Mazurkiewicz, linaje imposible para un impresionante arquero sudamericano. Perdurará su recuerdo, que era lo anhelado.
* Frederic Porta es periodista y escritor.
-Foto: Peñarol
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