El vacío que dejó la era en la que Ferguson, Mourinho, Wenger y Benítez coincidieron para levantar auténticas moles competitivas de distinto diseño que se potenciaban las unas a las otras enfrentándose hasta el aburrimiento dentro y fuera de Inglaterra no ha tenido relevo, si exceptuamos las dos primeras temporadas de la segunda etapa de Mourinho en Stamford Bridge. A la espera de que un nuevo orden de entrenadores –con Guardiola a la cabeza– aterrice en los banquillos magnos de la Premier League, la realeza futbolística inglesa cabalga a años luz de la española. No hay excusas. Cuando Inglaterra tiranizaba Europa ya existía la sobrecarga de partidos en Navidad y a nadie le pillaba por sorpresa. Demanda una planificación previa distinta a la del resto de ligas para que este desgaste previsto y localizado no afecte al rendimiento de cara a la segunda mitad del curso, nada más. El nivel medio de la Premier desde luego que hace de esta una competición durísima, pero la hegemonía de los equipos españoles en Europa –en las últimas cinco temporadas, Inglaterra ha metido a siete equipos en cuartos de final en competición europea; España a catorce solo en Champions, además de haber ganado cuatro de las seis últimas ediciones de la Europa League– deja claro qué liga es más potente, por lo menos en lo que respecta a la zona noble. Así que el relato de que tanta exigencia debilita a los equipos británicos en Europa quizá se quede un poco cojo para explicar un mal tan profundo.
La calidad de los banquillos y la gestión deportiva marcan la diferencia entre ambas ligas. En España venimos de un fenómeno único que ha roto en una generación de entrenadores nacionales de un nivel impresionante. Durante cuatro años el Barça de Guardiola impuso un estilo que no daba otra opción a los rivales que el repliegue. Pocos se atrevían a presionar la salida de balón de un equipo con un estilo innovador y unos jugadores perfectos para el desarrollo de dicho estilo sobre el que no había referencias de cómo defenderlo. El sometimiento llevó a los rivales a perfeccionar los repliegues. La llegada de Mourinho dejó para su estudio profundo once duelos de videoteca entre los dos cerebros supremos de la época, y, como siempre se copia al que gana, el fútbol asociativo ganó presencia en equipos medianos y pequeños. No hubo universidad más dura ni más completa que aquella. Lógico que desde entonces no hayan dejado de salir eminencias o hayan dado un salto de calidad los que ya estaban licenciados. Una hornada de técnicos versátiles que buscan que su equipo domine los máximos registros posibles dentro de su modelo de juego para poder echar mano de ellos según demande el rival, las circunstancias o la situación de partido, sin ataduras morales ni dogmas de fe que les limiten. Lo explicaba Quique Setién en El Mundo cuando se distanciaba de Paco Jémez –la excepción a la norma– como entrenador:
«¡Yo no soy tan suicida como Paco! Me encanta su estilo y es digno de elogio, pero nosotros si en un partido el rival nos somete y toca meterse atrás, lo hacemos. No te queda más remedio. Aunque hay que destacar el gran nivel general de la Liga. La mayoría de los equipos intentan jugar, eso es algo nuevo».
El choque frontal es tremendo: mientras el entrenador español es tendencia, el inglés vive en una crisis preocupante, con solo tres técnicos nacionales entre los veinte equipos de la Premier y una presencia en Europa que en los últimos años no ha pasado de ser residual.
Tras haber ganado al Everton en Goodison Park hace quince días (2-3), Slaven Bilic –técnico del West Ham– desarrolló una reflexión en rueda de prensa que ayuda a entender el auge de los equipos de segunda y tercera fila en la Premier:
«Respecto a la inyección de dinero de las televisiones en la Premier hay una diferencia entre los equipos grandes y los medianos como nosotros. Hace dos años, el WBA podía permitirse fichar a Salomon Rondón, pero hubiera tenido que vender a Berahino por él. Ahora puede mantener a Berahino. El año que viene, con más dinero para invertir, podrá mantener a estos jugadores. El Crystal Palace podrá mantener a Cabaye y traer a otro. Así que todos estos equipos tendremos margen para mejorar equipo y plantilla. Sin embargo, si los grandes como el Manchester City o el Chelsea quieren comprar un delantero no tendrán apenas margen para mejorar esa posición. Me dirás que el City puede comprar a Benzema, pero tiene a Agüero ya, así que no hay espacio para conseguir uno mucho mejor. El Chelsea puede vender a Diego Costa y fichar a Lewandowski, sí. Son perfiles diferentes, pero ninguno de los dos es mejor que el otro».
Sin tanta distancia entre la calidad de la materia prima de unas plantillas y otras, el fútbol ha regresado a su esencia más pura. La superioridad táctica ha prevalecido sobre la superioridad individual y los equipos mejor trabajados, los vestuarios mejor gestionados, las secretarías técnicas que apuestan por una cooperación con el entrenador para desarrollar un proyecto común y por un profundo trabajo de scouting que detecte talento escondido y genere plusvalías a medio plazo, en lugar de pagar sobreprecio por jugadores mediáticos sin contrastar, han puesto contra las cuerdas a proyectos que dejaban todo esto en segundo plano, convencidos de que el poder del dinero, aquello de que para montar el mejor belén solo hacen falta las mejores figuras, acabaría ordenando todo.
Cada uno a su manera. A la proeza del Leicester y al premio a la paciencia del Tottenham con Pochettino se ha unido el West Ham de Bilic, que con un equipo compacto, de una riqueza táctica brutal –adaptándose al rival se ha movido desde el 4-4-2 en rombo hasta el 3-4-3, ha alternado la presión alta con el repliegue o ha ido introduciendo el juego directo con Andy Carroll como variante en ataque, interpretando de lujo lo que pedían los partidos en cada momento– y superando la baja de su estrella en el tramo más duro de la temporada –Payet estuvo lesionado entre noviembre y enero, con el maratón de partidos de navidad en medio– ha pintado la cara de todos los equipos que por prestigio y presupuesto (seis victorias, tres empates y una derrota ante los seis primeros de la pasada campaña) le miraban por encima del hombro en verano.
Comentaba Drinkwater –mediocentro del Leicester– en una entrevista en The Guardian que lo que les hace tan fuertes es que todos tienen algo que demostrar. Un equipo hecho de retales rescatados de ligas menores –Mahrez jugaba en la segunda división francesa hace dos años, Vardy tuvo que ascender con el Leicester para conocer la élite a los 27– o escupidos algún día por equipos con aspiraciones más altas –Simpson, Drinkwater y Matty James del Manchester United, Huth del Chelsea, Schmeichel del City, Albrighton del Aston Villa…– donde se dejaron una espina clavada que se están sacando con esa rabia interna que solo segrega el deseo de redimirse y que les hace ir a muerte por una misma causa común. Decía el ajedrecista Frank Marshall que un mal plan es mejor que no tener plan, y Ranieri se lo tomó al pie de la letra. El Leicester no podía competir en presupuesto con los grandes de Inglaterra, pero al menos ellos sí tenían un plan. El técnico italiano ordenó tanta hambre competitiva en una productiva simplicidad táctica, y dibujando un 4-4-2 estándar, trabajando un repliegue intenso levantado sobre la sólida pareja de mediocentros Kanté-Drinkwater y la velocidad al espacio de Vardy y potenciándolo todo con esa bestia escondida en el sótano que tenían en Mahrez ha terminado por marcar las diferencias y desnudar las carencias tácticas de la élite anglosajona.
El rendimiento de Mahrez en el Leicester, como el de Payet en el West Ham, números uno sin discusión en sus equipos, supera individualmente al de cada estrella del firmamento que tienen comprada equipos como los de Manchester, y eso tiene que ver con el hábitat que se les intentó crear desde un principio. En el de los primeros, la misma estructura, al ser sólida, acaba potenciando al artista –le crean espacios para que sea él quién los explote, le buscan constantemente, le liberan de trabajo defensivo si es necesario–, que en su rol de líder se siente imprescindible y se contagia del resto: es más fácil que piense si todos estos corren, yo no voy a ser menos. Mientras que los segundos, al no tener una estructura detrás (mucho más difícil de armar, pues es más complicado seducir a tantas estrellas, a las que tienes que explicar que las otras estrellas del equipo le van a limitar el radio de acción que podía tener en su equipo de origen, o que van a tener que aclimatarse a otra demarcación que reduce su impacto sobre el juego para hacer caber a todos) se acaban neutralizando unos a otros y se contagian inconscientemente el si este no defiende, yo tampoco, cristalizando todo en un empequeñecimiento individual y una vulgaridad colectiva que se plasma en el juego. Por eso tiene tanto mérito lo que ha hecho el Barça con la MSN, un proceso que habría sido imposible sin dejar claro desde el primer día que Messi es el número uno y que asumirlo y ordenarse en torno a ese axioma era capital para que el trío de fenómenos acabara sumando todavía más que la suma de sus partes.
Esa fina tarea de scouting que ha llevado a cabo el Leicester para encontrar joyas a bajo coste contrasta con la forma de proceder de los grandes ingleses, a excepción del Arsenal. Que el dinero no sea un problema hace que cale la sensación de que no acertar con la compra de un jugador no importa porque sobra pasta para enmendar el error en el siguiente mercado de fichajes. Se acude a lo conocido, a lo que todo el mundo ve. A lo que está de moda. El vendedor busca sangrar, y el comprador, que se sabe expuesto, cede en la negociación y paga un sobreprecio. El plus pagado acaba por generar expectativas irreales al entorno que en muchos casos merman al jugador. ¿Dónde jugará más liberado Sterling, sabiéndose un tesoro para el Liverpool –un multimillonario bien patrimonial que apenas había costado 0,7 millones de euros– o en un Manchester City que paga 63 para que marque diferencias? ¿Y Vardy? ¿Será el mismo si pagan un dineral por él para jugar en otra atmósfera en la que hacer la proeza que está haciendo no sea faena despachada por un héroe sino una obligación de oficinista? Se pagan precios que otorgan roles de cara al exterior –y de cara al vestuario– que no se corresponden con la realidad. Y es lógico que esto afecte al rendimiento.
El fútbol no perdona y el trabajo bien hecho ha vuelto a imponerse al dinero. Por eso la idea elitista, desarraigada y discriminatoria de la Superliga europea nos devuelve a lo más bajo de la condición humana. A la realidad social que describía Juanma Lillo cuando decía que el único racismo que existe es el de la pasta («Yo no conozco ningún negro multimillonario que haya sido vilipendiado»). Ni el palmarés, ni la historia ni el rendimiento actual: solo la pasta. Una competición que se encargaría de robar a estos equipos el premio de medirse a los mejores del continente para dárselo a los clubes que amasan fortunas solo merece que el cuento de hadas del Leicester se convierta en un paseo militar, que Wes Morgan alce la Premier lo más arriba posible para que pueda verlo Europa entera y que Tottenham y West Ham obliguen a estos señores de traje y corbata a presenciar cómo sus multimillonarios equipos elegidos a dedo se parten el lomo por conquistar la Europa League. Que estos tipos que jamás habrían dejado escuchar el himno de la Champions al Mónaco de Henry y Trezeguet, al Superdepor o al BVB de Klopp vayan encajando de la peor forma que, como dijo Neruda, podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera.
* Alberto Egea.
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