El cine dejó pasar un drama que hubiera arañado las emociones. La música perdió a un beatle a la italiana. La política, a un revolucionario comprometido con su tiempo. A cambio, el fútbol ganó un jugador fugaz e incontrolable. Impregnado por el aroma convulso de los años sesenta fue, sin embargo, el primer jugador excéntrico, el primer icono pop de una cultura que caminaba ya imparable hacia la industria del negocio. En medio de todo eso sus fintas, sus regates inverosímiles, sus carreras pegadas a la cal fueron vuelos rasantes de una mariposa granate. Mariposas que aletargaron en la piel del gran Toro.
En una historia cargada de guiños del destino, el nombre del protagonista no podía ser casual: Luigi Meroni. Con ese nombre había nacido para morir en el Torino. Lo hizo una vez, en Superga, en el fatídico accidente que acabó en 1949 con el Grande Toro. Así se llamaba el piloto que aquel día, con un avión FIAT G212 CP, no pudo esquivar la montaña que da cobijo a Turín. Pero Gigi, el niño de Como (24 de febrero de 1943) que jugaba feliz en el campo de fútbol situado detrás de la Iglesia de San Bartolomeo, nada sabía de las suspicacias que levantaría su nombre y solo tenía un sueño: ser jugador de fútbol… del Torino.
Con apenas seis años crecía en el corazón de Lombardía, al sur de los Alpes, bañado por las tranquilas aguas del lago que bordea la ciudad, un pequeño que solo tenía tiempo para regatear a la escuela y encontrar la diversión en el campo de fútbol. Era su refugio en los peores momentos, como tras la muerte de su padre, Emilio, al que un tumor le ganó la partida. Allí, en esos terrenos parroquiales, comenzó a perfeccionar sus diabluras con balón mientras su madre sacaba adelante a la familia Meroni confeccionando corbatas. Aquel tiempo dejaría un huella profunda en el pequeño Gigi, quien con apenas nueve años dejó escrito: “Mi madre es muy buena, pero nosotros a veces la hacemos rabiar (…). Si no fuera por mamá nosotros estaríamos muertos de hambre”.
A esa edad ya era el líder del Libertas di San Bartolomeo, el mesías sobre el que orbitaba aquel club de la parroquia de su barrio. Pero pronto dejó de acudir los domingos a la iglesia para pasarse por el Stadio Giuseppe Sinigaglia. Allí, además de terminar el Giro de Lombardía durante más de una década, jugaba el Calcio Como, y con el equipo de su ciudad debutó siendo un juvenil en la Serie B. Corría el año 1961 y Meroni revolotea por igual en la banda izquierda o en la derecha, con la ligereza de los elegidos controla el balón como una parte más de su cuerpo y regala goles como si fueran monedas caídas de un bolsillo roto. Era otra de sus características: generoso como pocos.
Los rivales comienzan a sufrir todo el talento que se arremolina en un metro y setenta centímetros. Uno de ellos, Livio Fongaro, recomienda su fichaje por el Genoa después de perseguir la sombra de Meroni una tarde de primavera. El conjunto genovés, recién ascendido a la Serie A, anuncia su fichaje en el verano de 1962. Acaban de fichar a un joven desconocido. Dos años después venderán a una de las mayores promesas del Calcio.
En ese espacio temporal a Luigi le da tiempo a hacerse un hombre. En el terreno de juego conoce la tensión y la escasez de florituras que abundan en la búsqueda por la permanencia en la Serie A. Fuera del césped conoce a la polaca Cristina Understadt, el amor de su vida. Una chica de buena familia comprometida con el cambio social que llevó a Gigi a explorar nuevos mundos más allá de la línea de cal. Su imagen y su discurso no responderían ya a la de un jugador de fútbol, o no solo a eso. La barba comenzó a ser un signo de identidad y un guiño hacia Fidel Castro y Ernesto Che Guevara. Su afición por el jazz, la nueva canción italiana y por la música de los Beatles le llevó a convertirse en un clon de los de Liverpool. Su amor por la velocidad y las carreras de coches le dieron algún aviso con su mítico Fiat Balilla. Y sus inquietudes políticas le convirtieron en un referente social que trascendió incluso al genial futbolista. Todo ello, claro, le provocó más de una crítica de la inmovilista sociedad italiana.
Con el ‘7’ a la espalda Gigi se hace el amo de la banda derecha del Luigi Ferraris. Desde allí enciende los partidos con una electricidad única y con la anarquía pura de los genios. Así comienza a acaparar titulares en la prensa deportiva y también en las crónicas rosas. Es cuestión de tiempo que los grandes clubes italianos se interesen por él. Tras dos años de fogonazos y destellos se marcha a cumplir su sueño convertido en prototipo de estrella mediática, algo así como George Best vestido de Dolce&Gabbana. Meroni no duda ante la llamada de Nereo Rocco, uno de los padres del catenaccio y en esos momentos el entrenador del Torino. La farfalla granata está a punto de nacer.
En 1964 llega a esa ciudad elitista y con gusto aristócrata del norte de Italia que es Turín un veinteañero con melena y patillas. Es también la ciudad de la Sábana Santa (Síndone), de la FIAT y por extensión de la Juventus. El equipo de los Agnelli controla los principales focos de poder e influencias de la ciudad y cuenta con el apoyo de los numerosos trabajadores de la empresa automovilística. Quince años después de la Tragedia de Superga la Juve es casi el único equipo de Turín. Pero los focos pronto empiezan a girarse hacia el Stadio Comunale. Allí, el industrial Orfeo Pianelli, presidente de los granota, sueña con recuperar tiempos pasados de la mano de Giorgio Ferrini y Luigi Meroni. La adaptación de Gigi a su nuevo equipo es ideal, no se destaca como un gran goleador pero se echa el equipo a la espalda, lo hace funcionar y juega con una fantasía innata. En realidad nadie puede pararle cuando cose el balón a su pie. Y la curva maratona no tarda en apodarle La farfalla granata. La mariposa granate guía a su equipo hasta la tercera posición en la Serie A y su aventura en Europa termina en una semifinal de Recopa contra el Bayern München en el partido de desempate. Daba igual, el Torino volvía a sentirse grande.
Sus inquietudes extradeportivas crecen al mismo ritmo que su repertorio dentro de los terrenos de juego. En Turín, Gigi explota su vena bohemia: poeta y pintor dentro y fuera del campo, amante de la moda, juguetón y cómico, es capaz de disfrazarse de periodista y salir a las calles de la capital del Piamonte para preguntar a los aficionados: “¿Qué piensa usted de Luigi Meroni?”. Más aún, no era raro verle pasear con una mascota cogida por una correa. Esa mascota era una gallina. Su otra acompañante, Cristina, le siguió hasta Turín para vivir en pecado. La aventura estuvo cargada de polémica después de que Gigi fuera capaz de sacarla de la basílica en la que se iba a casar con otro hombre. A la familia Understadt no le gustaban las genialidades de Meroni. Ni siquiera Fellini hubiera imaginado un personaje así para su Dolce Vita.
En el terreno de juego los derbis contra la Juventus emanan una rivalidad que parte la ciudad en dos. Son partidos en los que La Farfalla Granata se las ve frente a Omar Sívori para demostrar cuál es el primer equipo de la ciudad. En esos encuentros Meroni deleita a su parroquia con las diagonales que arrancan pegadas a la cal y terminan en el corazón del área, o con ese regate que antes vimos a Garrincha, en el que tras varios amagos hacia dentro la mariposa se escabulle en busca de libertad por fuera, en el movimiento puro de los extremos. Con las medias caídas, Meroni no solo regatea, no solo quiebra cinturas a su paso, si es necesario humilla a quien se pusiera delante. Algunos tan ilustres como el portero juventino, Dino Zoff: “Primero te regateaba varias veces, pero luego, cuando la jugada había acabado, se paraba para consolarte por lo que te había hecho”. Definitivamente, Gigi era diferente. Él solo fue capaz de tumbar al invencible Inter de Milán de Helenio Herrera. Aquel gol y un partidazo contra Bélgica le abrieron las puertas de la azzurra.
Pero ahí entró a pie cambiado. Nada más llegar se negó a perder su melena por mucha imposición que el entrenador, Edmondo Fabbri, le pusiera. Gigi, con el ’15’ a la espalda, acude a Inglaterra a disputar el Mundial de 1966 con patillas y greñas. A pesar de su calidad, su participación en aquella selección es menor y ni siquiera juega un solo minuto en la deshonrosa derrota frente a Corea del Norte. No importó, La Gazzetta dello Sport le culpó igualmente de la eliminación. Gigi no volvió a defender a Italia y su paso por la azzurra se resume en seis internacionalidades y dos goles.
Meroni no se resiente. Acostumbrado a vivir en el ojo del huracán, el ‘7’ del Torino firma su mejor temporada goleadora en la 1966/67. En 31 partidos marca 9 goles y ese verano Juventus y Nápoles se pelean por él. La presión popular de la hinchada granata tumba el traspaso a la acera de enfrente. La leyenda habla de que el contrato con los bianconeri ya estaba redactado y las cifras bailan entre los 750 y los 1000 millones de liras. Con su estrella a salvo, el Torino se presenta como un firme candidato a la Serie A. Nada más lejos de la realidad, la tragedia está a punto de cruzarse de nuevo en el vuelo del Toro.
Corre la cuarta jornada y el campeonato no ha empezado todo lo bien que se esperaba. El Torino es 5º tras ganar a la Sampdoria por 4-2 en un nuevo recital de La Farfalla Granata y el goleador del equipo, Prati. Es domingo y el equipo queda concentrado para el partido europeo de entre semana. Pero Meroni necesita respirar y de la mano de su compañero Fabrizio Polleti, con o sin el consentimiento del entrenador, deciden salir a tomar un helado. El tráfico post-partido hace el resto. Los dos jugadores cruzan Corso Re Umberto, la calle donde se fundó la Juventus y un Fiat 124 Coupé aparece en el horizonte en dirección contraria. El golpe rompe la pierna izquierda a Luigi y le desplaza varios metros. Todo sucede tan rápido que el Lancia Appia que le pasa por encima no tiene tiempo de reacción. Gigi, rey del quiebro, no ha podido evitar esa falta fatal.
Un seguidor del Torino, un incondicional del Comunale, un novato al volante había provocado el accidente. Attilio Romero acaba de atropellar a su ídolo, el hombre que empapelaba las paredes de su habitación, el espejo en que se miraba para imitar su melena, su bigote o su vestimenta. Tras tres horas de agonía en el hospital La Molinette, Gigi Meroni fallece junto al cura que le enseñó a jugar al fútbol en el oratorio, de un par de amigos y de su novia. Tenía 24 años. Turín se unió por un día para teñirse de luto y miles de personas lloraron el último vuelo de La Farfalla Granata. Ni siquiera entonces La Stampa y la Iglesia cesaron en sus críticas contra este peccatore. El que dejó un epitafio para la eternidad fue Francesco Ferraudo, presidente del Torino: “Gigi no era carne, nervio y músculo. Era genialidad, comprensión, coraje y altruismo”, como luego nos contó Rubén Uría. Tras la muerte de su máxima estrella el Toro sacaría todo su orgullo para alzarse con la Coppa de Italia y terminar 7º en la Serie A esa temporada.
Pero la historia tendría otro giro de guión. Attilio Romero, ese joven que “amaba a aquel futbolista por encima de todas las cosas”, tanto como a su padre o su madre, tendría una segunda oportunidad. Después de destrozar su vida, romper el corazón del Toro y acabar con su renacimiento, una vez el tiempo restañó heridas y ayudó a superar depresiones, Attilio llegó a ser presidente del Torino. Habían transcurrido 34 años de la última tragedia granata y un nuevo guiño del destino salpicaba la historia del Toro. Una vez más la historia no terminó bien. En el 2005 Attilio llevó al club al récord de temporadas en la Serie B, luego llegó la bancarrota y por último la pérdida de la denominación Torino Calcio por Torino Football Club. Lo de conducir, coches o clubes, no es la virtud de Attilio.
Una montaña rusa edificada a base de fatalidades, borrachera de gloria y fechas marcadas en rojo y negro. Así se resume la historia del Torino. Una de ellas, la del 15 de octubre de 1967, el día en que a la mariposa le arrancaron las alas, es recordada con una mezcla de fatalismo y talismán por los aficionados granatas. Desde entonces el Torino no sabe lo que es perder cada vez que saltan al césped en tan señalada fecha. Sobre esa pista nos puso Enrique Ballester como el guiño póstumo de un personaje seductor e inolvidable a partes iguales. Un calciatore artista sobre el que se edificaba el renacimiento de un equipo de leyenda negra. Con los vuelos de Meroni el Scudetto estaba más cerca, casi tanto como el huracán de críticas que despertaba a su paso, inigualable jamás a los elogios y admiración que salían de cada uno de sus quiebros endiablados. Bohemio y con ideales adelantados a su tiempo, fue amado e idolatrado por la afición granota, él representó como pocos el espíritu del Grande Toro y quizá por eso no es raro cruzarse en Turín con alguien que todavía llama Gigi a las mariposas.
* Emmanuel Ramiro es periodista.
– Fotos: gigimeroni.com
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