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"Entonces marcábamos goles, pero no nos daban trofeos por hacerlo". Telmo Zarra


Carlos Zúmer / Firmas

Madrid 2020 y el problema de los elefantes

por el 25 junio, 2013 • 16:09

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La protesta suele prender espontáneamente. En Brasil las manifestaciones también son ese invitado sorpresa, escenario poco o nada previsto por periodistas y mandatarios. Más aún, las explicaciones clásicas vinculadas a este tipo de marchas se han visto comprometidas al contacto con la realidad brasileña, boyante, en principio, de esperanza, crecimiento económico, desigualdades históricamente bajas –aunque aún elevadas en comparación con muchos países– y avances estatales notables. ¿Por qué protestan entonces? Ni se pudo prever ni se sabe explicar del todo el porqué de tan magmática y heterogénea protesta, pero dos cosas parecen seguras. Primero, que asistimos desde hace años al despertar del gigante sudamericano, un monstruo demográfico de potencial impredecible. Y segundo, que el aluvión de eventos –principalmente deportivos– que tienen o tendrán lugar próximamente en Brasil, con toda la política específica que ello supone, ha encendido la mecha de un descontento subyacente.

Si se escarba un poco en el malestar brasileño, las razones emergen más o menos concretas –inflación, corrupción, precariedad, etc.–, pero de algún modo es una protesta singular. Lo es por el contexto macroeconómico en el que se produce, indiscutiblemente pujante, pero lo es también porque se realiza con perspectivas a medio plazo. Desafían así la naturaleza habitual del cabreo, que suele ser cortoplacista y consumado, para poner el acento en el futuro cercano que se está gestando en su país a golpe de construcción de estadios y demás instalaciones, detrayendo recursos en cuestiones que la población juzga prioritarias. No parece bastar, insisto, que Brasil se haya convertido en la sexta economía del mundo y que se encuentre de lleno en la inercia dulce de ser la región de moda en el mundo que albergará los grandes acontecimientos por venir. Nada de eso parece aplacar una queja entusiasta y de fuerza considerable.

Así, en relación a la actual Copa Confederaciones, las Jornadas Mundiales de la Juventud (julio de 2013), la Copa del Mundo de fútbol (verano de 2014) y los JJ. OO. de 2016 en Río de Janeiro, los brasileños parecen formularse una pregunta tremendamente sencilla: ¿En qué me beneficia a mí todo esto?

La pregunta retumba con eco singular a 8.000 kilómetros de distancia, pero nadie devuelve la voz. Madrid acomete su tercera tentativa olímpica ante una población dispuesta y servicial que no muestra gran entusiasmo pero tampoco grandes reservas. No lo hace pese al gran número de señales que delatan a una clase dirigente y organizadora sobradamente irregular, a pesar de éxitos de nostalgia pasada. No lo hace pese a los dudosos beneficios ciudadanos que arrojan este tipo de citas, sobre todo en los últimos tiempos. Y no lo hace pese al abundante legado de ingeniería fantasma que dejaron los años de la burbuja, época en la que –esto es lo más importante– había dinero, motivo y excusa para construir. Surgió así el fenómeno de los elefantes blancos, obras magníficas cuyo precio, utilidad y oportunidad son y se han demostrado sobradamente dudosas. Fueron resaca cotidiana de la primera década en el Euro. Podríamos incluso estirar esta terminología y llamar eventos de marfil a estas megacitas de proyección mundial –expos, forums, encuentros religiosos o acontecimientos deportivos diversos– que aglutinan gran atención mediática y no menos movimiento político y adjudicatorio.

Sucede que, por necesitar, Madrid ni siquiera necesita los Juegos. Esa es una de las grandes paradojas del sueño olímpico madrileño, pues su nivel de infraestructuras y de instalaciones es tan avanzado que poco realmente nuevo y atractivo pueden vender a la ciudadanía local más allá del tirón del propio deporte. Ciudades como Barcelona o Sevilla son testigos de una época en la que los eventos de este calado fueron utilizados con audacia y oportunismo –también excesos, por supuesto– para plantear un desarrollismo valioso en el tiempo que sirviera a los ciudadanos de unas capitales aún bisoñas y atrasadas. Pero el país y los tiempos han cambiado notablemente, y en efecto, la capital española no precisa de ningún milagro modernizador que haga de los Juegos un evento oportuno y especialmente deseable. Tampoco la austeridad parece un gran argumento a favor, pues en toda fiesta, aunque se diga querer marcharse temprano, siempre acaba corriendo el champán hasta la madrugada. Es completamente inevitable.

La Caja Mágica, si se quiere, puede ser perfecto ejemplo de que la gran construcción deportiva suele ser un fraude a corto plazo sin ninguna responsabilidad a largo, que suele multiplicar costes iniciales y que es justo lo contrario de la edificación responsable. Surge de nuevo la pregunta brasileña: ¿y esto a mí en qué me beneficia? Parece claro que en la defensa de Madrid 2020 palidece la cuestión básica del interés general, a no ser que se plantee tramposamente la preparación del evento como un empujón anticrisis a varios años vista. En definitiva, resulta verdaderamente sorprendente que en un contexto de depresión y escarmiento evidente el escepticismo ciudadano sea la excepción y no la norma. Quizá los Juegos puedan ser buena opción, pero sorprende que aún queden ganas de marcha cuando se desayuna todos los días con nuevos cadáveres en armarios insospechados. El enésimo capítulo amigo entre el poder y el deporte, además, le hace un flaco favor a este último, pues lo hace cómplice de unos intereses que nada deberían tener que ver con él.

* Carlos Zúmer es periodista.


– Foto: Madrid 2020




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