Se preguntaba Gonzalo Vázquez por qué San Antonio Spurs ha invertido la balanza del respaldo popular, logrando las simpatías de la mayoría de aficionados en la NBA en España (observar el mapa adjunto). Lejos queda ya el recuerdo de la horrible final de 2003 contra New Jersey Nets, la menos seguidas de los tiempos modernos. Una cuestión de feeling con la manera de entender el espectáculo. Hoy, el aficionado medio a la NBA guarda cierta filiación a los Spurs de Gregg Popovich, desde ayer campeones de la liga más competitiva del mundo. Hay dos factores que me resultan imprescindibles a la hora de establecer un discurso que conteste a esa cuestión.
La primera es la fuerza de la costumbre. Comencé a ver NBA en serio llamado por la épica del tiro de Michael Jordan ante Utah, tres años antes de que Pau Gasol ingresara en la liga, estaba deseando cumplir la mayoría de edad (ahora mataría por volver atrás). Luego la cumplí y me di cuenta de que nada cambiaba tan rápido como pretendía, excepto el campeón de la NBA. Parpadeaba y ya había una nueva propuesta baloncestística, más avanzada, más ambiciosa, más letal. LeBron James es solo la sublimación de ese avance brutal que pretendía combinar físico y talento. Las temporadas siempre eran cortas y el verano, de una eternidad exasperante. Lo único que no cambiaba es que, por entonces, Tim Duncan ya estaba ahí. Como el dinosuario de Monterroso, nada lo ha movido, y he vivido toda mi edad adulta acompañado del único jugador capaz de hacerse con un anillo de campeón en tres décadas diferentes, el sempiterno Timothy. Esto refuerza la personalidad de la directiva de la franquicia de Texas, su capacidad de aguante cuando vienen mal dadas, su fe incondicional en el valor del grupo.
Recuerdo que al principio Duncan me parecía un jugador matemático. Acostumbrado a la plasticidad de Michael Jordan y a sus estéticos tiros en parábola, un pívot cuya cualidad principal era la lectura del momento del juego, un oportunista de las milésimas del segundo, un empollón de los libros de estilo del pívot, cuyo tiro impactaba en el tablero como si la escuadra y el cartabón hubieran marcado su destino, venía ahora a cuestionarme que la NBA no era solo cuestión de talento natural. Y su principal talento era cómo gestionar su propio talento. Si lo suyo es casi mitológico, más grande es lo de Gregg Popovich. El único entrenador capaz de ser definido al mismo tiempo como amarrategui y como la sublimación del baloncesto moderno, el único capaz de basar su juego en dos torres (Duncan-Robinson) y más de quince años después esparcir las responsabilidades en un plantel de trece jugadores, el único capaz de hacer de Patty Mills –un mal llamado agitatoallas, minusvalorado en la liga– un revulsivo en una final de la NBA, el único capaz de sobreponerse a su principal reto, rivales que te desfondan apoyados en un físico mayúsculo, el único capaz de pronunciar, un día antes del partido donde a todos los tiemblan las piernas, la frase total: “Everybody is a point guard! Everybody is a point guard!”.
Y ahí reside la otra clave de este equipo. Todos nos sentimos identificados con un equipo multirracial y multicultural donde sus máximas estrellas son un jugador de las Islas Vírgenes, un base francés y un argentino que ya conquistó Europa y ahora parece empeñado en reconquistar la liga. Si no te parecen motivos suficientes, puedes identificarte con un pívot de talento descomunal pasado de peso (Diaw), un brasileño que avanza a paso de tortuga pero avanza (Splitter), un pelirrojo especialista en meter triples (Bonner), un privilegiado y silencioso alero que supera a LeBron James en prestaciones y termina siendo el MVP de las finales (Kawhi Leonard) o un italiano trotamundos (Belinelli). Busca el rol que más te guste e identifícate. Da igual el rol donde veas tus sueños frustrados hechos realidad, todos han funcionado en base a la consigna innegociable de su técnico. El costumbrismo del pase extra como norma existencial y el esfuerzo defensivo como técnica de supervivencia. Si la NBA como empresa quería llegar a cada espectador, a cada niño del planeta, la vía Spurs es una buena manera de conseguirlo.
Si el año pasado Miami Heat probaba que hasta el mejor jugador del mundo necesita respaldarse de talento y sacrificio, este año el conjunto se eleva por encima del individuo fortaleciendo los principios esenciales de este adictivo juego. Sin equipo nadie consigue nada. Si todos somos bases, en el sentido más solidario y primitivo del esfuerzo, el mejor equipo se convierte en un equipo eterno. Los Spurs ya lo son. En el mundo del mercado libre y la lucha encarnizada por un puesto en el draft, ¿cuándo lo va a comprender el resto?
* Javier López Menacho.
– Foto: Tony Gutierrez (AP) – @NBA_SPAIN
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