A base de discutir sobre nombres propios, rachas inacabables e incluso meterse en un jardín que llevaba años sin pisar, el de los arbitrajes, el Barça se olvidó de lo que le ha hecho grande: el juego. En el momento de la verdad, este Barça que apuntaba a seguir escalando peldaños en territorios gloriosos se ha olvidado de lo básico para enzarzarse en lo superfluo y anularse a sí mismo a fuerza de perder el norte, el rumbo y el sentido.
Ganando o perdiendo, no hubo día en los últimos cinco años en que este equipo no fuese reconocible. Se podían poner cualquier color chillón en la camiseta pero continuaban siendo los mismos, incluso las noches más desacertadas. En cada derrota salió alguien exigiendo planes B y demás zanahorias, pero el vestuario no se inmutó nunca, impertérrito frente a las tormentas porque creía firmemente en dos cosas: en su manera de jugar y en ellos mismos. Esta derrota frente a un Madrid que hace tiempo decodificó totalmente los trucos para desactivar al Barça (sin hallar reformulación táctica desde las filas blaugrana) es diferente y no por lo abultado del resultado, sino por la desnaturalización que ha vivido el equipo de Messi sobre el césped.
La transformación ha sido prodigiosa: empezó como el mejor Barça; transitó con nervios a partir del primer gol blanco; se cegó en el embudo que le ofrecía Mourinho; dejó de mover, atraer y gestionar para pasar a jugar a las carreras contra un equipo de velocistas; se convirtió en un sucedáneo de aires histéricos persiguiendo su propia sombra; y acabó sin reconocerse en el espejo. ¿Es grave? Sí. ¿Tiene remedio? Sí.
El remedio está en ellos y no en los debates de baratillo sobre si el chileno o el asturiano o el traje arbitral, viejos cainismos barcelonistas. De ellos, de los jugadores, depende volver a ser reconocibles en el juego porque ahora el equipo ni es el disciplinado y riguroso de Pep ni el alegre y festivo de Tito, sino una mezcla híbrida que acepta sin pestañear que le enjaulen a Messi a diario.
– Foto: Ángel Martínez (Real Madrid)
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