"Se llama genio a la capacidad de obtener la victoria cambiando y adaptándose al enemigo". Sun Tzu
Todas valen y que sean infinitas engrandece al fútbol. Sin embargo los entrenadores que de entre todas las maneras de jugar eligen ésta parece que tienen una mezcla de locura y romanticismo que hacen que su idea de juego (el cómo) sea incluso más importante que el resultado (el qué). El verdadero triunfo del entrenador es convencer a sus jugadores de que su idea es la que vale y que ese es el único camino para triunfar. Guardiola lo consiguió, pero nunca tuvo la empresa que tenían ahora Tito y Roura porque Pep nunca perdió tres partidos tan trascendentes en tan estrecho margen de tiempo. Tras un mes donde el bajón físico provocó un bajón en el juego, que se evidenció en los resultados y minó la confianza del equipo, la dupla técnica debía volver a convencer de que esa idea valió, vale y valdrá mientras los propios jugadores sigan confiando en ella.
El partido del Milan era a la vez un desafío precioso incluso para jugadores cansados de ganar y un auténtico marrón para el Barça. Las consecuencias eran más duras de lo que parecían. No por el balance de la temporada, que con la consecución de la Liga ya sería como mínimo de aprobado alto, sino por cómo se afrontarían los casi tres meses que quedan hasta final de temporada. Sin motivación por la falta de alicientes, con las portadas de prensa inundadas de rumores sobre fichajes en pleno marzo y retiradas precipitadas de jugadores en el tramo final de su carrera, y con la sensación de haber destrozado una temporada inmaculada en solo tres partidos.
Si tantas veces se ha aprovechado para hablar de fin de ciclo cuando las cosas se han torcido no es sino porque estos equipos románticos, fieles a su naturaleza, que no entienden el fútbol sin el protagonismo con el balón, solieron tener siempre un epílogo trágico. Sucedió tras la final de Atenas con el Dream Team de Cruyff –con el enfrentamiento entre el holandés y Nuñez o las salidas de Laudrup al Real Madrid y de Zubizarreta y Romario poco después–, tras la derrota en la final del Mundialito del Barça de Rijkaard –que desembocó en el ocaso de Ronaldinho, las salidas de tono de Eto’o, la moción de censura a Laporta y un largo etc.– y lo vimos el año pasado en el Athletic de Bielsa tras las estrepitosas derrotas en las dos ilusionantes finales. Equipos de ensueño muriendo de la peor manera, siendo irreconocibles. Lo que nunca habían sido.
Y aquí había que medir al Barça. Porque el ciclo de estos peculiares equipos no se acaba cuando se pierde un partido, ni dos ni tres sino cuando se pierde la identidad, cuando deja de existir el vínculo entre la los jugadores y la idea que tantos triunfos les ha dado –me refiero solo a fútbol, dejando aparte valores, formas y otras historias interpretables–. El Barça había dado malos síntomas y sin darse cuenta se encontraba con la última oportunidad de reivindicarse en toda la temporada. No clasificarse jugando como el último mes significaba agotar la última bala y abrir un nuevo escenario que nadie sabe qué hubiera deparado.
Ni Xavi ni Messi demostraron estar al cien por cien físicamente pero el argentino, que domina todos los registros como nadie, el día que no tiene el cambio de ritmo para desbordar como acostumbra te coloca la pelota en la escuadra o arma la zurda a la velocidad del rayo. Por eso es el mejor. Y cuando Messi funciona, contagia al resto. Messi y el partidazo un día más de Sergio Busquets, que va a lección impartida por partido jugado durante ya ni se sabe. Volvió la alegría al juego, la velocidad en la circulación, el caudal de fútbol y la oleada de ocasiones. Volvió el Barça. Esta implicación y creencia ciega en lo que hacen se echó de menos un mes atrás y esto no viene solo, alguien tuvo que levantar ese vestuario. Seguramente no se le reconocerá a Roura el mérito porque a un interino es mucho más fácil atizarle, pero hizo que los jugadores salieran encendidos, sosegó al equipo cuando lo necesitó, atinó con el once y acertó con los cambios –no solo en hacerlos, sino en tardar en hacerlos–.
Guardiola, que de jugador ya había visto morir de éxito a su propio equipo –capitulando precisamente ante el mismo club y con el mismo marcador en contra con el que ahora se relanzan de nuevo–, encontró soluciones a esto hasta hacer mantener la llama viva en un vestuario que, en teoría, debía estar saciado de títulos, convenciéndoles de que murieran por aquella premisa de Hamlet: “Por encima de todo, sé fiel a ti mismo, y eso seguirá, como el día a la noche, que no podrás ser falso con nadie”. Guardiola dejó grabada a fuego esta manera de ver el fútbol en este vestuario en el que, cuando peor fueron las cosas como recomendaba siempre Cruyff, volvieron a los orígenes.
Quizá por eso el once ante el Milan era histórico, porque había que acudir al pasado para rescatar al que posiblemente sea el equipo que mejor jugó al fútbol jamás. Quizá por eso era el once que deslumbró en Wembley hace dos años, con la obligada entrada de un Jordi Alba estelar por un Abidal con el que, tras el pitido final, todos los culés soñaron como alzaba al cielo de Londres una nueva Champions tras burlar por segunda vez al maldito cáncer.
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* Alberto Egea.
– Foto: Miguel Ruiz (FC Barcelona)
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