Los Ebbets Field de cada cual

por el 5 abril, 2013 • 14:43

Benditos los amigos que transmiten conocimiento. Martí Perarnau actuó ayer como mensajero al pasarme el link a un artículo del New York Times que glosaba a Mike Sandlock, el más veterano de los Brooklyn Dodger vivo, superviviente del derrocado Ebbets Field, ya con 97 años a cuestas. En los Estados Unidos, en origen, y en el planeta globalizado de hoy donde todo el mundo puede compartir sensaciones, por extensión, Ebbets Field ejerce la función de musa recurrente para nostálgicos del deporte mitificado, para románticos empedernidos. Una variante excelente de magdalena proustiana, pues. A finales de los 50, por situar mínimamente el caso, una célebre disputa entre su presidente y propietario, el denostado señor O’Malley, y las autoridades de entonces al timón de La Gran Manzana acabó generando el mayor trauma jamás vivido por el deporte profesional americano. Tras múltiples peripecias, que podrán precisar al detalle recurriendo a la red, O’Malley tomó la funesta decisión de enviar a los Dodgers a la otra punta del país, vendiéndolos a Los Ángeles. Ebbets Field era una bombonera conocida como la caja de puros, sede de un equipo de honda raíz popular idolatrado por sus contemporáneos cuya mística ha generado infinidad de grandes textos literarios e inspiró parcialmente, sin ir más lejos, a los guionistas de Field of dreams, aquel cuento filmado protagonizado por Kevin Costner que resultaba una hermosa metáfora para cualquiera que ame el béisbol, el pasatiempo nacional americano que explica perfectamente, a través de sus logros y cuitas, la evolución de la sociedad norteamericana durante el pasado siglo. Un europeo necesitaría tres vidas para dominar la rotunda complejidad que encierra ese juego de apariencia primaria, ingenua e infantil, pero asistir a un partido en cualquier diamante abre las puertas al conocimiento más íntimo y franco de los resortes que dominan el alma de la superpotencia.

Ebbets Field, entre muchas otras contingencias destacadas, ha pasado a la historia por dos razones primordiales. Primera, ser la sede de unos perpetuos perdedores que sólo gozaron de un título mundial, al ganar las Series Mundiales de 1955 en un shock contra natura. En segundo lugar, ahí apareció el negro Jackie Robinson en las Series Mayores de béisbol para dinamitar con su ejemplo la segregación racial y avanzar por la senda de los derechos civiles a través del deporte, casi dos décadas antes de Martin Luther King y sus lugartenientes deportivos, Muhammad Ali y el Black Power escenificado por John Carlos y Lee Evans en los Juegos Olímpicos de México del 68. Seguro que les suena la historia: algunos congresistas y prohombres de la superpotencia quisieron acabar con la flagrante contradicción de haber usado en primera línea a miembros de la minoría negra durante la Segunda Guerra Mundial y recibirles de nuevo como apestados de regreso al país que les mandó defender ideales con la propia vida mientras les mantenía la consideración de parias, ciudadanos de segunda clase. Vieron que el camino hacia la igualdad no resultaría fácil y consideraron que el deporte podía ser la mejor vía para ablandar la conciencia de los intransigentes. Jackie Robinson era, en principio, la tercera opción surgida de las llamadas Negro Leagues. Un enorme jugador, aunque inferior a los mejores contemporáneos, encabezados por el genial Satchel Paige. Pero Robinson tenía conciencia y decidió autoinmolarse, sufrir persecución, vivir un calvario continuo de amarguras para posterior beneficio de su gente. Satchel y otros como él huyeron por la tangente ante la invitación, conscientes de que aceptar les conducía al infierno en vida. Los prebostes del béisbol y la política yanqui escogieron a los Dodgers de Brooklyn y el refugio de Ebbets Field como mejor lugar para arrancar la batalla de la igualdad y la consecución plena de una sociedad igualitaria. Ya saben: Robinson murió prematuramente, según sus íntimos fallecido por haber cargado demasiado peso sobre sus humanas espaldas.

De cómo se las gastaban beisbolistas negros y blancos cuando se enfrentaban accidentalmente va el arranque de la sensacional novela Un día cualquiera, creada por Dennis Lehane, uno de tantos escritores de primer nivel que han teñido de sentimiento deportivo la más profunda esencia de su ser, de cuantos han aprendido vida, tolerancia y progreso gracias a las continuas enseñanzas de su disciplina predilecta. Ebbets, dicen todos ellos, era paraje entrañable, la segunda casa de sus aficionados, refugio donde registraban momentos inolvidables en su existencia. Y eso nos lleva a la certeza de que hay un Ebbets Field –aquí, allá o acullá, qué importa– para cada cual. O bastantes más. Remuevan entre sus íntimas emociones, basta con eso para hallarlos. Personalmente, les confesaría unos cuantos. Por ejemplo, el campo de la Avenida de Catalunya de Tarragona, derribado a comienzos de los setenta, donde quedaron enterradas las mejores emociones de mi niñez. Ya saben, como dijo el maestro Javier Marías, el futbol no es más que un constante regreso a la infancia, cuando nuestra vida se sentía protegida y a salvo, exenta de responsabilidades, de las complicaciones y renuncias inherentes a eso que llaman tiempo adulto. Hace cuatro días, la Nova Creu Alta de Sabadell vivió su partido número mil, por ejemplo, y sin ninguna proximidad al respetable sentimiento arlequinado más allá de la simpatía, le agradecimos íntimamente desde la más sana complicidad recuerdos, momentos, detalles vividos entre sus gradas. Imaginen el hondo calado en Bilbao, sin ir más lejos. Antes de darle el definitivo adiós a La Catedral, seguro que algún abuelo compartirá con su nieto aquella victoria ante el Honved o el embarrado lance, tan enfangado como inolvidable, ante el glorioso Manchester United vivido en aquella tarde de perros. Le contará cómo paraba Carmelo y barría Garay, mientras el padre apuntará en la conversación el estilo de Iríbar, el bregar de Uriarte o los centros con comba desde la izquierda puestos con guante de seda por Estanislao Argote.

Si el genio nos concediera los tres preceptivos deseos tras frotar la lámpara, le pediríamos asistir al estreno de Kubala en Les Corts apenas para observar la genuina estupefacción de los barcelonistas ante la irrupción del prodigio húngaro. O un derbi en La Bombonera para comprobar cómo crujen los cimientos ante el empuje de la afición bostera, de la mitad más uno. Ya saben, emociones que van más allá de la vida y la muerte, al dictado del aforismo de Bill Shankly. Sólo con repasar las vivencias de cada cual, reforzaremos el papel jugado por estadios y pabellones, campos y gradas, en la formación sentimental de todos nosotros. A cada cual, sus santuarios, presentes o mitificados por el paso del tiempo. Cada uno con sus templos de devoción, cada iglesia con su feligresía. Aquellos que hemos escuchado sermones desde púlpitos pomposos o modestos, seguimos fieles a la fe en espera de asistir algún día a las misas pendientes, rodeados de mística aún por experimentar de manera presencial.

A cada estadio, su debido respeto, le asista mayor grado de lujo o la bendición de su modestia. Disfruto, por ejemplo, en cada visita a Sant Andreu o al viejo campo del Europa repasando el rostro de sus incondicionales como si fuera deber reconocerlos en fisonomía, como si resultara obligatorio examinarlos íntimamente a fin de confirmar si arrancaron su particular devoción con Feliu o Martín, como ejemplos para rojigualdos, o se entregaron incondicionales al cariño familiar por los escapulados cuando el remoto Cros lideraba al estandarte del popular barrio de Gracia, a punto para el estreno del Europa en la Liga de Primera. De nuevo entre sus dominios, te asaltan tradiciones y trayectorias, recuerdos de aquel jugador u otro momento, solera de gradas donde quedaron tantas y tantas vivencias. Los intangibles del fútbol, sus misterios insondables depositados para siempre en la emoción personal. Se le podría llamar síndrome de Ebbets Field. A cada cual, el suyo. Me parece que de eso se trata, en definitiva. Por eso nos causa pasión. Hoy, por si les pica la curiosidad y como signo de los tiempos, Ebbets Field es un centro comercial que mantiene la fachada de antaño, aunque ha perdido todo glamour  y con lo esencial, su recuerdo, criando puras malvas. Sólo pervive en millones de receptivos corazones.

* Frederic Porta es escritor y periodista.





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