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Lo explicaba Quique Sánchez Flores -entonces entrenador del Watford- hace seis meses en ‘El País’: “La dinámica del juego es muy salvaje. Esa es una de las cosas que intentamos controlar, pero es complicado por una razón puramente cultural. Yo nunca he creído en el fútbol de autor, pero buscamos darle pausas al juego. Conseguirlo ya es otra cosa. En la última jornada se marcaron 10 goles en los últimos cinco minutos. El fútbol inglés es salvaje desde una cuestión casi étnica, cultural, por la necesidad de que el equipo llegue al área y los partidos se descontrolan sin saber cómo”. Desde que Arsène Wenger aterrizara en la Premier a finales del siglo pasado con el objetivo de impactar con ideas foráneas en una competición que desconfiaba de toda doctrina que viniera de fuera de las Islas, el intento por domesticar ese fútbol ha traído de cabeza a técnicos de toda Europa. Y a pesar de que son seis los entrenadores extranjeros que conquistaron la Premier, solo Wenger primero y Mourinho y Benítez -aunque la coincidencia en el tiempo con dos bestias como el Chelsea del portugués y el United de Ferguson le impidieran ganarla nunca-, después, consiguieron hacerla suya con continuidad.
Veinte años después de la llegada de Wenger al Arsenal, la Premier ha pasado de 2 a 13 técnicos no británicos, pero sigue siendo igual de mayúsculo el reto de logar el control en esa hiperactividad intangible. Cada uno lo busca a su manera. Guardiola con el control a través del balón, intentando ordenarse en torno a él. A esto ha sumado un abuso de la impaciencia de los rivales, que se traduce en contragolpes geniales que desnudan esa inocencia táctica que la Premier lleva paseando por Europa en la última época. Mientras, Conte o Mourinho pelean por imponer ritmos bajos, quitando revoluciones a los encuentros e intentando minimizar errores para decidir con detalles. Para ello han iniciado su obra dando prioridad al orden en todas las fases del juego, diseñando una estructura conservadora que les haga sólidos mientras el equipo interioriza los principios de sus modelos de juego. El técnico italiano sabe que la baza de introducir a Cesc puede tener mucho más recorrido en la evolución del equipo que colocar a un interior defensivo (Matic) como socio de un Hazard aislado que tiene en la autosuficiencia su única válvula de escape, pero las agónicas victorias en las primeras jornadas le están permitiendo estirar su idea inicial antes de precipitar el paso. Más difícil de entender es lo de Mourinho. El técnico portugués ha entregado el mediocampo a Fellaini, priorizando frenar las salidas en largo del rival y aceptando ese atajo competitivo tan laminero que es descolgar al belga y buscarlo por alto cuando el resultado obliga. Sin embargo, mientras se forja esta fortaleza defensiva -cuyos fallos individuales sí pueden ser entendibles a estas alturas de campaña- el Manchester United no parece tener un plan de recorrido para generar ocasiones de gol con continuidad. Renunciar a buscar soluciones colectivas de calidad en ataque estático puede tener sentido si arriba se dispone de un Bale, Di María o Neymar -o el Hazard que tuvo Mourinho en 2014/15- que produzcan situaciones de gol -por sí solos o activando compañeros- de seguido y no por inspiración puntual. Pero no los tiene. No hay peor enemigo en el fútbol que la nostalgia, y el Mourinho post-Madrid ha sido esclavo de ella fichando en 2013-16 los jugadores con los que se le caía la baba en 2008. Eto’o, Drogba, Falcao o mantener a Torres en su primera temporada condicionaron la profundidad de banquillo del Chelsea en su segunda etapa en Londres, y en su primera campaña en Manchester le ha dado el mando del ataque a otros dos mitos que siguen pensando en sexta marcha, pero que ya ejecutan en cuarta. El ataque del United es pesado porque no existe una hoja de ruta en el último tercio de campo, obliga a improvisar, Ibra y Rooney quieren pisar los mismos pastos y ninguno de los dos individualmente es capaz de acelerar la actividad en dicha zona. El talento rematador del sueco sí es un argumento potente al que agarrarse, pero es muy difícil que aflore si el colectivo no produce. Rooney seguirá demostrando lo bien que entiende el fútbol a cualquier altura del campo, pero es inevitable pensar que su figura ya no pesa como debería hacerlo el ’10’ -o el ‘8’– de tamaño proyecto.
A Klopp le pasa lo contrario que a Quique: él sí cree en el fútbol de autor. Su fútbol tiene muchos registros, pero sus equipos sabes que son suyos porque no pueden ser de otro. Su fútbol pide atmósfera, hinchada y mística, y sus proyectos, un entorno depresivo que levantar. Necesita la fe desquiciada del que acude a un curandero porque ha agotado todas las vías. Esa que provoca rápida captación y facilidad de seducción. Y Liverpool se lo daba todo. Son esas razones del corazón que la razón no entiende, esas que unirán a Simeone con el Inter en algún tiempo del futuro. A la hora de firmar, a Klopp le dio igual que el Liverpool no tuviera apenas jugadores de su perfil o que la realidad del club no pudiera sostener el peso de semejante escudo porque él solo quería fundamentalistas de su idea en todos los estamentos del club. Y sin focos ni portadas el club le trajo a Mané y Wijnaldum, que parecen nacidos no para jugar al fútbol sino para jugar al fútbol de Klopp: atacar y defender son acciones continuadas que no entienden de descenso de pulsaciones en el paso de una a otra. Ellos dos han sido los que han acabado de pulir el estilo de un colectivo lleno de jugadores con potencial alejados del glamour. Y cuando el bueno de Sturridge -uno de los pocos con poso de estrella- fue a decirle al técnico quién era el ‘9’ del equipo, Klopp le tuvo que explicar que la zona del ‘9’ no está para estar sino para aparecer y desaparecer, y que en la comprensión y ejecución de ese concepto se tiene que poner en la cola por detrás de Firmino.
Y precisamente en el rol de Firmino como falso 9 empieza a explicarse el ataque del Liverpool. Klopp pasó del 4-2-3-1 al 4-3-3 desde la primera jornada. Vaciar la zona de la mediapunta para que todos puedan acceder a ella. Dejar las bandas para que los laterales (Milner y sobre todo Clyne) ejerzan de extremos y aglutinar gente en el carril central a distintas alturas para multiplicar líneas de pase y desatar combinaciones memorizadas que hacen parecer carambolas que no son más que creatividad y horas de trabajo de una calidad fuera de concurso. Para conseguir este ataque organizado necesita esa salida de balón que les haga llegar a campo contrario organizados tanto para optimizar la puesta en funcionamiento de la maquinaria de ataque como para protegerse tras pérdida. Y aunque esta política ya les haya costado algún disgusto (error de Clyne en el 1-0 ante el Burnley que ya no serían capaces de levantar y error de Lucas Leiva en el 2-1 ante el Leicester que no tendría consecuencias finales en el marcador), no es más que el precio del aprendizaje de una forma de jugar que está dando ya sus frutos. Una vez superan la línea divisoria, la cantidad de recursos distintos para generar ocasiones se multiplican. Tan trabajados están los movimientos que los jugadores no necesitan de inspiración para la creación de jugadas -están aburridos de entrenarlas- sino solo para ser precisos en la ejecución.
El caudal de ocasiones es similar en transiciones. El pressing alto que diseña Klopp y la robotización del equipo para que tras robo se acaben las jugadas rápido y a pocos toques, fueron factores que debieron decantar a su favor el encuentro ante el Tottenham y que lucieron ante el Leicester (el 4-1 de Firmino) o en League Cup frente al Burton (0-2 de Firmino). La culminación del dominio de todas las fases de ataque son las posesiones largas con ventaja en el marcador, buscando esconderle el balón al rival hasta que el pase vertical aparece casi sin forzarlo. Poco se ha hablado de esto, pero el Liverpool encadenó 27 pases y 78 segundos de posesión con marcador a favor en el Emirates para acabar haciendo el 1-3, y el viernes sumó 31 pases y 83 segundos con 1-2 en Stamford Bridge para acabar con un remate a bocajarro de Origi que salvó de milagro Courtois. La sensación de poderío que deja en grandes escenarios -algo que ya viene de la temporada pasada- intimida.
Hasta ahora solo el duelo ante el Burnley se le ha encasquillado al Liverpool. El error de Clyne en la salida de balón a los dos minutos de partido permitió al equipo de Sean Dyche olvidarse de la posesión (apenas sobrepasaron el 20%), replegar dentro de su propia área con una distancia entre líneas que apenas existía y reducir los recursos del Liverpool a centros laterales y disparos desde la frontal. Encuentros como este se le van a presentar a todos los favoritos y todos caerán en malas rachas de resultados como la del United, pero nada ahonda más en la depresión que el no generar ocasiones, el no ver la salida. Eso que le pasó al Chelsea de Mourinho la pasada campaña con las lesiones de Diego Costa y el bajón de forma de Hazard. Eso que parece imposible que le pase a este Liverpool, que es cierto que tendrá que tirar de trabajo colectivo para minimizar su falta de contundencia en transiciones defensivas y en el área propia, pero que tiene creado lo más difícil: una identidad en la que todos se reconocen.
* Alberto Egea.
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