Escuchas ambas posturas y cuesta creer que estén hablando de la misma figura, hasta que caes en que no están hablando de lo mismo. A nadie se le escapa que Iniesta ha ido perdiendo impacto en el juego de un tiempo a esta parte, que su productividad ha decaído y que desde que las lesiones entorpecieran su continuidad en la última temporada de Guardiola en Barcelona solo entre octubre y febrero de la temporada de Tito Vilanova pudimos ver un Iniesta que fuera Iniesta todos los días. La vara de medir su rendimiento nunca fueron las cifras –ni en sus mejores épocas fue un goleador o un gran asistente–, sino su incidencia en el juego en lo que Van Gaal denominaba la segunda y la tercera de las cuatro fases del ataque organizado –circulación de balón para encontrar pases que batieran líneas rivales y creatividad en el último cuarto de campo–, previas a la ejecución –último pase y definición–. Iniesta, bandera del juego de posición, se fue destiñendo así como el Barça se fue alejando de este estilo que ha definido cada éxito suyo desde que Cruyff fundiera en uno el qué y el cómo como (bendito) lastre para competir. Tras cuatro meses de bandazos, el Barça ha roto a jugar dentro de un estilo donde Iniesta no se reconoce. Se ha sacrificado el control, la paciencia y la elaboración segura edificada en la acumulación de pases en pro de las transiciones frenéticas, promoviendo esa esquizofrenia donde las tres bestias de arriba encuentran el paraíso. Los centrocampistas, principio y final del equipo durante tantos años, quedan a disposición de Messi y Neymar en ataque y expuestos en defensa, víctimas de un estilo para el que Busquets, Xavi o Iniesta nunca fueron adoctrinados.
En este contexto, choca leer una entrevista a Juanma Lillo y seguir encontrando en pleno 2015 aquello de que prefiere a Iniesta antes que a Messi, discurso tan defendido por el sector más romántico –Menotti, Cappa o Riquelme, entre tantos– hace un lustro. El que rechaza conocer el personaje se queda con el titular y lo utiliza para alimentar el injusto linchamiento al que se ha visto sometido Juanma Lillo en este país, que no sabe lo que se pierde. Su pasión desmedida por el fútbol, entendido solo desde el protagonismo con balón como vínculo asociativo sobre el que hacer fuerte al colectivo, le ha definido de la misma forma en el éxito y en el fracaso. Lillo saltó a la fama a mediados de los años 90 ascendiendo al Salamanca de 2ªB a primera en dos temporadas consecutivas y jugando un fútbol extraordinario, la misma proeza que ha dado a conocer al gran público a Gaizka Garitano.
A partir de ahí, salvo en su fugaz estancia en Zaragoza –fue destituido a los 24 días de iniciarse la temporada–, se encontró en la élite con equipos necesitados sin tiempo material para desarrollar el proyecto de implantar la filosofía que domina, la cual exige una técnica, una asimilación de automatismos en la circulación de balón y en los movimientos sin él y una adquisición de conceptos –defensa adelantada, portero que domine el juego de pies y la anticipación en la protección de la espalda de su zaga, presión ordenada e intensa tras pérdida, etc.– que requieren de un margen temporal que la concepción social (el aficionado es impaciente y los medios renuncian a esperar prudentemente prefiriendo emitir valoraciones precipitadas sin perspectiva), el formato de competición y el reparto económico de los derechos televisivos (el descenso de categoría es una ruina económica) no conceden. Lillo aceptó banquillos de clubes en situación desesperada, sometidos a una presión que es veneno para una estilo que tiene arraigado el riesgo extremo y que arrastra el error y el castigo consecuente –las pérdidas sacando el balón jugado y las acontecidas en campo contrario con una defensa tan adelantada se pagan en forma de ocasiones manifiestas en este proceso de aprendizaje– como precio a pagar en el trayecto hacia la interiorización de dicha filosofía. La complejidad de su discurso y el empleo de un lenguaje extremadamente culto quizá pudo dificultar que su mensaje calara dentro de según qué vestuarios, algo que unido al dogmatismo de una propuesta poco flexible, y difícil de adaptar a plantillas que no tengan cierto nivel técnico, ha dejado una carrera que, con sus luces y sus sombras, reúne unos resultados como entrenador muy por debajo de su legado como maestro.
Porque aunque a veces lo olvidemos, saber entrenar (liderar un grupo, convencer, transmitir la idea que se quiere llevar a cabo…) y saber de fútbol son dos disciplinas distintas. Pocos en España han sabido explicar el juego de posición como Lillo, que lo ha estudiado y desarrollado profundamente –purista hasta el extremo–, y su opinión sienta cátedra en todo lo que rodea a esta forma de comprender el juego. El técnico tolosarra entiende ataque y defensa como un todo en el que el colectivo se aúna para recuperar el balón y progresa junto con él cuando lo consigue, siendo Andrés Iniesta paradigma perfecto de este fútbol combinativo que pide jugadores de técnica exquisita y movimientos automatizados que multipliquen las opciones de sus compañeros.
Esta forma de aupar a Iniesta por encima de Messi, refiriéndose al de Fuentealbilla como si fuera el mismo ahora que en la era de Guardiola, suspendiendo en el tiempo su época de plenitud, más que una opinión categórica es una forma de resaltar el fútbol como un deporte solidario en el que el todo es más que la suma de las partes. Y también es un valioso mensaje a modo de fábula para el fútbol formativo. La idealización de Iniesta como icono de un deporte colectivo al que la sociedad insiste en individualizar de forma forzada con balones de oro y otras porquerías en su ansía de encontrar héroes donde –como decía Bielsa– no se necesitan, deja una moraleja que, la verdad, no puede ser más sana. Y no quiere decir con esto que Lillo no reconozca a Messi como un jugador de equipo, pero la realidad de cualquier chaval es más identificable a la de Iniesta que a la del argentino, cuyo talento es un milagro que surge cada mucho.
La misma torpeza que comete el que no intenta empatizar con las ideas de Lillo para comprenderlas, eligiendo frases aisladas de sus charlas para descontextualizarlas y ridiculizarlas, la comete aquel reducto enquistado dentro del dignísimo sector romántico que se apropia del gusto y desprecia, no la violencia, las formas o la educación, algo muy respetable, sino estilos y planteamientos de los que no entienden la competición de su misma manera. Duele escuchar cómo discursos geniales de tipos cultivados como Menotti o Cappa se rompen cuando dicen “El Madrid de Mourinho jugaba como un cualquiera, nunca tuvo fútbol. Si mañana el entrenador del Madrid es el carnicero de la esquina va a jugar igual” o “Mourinho fue un cagón, jugó con tres picapiedras en el centro. Es la mayor cobardía que he visto en un grande”, refiriéndose al partido de ida de semifinales de Champions de 2011, donde el Madrid consiguió dejar en cero ocasiones a un Barça de otro mundo hasta que un Pepe sobreexcitado se cargara el plan con una entrada innecesaria. “El Madrid de Mourinho era el mejor de entre los que jugaban mal”, decía Menotti. ¿Qué es jugar mal? ¿No es más coherente y más honesto hacer más sólidos los argumentos que potencian tu idea que ningunear la del rival? ¿Tan difícil es comprender que se puede encontrar el espectáculo en el mero hecho de competir con diferentes armas?
Se podría pensar que el eterno enfrentamiento entre Bilardo y Menotti haya dejado en Argentina esta necesidad de ensuciar lo del rival para exaltar lo nuestro, pero uno escucha a Julio Velasco –entrenador argentino de voleibol, campeón mundial con Italia en 1990 y 1994– y se da cuenta de que no. O de que no en todos. De que aún quedan genios de los de verdad para dar sentido al juego:
“Yo combato mucho la ideologización del deporte. Para empezar, ‘lo que le gusta a la gente’ dejemos que sea la gente la que lo diga. Lo que yo no acepto es que se pretenda una línea única. En cualquier cosa. Cada entrenador tiene el derecho y el deber de entrenar como le parece. Tiene que hacer ganar a su equipo, tiene que hacer las cosas que a su equipo le conviene… Nuestro trabajo es un trabajo práctico. Tenemos que conocer las distintas opciones de cómo se puede jugar y entrenar y elegir la que más nos gusta, pero también la que más funciona porque tenemos una responsabilidad muy grande. Entonces, qué se yo, eso de los buenos y los malos (eso sí que es muy nuestro –muy de los argentinos–), que si este jugando así al fútbol expresa su modo de vivir, que se juega como se vive… Es tan difícil decir cómo se vive, la vida es tan compleja, tan contradictoria, hacemos una cosa, luego hacemos la contraria, tenemos 70 años y seguimos buscando el camino… Esas seguridades absolutas que tienen algunos me parecen un poco adolescentes, un poco el ‘yo encontré la verdad y ahora se la cuento a todos’… Yo tenía eso cuando era pibe, lo tuve, me creía que iba a tener la verdad universal, pero luego uno crece y vive se da cuenta de que la cosa es mucho más complicada. A mí me parece bárbaro que a uno le guste un tipo de fútbol, que lo defienda y va a hacer ese. Pero hay que tener la amplitud, y eso también me gustó mucho de Guardiola, de no estar bajando líneas diciendo ‘el que no hace esto hace mal fútbol’. Y esto lo repite siempre: ‘Esta es mi manera’. Y está muy bien que cada uno tenga su manera. Lo que no está bien es la de renegar la del otro. Yo tengo mi manera, me gusta está: bárbaro. La defiendo, y no voy a cambiar, no me voy a dejar presionar: bárbaro. Ahora, negar lo del otro no está bien. Y esto tiene que ver con un concepto democrático de la comunidad. La idea de que la democracia es ‘si ganamos y somos mayoría los demás no tienen derecho a decir nada’ no es buena. La verdadera democracia es aceptar la convivencia de ideas diferentes, aunque la mayoría tenga derecho a decidir. Aceptarlo como algo normal en el ser humano. ¿Qué pretendemos, que todos lo veamos igual? Yo tengo muy claras mis ideas en el vóley, pero no puedo no aceptar que otro tenga ideas distintas, más que nada porque la historia del deporte demuestra que se ha ganado y se ha perdido de mil maneras diferentes, y se ha jugado y se ha entrenado de mil maneras diferentes. ¿Cómo podemos decir que hay una que es mejor que la otra? Lo único que podemos decir es que hay una que nos gusta más que la otra”.*
* Alberto Egea.
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