Una de las mejores formas de atraer lo improbable es darlo por imposible. De afanarse ciegamente en ello, lo más normal es que nunca suceda. El truco consiste en suspender la expectativa para, por arte de inversión, acabar convocando lo increíble. La templada resignación otorga la mejor disposición posible para afrontar lo que resta con entereza. Bajo la posibilidad cero todo lo que viene es recibido con inmejorable actitud, y además termina por acudir en muchas ocasiones. Siempre que ningún niño señale con el dedo y diga que el Rey está desnudo, el juego de la imposibilidad da excelentes frutos.
Era febrero cuando el Barcelona se dejó la Liga en el Reyno de Navarra. Fue un partido invernal, de Sadar, de manos enguatadas y mangas largas, de pasto que tirita a punto de arrancarse del verde al amarillo. El equipo blaugrana peleó con ganas pero el saldo futbolístico fue yermo, baldío. Perdió porque fue peor y porque no supo sacar nada mejor, en la inercia de una racha en la que le costaba sangre lograr resultados fuera de casa. Al día siguiente, el Madrid venció al Levante y dejó la Liga casi vista para sentencia y fue entonces cuando Guardiola dijo su famosa frase de que ganar la Liga era imposible. Lo dijo en invierno, al abrigo del frío, las noches tempranas y las pocas horas de luz. Lo dijo cuando en Barcelona ya es casi entretiempo y el sol da algunas treguas pero en la Barceloneta sólo hay gente en bicicleta o paseando al perro. Lo dijo cuando tenía sentido decirlo. Resignarse a lo inevitable en Cataluña es como echarse la mantita a los pies, un gesto ordinario y cotidiano, tibio, una de esas piezas de recetario del amable pesimismo catalán. Por alguna razón la sentencia de Guardiola alivió el corazón de la parroquia blaugrana, que por entonces, conviene recordarlo, clamaba contra árbitros, conspiraciones y demás fauna cósmica. Por alguna razón el réquiem liguero de Pep calmó la frustración del campeón. ¿Realmente pensaba que era del todo imposible? Los números, huelga decir, desmentían el mantra, pero sea como sea todo el mundo lo creyó como si de un catecismo se tratara. El 12 de febrero ganar la Liga parecía como esperar recoger fresas en otoño. 10 puntos tenían la culpa. Sin embargo, no pareció contarse con que la primavera siempre acaba llegando.
Los 10 puntos se hicieron 4 y, como por arte de magia, la Liga ya no era tan imposible. Poniendo en sentido el relato, sin una mentalización eficaz un Barcelona desmoralizado y sin chance jamás habría ganado en el Calderón ni en el Pizjuán ni en Mallorca ni en la Romareda. Sin una idea lo suficientemente fuerte jamás se habrían mantenido los ánimos en flor. A la umbría de esta discreta resignación se abrieron las fresas de Guardiola, fecundadas por una silenciosa conformidad que embarga, no puede ser de otra manera, la ambición secreta de victoria. Si se grita o se hace demasiado ruido se despiertan. Si se riega en silencio y se ponen al sol, sin embargo, puede ser que a la postre regalen unos triunfos que ya se daban por perdidos.
La estrategia conservadora florece en abril en todo su esplendor merced a un trabajo callado y también a las oportunas dudas del vecino. “La Liga es imposible” encuentra su corolario con el reciente “Pase lo que pase ya hemos ganado”, demostrando la infinitud de la pomada de Guardiola y su capacidad de oportunismo. La ventaja del redondeo a la baja es que apacigüa los espíritus y descarga toda la presión. Al final, la profecía autocumplida -invertida, se entiende- de que no había partido acaba, precisamente, reviviendo el partido. Mañana, el Madrid visitará el Camp Nou para determinar buena parte de la Liga y, de producirse la victoria del Barcelona, estaremos en la antesala de un vuelco extraordinario. Sería, a buen seguro, un misterio de primavera, porque en realidad no hay fresas sino placebo y el Rey no lleva traje alguno.
* Carlos Zúmer es periodista. En Twitter: @CarlosZumer
– Foto: Juan Carlos Gutiérrez (misfotillos.com)
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