La WTA gana terreno

por el 2 febrero, 2016 • 21:36

 

Puede que me esté equivocando, pero algo está cambiando en el tenis profesional. El pasado fin de semana, con las últimas jornadas de celebración del Open de Australia, me percaté de una tendencia que ha ido ganando peso desde finales del curso pasado. Solamente faltaban dos partidos para bajar el telón al primer Grand Slam del año –las dos finales–. y cuál fue mi sorpresa cuando noté que en las redes sociales se hablaba con mayor intensidad sobre una de ellas. ¿Ya sabéis cuál, verdad? Exacto, la que enfrentaba a Serena Williams y Angelique Kerber. Parecía, guardando las distancias, un regreso a los años 80, época en la que los enfrentamientos entre Martina Navratilova y Chris Evert apartaban cualquier otra rivalidad o circuito paralelo a un segundo plano. Pero no, estábamos en enero de 2016 y el tenis femenino estaba atrayendo más focos que el masculino, un circuito que tantas críticas ha recibido por su falta de competitividad, desbordante irregularidad y reducida emoción. ¿Cómo es que entonces la gente se centraba en este plato? ¿Cuál era la otra oferta del menú? Nada menos que el número uno del mundo contra el número dos. A priori, el mejor partido que se puede presenciar a día de hoy en el vestuario de los varones. Algunos tuiteros se tiraban de los pelos ante la situación, no entendían que una liga de «tan baja calidad» pudiese siquiera optar a equipararse con su análogo. Pero no hay más ciego que el que no quiere ver y, por unos motivos u otros, ahora mismo la WTA está de moda, está en auge; para los modernos: es más cool que la ATP. Pero tranquilos, no estamos para nada ante una mala noticia. De hecho, es lo mejor que nos podía ocurrir.

Un acontecimiento como tal no aparece de la nada, lleva su tiempo. Era una revelación inminente, aguardando tras un gobierno absolutista con Serena Williams como única ejecutiva. Muchas lo intentaban pero ninguna lo lograba, hasta que una italiana de 164 centímetros de altura se metió Nueva York en el bolsillo y fomentó la revuelta. Desde entonces, cualquier cosa puede pasar en el circuito femenino, y con esta distinción llegamos a Melbourne, con la esperanza de que se mantuviera. Allí pudimos ver el nacimiento de la nueva estrella local con tan solo 21 años, el aterrizaje en cuartos de final de una mujer que jamás había logrado una victoria en esta categoría, el ingreso de una británica en semifinales tres décadas después o la coronación de un alemana en Grand Slam por primera vez en este siglo. ¿Cómo no va a seducir un circuito así al espectador? Fue Angelique Kerber la encargada de sumergir los últimos ingredientes a dos semanas de altos vuelos donde hasta la peor parada, Serena Williams, acabó con una sonrisa de oreja a oreja. Queda demostrado que lo que vimos en Flushing Meadows no fue casualidad, sino una ventana abierta hacia una nueva sala donde ya nadie parte con la vitola de invencible.

Un día más tarde, la otra final: Novak Djokovic versus Andy Murray. Serbio y británico se enfrentaban por cuarta ocasión en la Rod Laver Arena con el título más prestigioso de las antípodas en juego. Lanzo una pregunta rápida: ¿Ustedes pagarían por ver una película en la que ya conocen el final? Yo no, desde luego. Pues en esto se ha transformado el tenis masculino. Semana tras semana, un hombre va recolectando trofeos de todos los colores y dimensiones mientras el resto claudica ante sus pies y rezan por no volver a encontrárselo en su camino. Qué razón tenían aquellos que pronosticaban la ‘muerte’ del BigFour más pronto que tarde. Desde luego. Ahora la dictadura ha pasado a ser individual y en su grado más extremo, La diferencia tan abismal de determinación y resultados ha terminado por dividir al vestuario en dos únicos grupos: Novak Djokovic y el resto. Todos sabíamos lo que iba a pasar en el partido del domingo, incluso el propio Andy. Igual que sabíamos lo que iba a pasar en la semifinal ante Federer, en los cuartos ante Nishikori, en Doha ante Nadal o en el último Torneo de Maestros de Londres, en general. Así no hay quien encuentre un incentivo para vender expectación en la ATP. Porque al fin y al cabo, excepto los millones de serbios que disfrutan en su nube, el aficionado busca un producto, algo que le divierta, que le plazca y que le origine curiosidad cada vez que conecta su televisor. Todo esto ya no existe.

El panorama es el siguiente. La ATP cuenta ahora mismo con siete campeones de Grand Slam, siendo doce en total los jugadores en activo que optaron alguna vez alcanzaron en su carrera a conquistar una de las cuatro grandes templos. Por su parte, la WTA cuenta con ¡once! campeonas de Grand Slam (sin contar a la ya retirada Pennetta) y luce hasta 23 mujeres que saben lo que es disputar un partido por el título en territorio major. Los números hablan de un círculo mucho más cerrado en el terreno masculino y una hoja de ruta bastante más descontrolada en el femenino. Pero tampoco vamos a vendernos tan deprisa a lo nuevo, hay que reconocer que es bonito cuando coincides con cuatro superdotados de tu deporte durante más de una década y uno siente que está viviendo un fascículo importante de la historia, pero hasta eso un límite. Cada periodo contiene sus peculiaridades y el de este siglo, al menos en el sector ATP, está empezando a sonar repetitivo. ¿Esto es malo? En absoluto, sería peor si en la WTA sucediera exactamente lo mismo, como por ejemplo ocurrió en 2015 con una Serena Williams capturando tantos títulos como torneos se marcaba en el calendario… hasta que el depósito dijo basta y las urnas se llenaron de nuevas candidaturas. Este 2016 debe ser el año de la confirmación, una idea fortalecida tras el triunfo en Melbourne Park de la número seis del mundo, alguien que jamás había pasado de cuarta ronda en Australia.

Al final todo se reduce a momentos, a etapas. Serena Williams coincidió en su día con guerreras de la talla de Justine Henin, Martina Hingis, Lindsay Davenport, Jennifer Capriati, Kim Clijsters, o más actulamente con Maria Sharapova, Dinara Safina o su propia hermana Venus. Ninguna ha podido igualar los éxitos de la de Michigan y ninguna ha podido mantener un pulso con ella en lo más alto del ranking. Ni siquiera acercarse. Esto sí lo hemos vivido con Roger, Novak y Rafa en los hombres, por lo que el elenco masculino se ha visto más oprimido en lo que se refiere a tenistas de segunda línea. ¿Y todo este rollo que significa? Fácil. Que cuando no ganaba uno, ganaba el otro, y así desde la temporada 2004. Sin embargo, en la WTA, cuando no brilla Serena son muchas las estrellas que opositan a ocupar el trono a lo largo de las diferentes pruebas del calendario. Con el paso del tiempo –infinidad de tiempo– la estadounidense ha dado un ligero paso atrás (pequeñísimo paso) mientras sus perseguidoras han ido ganado en solidez y confianza, lo cual hace que todo incremente en igualdad y espontaneidad. Los que seguimos esto desde hace un rato nos alegramos no saben cuánto, incluso tenemos el privilegio de tener dos navíos españoles entre las diez mejores barcos de la actualidad. En definitiva, que ya era hora de que las chicas recuperaran su devota relación con el espectador y reunieran más focos que el circuito opuesto. ¿Quieren ver la película de siempre? Vayan a la ATP. ¿Buscan emociones fuertes? Consuman WTA. Aunque, por supuesto, puede que me esté equivocando.

* Fernando Murciego es periodista.




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