En el rugby, igual que en el resto de los deportes, hay jugadores que tienen el beneplácito de los aficionados y de los medios y hay otros que -por diferentes motivos- no son reconocidos en la misma medida a pesar de que su nivel nada tenga que envidiar al de los más admirados.
No hace falta profundizar demasiado para encontrar algunos casos realmente llamativos:
Jonny Wilkinson no sólo era el jugador perfecto, también era el hijo-yerno-amigo-novio-marido-vecino que toda persona podría desear. Las numerosísimas lesiones que sufrió a lo largo de su carrera no eran más que simples contratiempos que lo devolverían a los campos en mejor forma -todavía- y con más virtudes como jugador.
Contrastan esas sensaciones con las de -por ejemplo- Dan Carter, las ausencias del 10 neozelandés sumían a todo el orbe rugbístico planetario en profundas dudas sobre si volvería a ser un jugador aprovechable para Crusaders, All Blacks o Racing 92.
Mientras Wilko fichó por Toulon como un reto más durante su excelsa carrera, Carter fichó por Racing para convertirse en un jubilado de oro en Europa…
Richie McCaw fue siempre un sospechoso habitual; la carrera del histórico capitán neozelandés transcurrió siempre entre dos parámetros: el fuera de juego y la permanente connivencia arbitral. En ausencia de estos dos elementos estaríamos ante una carrera intrascendente y de nula relevancia a nivel internacional.
David Pocock -al contrario que Richie McCaw- nunca ha contado con el favor arbitral, nunca ha estado en fuera de juego, es un maestro en los puntos de encuentro, jamás recurre a maniobras arteras para obtener ventajas y jamás ha golpeado a un rival. El australiano es la némesis -en el campo- del 7 neozelandés.
En el puesto de 8 también resulta habitual ver muchos focos situados sobre Sergio Parisse, Louis Picamoles o Duane Vermeulen mientras jugadores como Kieran Read o Imanol Harinordoquy resultaban frecuentemente infravalorados en su desempeño.
A Joe Marler, Dylan Hartley, Tomas Lavanini, Eben Etzebeth o Frans Steyn les sentencian sus usos y costumbres dentro de la cancha. Se juzga el todo por la parte, se convierten en jugadores estigmatizados por sus acciones contundentes -antideportivas en algunos casos- y de los cuales no se puede esperar nada más que deslealtad al honorable e incorrupto código de honor del rugby. Los valores, ya se sabe.
De Chris Ashton, Owen Farrell, Yohann Huget o Mathieu Bastareaud no se puede reseñar nada ya que son jugadores que -estéticamente hablando- no han conseguido calar en el subconsciente de los que les juzgan. Da igual su rendimiento, los argumentos verdaderamente importantes son: lo exagerado de sus celebraciones, haber sido señalado como heredero de Wilkinson, lo desacertado del look o la constitución física… Ahí es donde se determina indefectiblemente su lejanía de las retinas de los observadores.
A Chris Robshaw le quedaban grandes demasiadas cosas: el 7 de Harlequins y de Inglaterra, la capitanía del XV de la Rosa… Ejemplo claro de sobrevaloración de un jugador. Sin embargo a Thierry Dusautoir o Sam Warburton se les ha valorado hasta el infinito el haber conseguido tener una exitosa carrera realizando siempre “el mismo partido” y poniendo en valor cada placaje como elemento diferencial que les hacía imprescindibles.
Asistimos en el último año a la eclosión de Maro Itoje como figura hiperbólica, se suceden los relatos hagiográficos (casi milagrosos) que ensalzan sus virtudes fuera de la cancha -similares a las de Jonny Wilkinson- y dentro del terreno de juego para convertirle en un jugador único. Jonny Gray no tiene el mismo reconocimiento popular que Maro Itoje- el escocés es unos meses más joven que el jugador de Saracens- su carrera en Glasgow Warriors y Escocia es más longeva que la de Itoje con su club y con la Rosa y su nivel de juego y relevancia nada tienen que envidiar (por no decir que los supera) a los del inglés…
Sobre gustos y opiniones no hay nada escrito.
¡Y no, no nos hemos olvidado de Sebastien Chabal!
* Javier Señaris es analista de rugby.
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