Cuando un tenista profesional pone un pie sobre la pista, su mente ya solo apunta hacia un solo objetivo: ganar. No importa de dónde vengas, ni cómo vengas, ni cuál sea tu nombre. Lo único que importará durante, aproximadamente, las próximas dos o tres horas será conseguir una victoria. Para llegar hasta ella existen múltiples caminos posibles, todos lícitos, tantos como estrategias, actitudes, habilidades o capacidades de adaptación puedan manejar los jugadores. Pero también existen factores ajenos que pueden influir en el desarrollo de la velada: la superficie, la climatología, tu estado de salud, tu situación personal, incluso la suerte. «¿La suerte? Ya estamos con pamplinas», murmurará el mismo tipo de siempre, generalmente oculto al final de la sala. «La suerte es la excusa a la que se aferran los malos perdedores«, te dirán otros, los incapaces de justificar una derrota con argumentos tangibles. Sin embargo, hay veces en los que todo se decide en un segundo, y para nada tiene que ver con que uno sea peor jugador que el otro, ni siquiera con que sea un mal perdedor. Un acción carente de interpretación unánime pero con un desenlace universal: uno sonríe y el otro suspira. La moneda, ya en el suelo, ha decidido la cara y la cruz. Y ya no hay vuelta atrás.
Rafael Nadal y Alexander Zverev se veían las caras en los octavos de final del Masters 1000 de Indian Wells hace un par de madrugadas. Un exnúmero uno del mundo contra alguien que dicen tiene todas las armas para ocupar ese lugar en un futuro a medio plazo. Se trataba de algo más que un duelo de cuarta ronda entre el número cinco del mundo y el número cincuenta y ocho. El balear llegaba de ganar a Muller y Verdasco con más dudas que certezas, mientras que el de Hamburgo venía montado en una nube de elogios tras sorprender a jugadores de tallaje alto como Dimitrov o Simon -con éste segundo cediendo apenas cuatro juegos-. Las masas tenían ganas de ver un cruce así, un miembro del ‘BigFour‘ midiéndose a un miembro de la #NextGen (así reza el eslogan de la ATP), o lo que es lo mismo, jugadores de la nueva generación -también clasificados como teenagers– llamados a ser las estrellas del futuro de este deporte. Nunca se habían enfrentado, y esto sumaba otra dosis de azúcar a una cita que ya se antojaba dulce.
El primer set fue una auténtica delicia para el espectador. El pequeño Zverev (hermano de Misha, también profesional y diez años mayor que él), exponía en California su mejor colección de golpes. No importaba que enfrente estuviera un catorce veces campeón de Grand Slam; el alemán se encuentra en una edad donde se tiene de todo menos vergüenza. Nadal, curtido en estos eventos desde hace trece temporadas, aguantaba las embestidas con sus clásicos efectos, sus carreras y ese poder intimidatorio que todavía desprende pese a las dificultades por las que pasa actualmente. El tie-break hizo justicia con lo visto en los doce juegos previos y el germano amarraba el primer parcial por 10-8. Tan bien lo había hecho el teutón que decidió no volver a jugar hasta la tercera manga. Así fue como el manacorense equilibró las fuerzas en el Indian Wells Tennis Garden con un sonrojante 6-0 que prorrogaba la batalla hasta el último asalto. Y allí, después de recibir aquel severo castigo, la bestia volvió a despertar. Alexander llegó a mandar 4-1 en el marcador, recuperando su carácter ofensivo, dominando desde el fondo de la pista y amarrando una ventaja inicial que ya no volvería a soltar hasta que Cedric Mourier cantara: «Match Point, Zverev». Entonces, ocurrió lo inevitable.
El marcador reflejaba 7-6(8), 0-6, 5-3 a favor del hamburgués, con 40-30 al servicio, una de sus principales fortalezas. Le hacía falta un punto para derrotar por primera vez a Rafael Nadal, para vencer por primera vez a un top10, para avanzar por primera vez a unos cuartos de final de un Masters 1000 o para ocupar -cómo no, por primera vez- un hueco entre los cincuenta mejores jugadores del planeta. ¿Qué pasó? Zverev impacta un gran saque abierto a lado de la ventaja a 210km/h (se puso nervioso), pero allí estaba uno de los mejores restadores del circuito. La pelota cae a media pista y el alemán se dispone a seguir trabajando el cierre de función. Derecha abierta para desplazar a su rival a la vez que da un pasito al frente para ir ganando terreno. El reloj marcaba 2h 19min de pelea, pero el balear no quería que el telón se bajara de aquella forma. No todavía. Nadal realiza un movimiento lateral automático para llegar a esa pelota con la única finalidad de que cruce la red. La bola sale a una distancia media/alta, sin llegar a ser un globo, hecho que atrae a Alexander un pasito más hacia la red y así preparar la volea ganadora, la que debía ser definitiva. El jugador está a dos metros de la cinta, ejecuta el golpe como tantas y tantas veces habría hecho en sus entrenamientos, pero aquella pelota se queda en la malla. Clic.
El público no podía creer lo que acaba de suceder. Después de gobernar durante más de dos horas con su servicio, desequilibrar con su derecha y enamorar con su revés, Zverev había fallado lo más fácil. Una volea alta, lenta, sin complicación, con su rival completamente vendido (aunque ésto nunca se puede decir tratándose de Rafa). «Oh my…», exclamó el comentarista. La realización enfocaba a su equipo de trabajo: tres personas, ninguna pestañea y todas coinciden en un mismo pensamiento: «¿Qué ha pasado?». Zverev agacha la cabeza, está abatido, se dirige al fondo de la cancha y en seguida levanta el rostro, busca reaccionar, que no se lo lleven los fantasmas. Pide tres pelotas, desecha dos rápidamente, pero ni siquiera la que se queda era la que buscaba. Esa bola se había quedado en la red hace escasos veinte segundos y jamás volvería a ser la misma, bajo ninguna circunstancia. El tren de las oportunidades había pasado por California y no encontró pasajero. Qué mala suerte.
«Llevo tres partidos perdiendo de manera consecutiva estando a muy pocos puntos de ganar, tanto en Australia y Buenos Aires como aquí… a veces un poquito de suerte viene bien aunque no creo en ella. La suerte normalmente la tiene el que lo hace mejor y supongo que no habré sido yo». Estas palabras salieron de la boca del propio Nadal después de caer ante Pablo Cuevas en semifinales del Open 500 de Río. Suerte. ¿Puede ser un motivo de peso para respaldar una victoria/derrota? No lo creo, pero no saben cuánto puede llegar a influir. El pasado miércoles, después de lograr su pase a los cuartos de final de Indian Wells, el balear expresó: «He tenido suerte de ganar el partido». Esta vez sí estuvo de su lado, pero no por arte de magia. Rafa peleó en todo momento, con el viento a favor y en contra, y supo esperar su momento. Sin aquel resto a un saque de 210km/h y sin devolver aquel drive envenenado (esto se llama talento), Zverev no hubiera tenido si quiera que acercarse a volear aquella bola. Una bola que golpeó en todos los morros a un tren que, sobre la campana, decidió modificar su ruta. Nadal sí que se subió a ese tren, después de perderlo tantas veces durante estos últimos meses.
Lo que le queda a Zverev, aparte del deseo de desaparecer después de su error, es una enseñanza para el resto de su carrera. Una jugada tan franca que la vida le hizo fallar para hacerle evolucionar. Después de aquella volea, el alemán no fue capaz de recuperar su mejor versión sobre el cemento, pero salió de California con un sobresaliente en la asignatura de Experimentación. Quizá, aunque la hubiese recuperado, no hubiera sido suficiente. Porque en el tenis concurren cientos de factores entre dos personas que buscan un mismo objetivo pero que solo uno acabará conquistando. Y en ocasiones, como en su partido ante Nadal, no ganó el que más lo mereció y sí el que mejor aprovechó sus oportunidades. El alemán jamás olvidará esa volea, y viene bien que no lo haga. En su próximo ejercicio ya no será el mismo Zverev, pese a que siga contando con 18 años. Y básicamente, en esto consiste el deporte: caer, mejorar y volverse a levantar. Incluso hacer frente a un elemento tan esotérico como la suerte. En este caso, la mala suerte.
* Fernando Murciego es periodista.
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