Es uno de los jugadores más carismáticos del circuito americano, a pesar de que apenas varía su expresión a lo largo de 18 hoyos. A Jason Dufner no parece molestarle cometer un bogey ni tampoco parece reaccionar cuando emboca un putt de ocho metros para birdie; simplemente, mantiene en todo momento las mismas rutinas y costumbres. Mueve el palo varias veces antes de comenzar el swing, como si estuviera hipnotizando al público dentro de sus lentos patrones, y son muy pocos los momentos en los que se le ha visto sacar el puño con rabia, demostrando que este juego le provoca algo más que diversión. “Es solo golf”, acostumbra a decir cuando las cosas no le salen como quiere.
La segunda jornada del PGA Championship transcurrió paralela a su nombre. El Oak Hill Country Club está mojado, muy húmedo tras las recientes lluvias. El campo que prepararon para este torneo no se parece ni mucho menos al que están asediando los mejores jugadores del mundo, inmersos en una carrera por ver quién acumula más aciertos. Graeme McDowell, antes de que comenzara el campeonato, declaró: “El que coja más greenes en regulación va a ganar, o por lo menos va a estar muy cerca”. Y no se equivocó. Cualquiera de los diez primeros clasificados demostró tener un gran control sobre sus fallos, manteniendo siempre la bola lejos de las largas hileras de robles que rodean las calles o el espeso rough que circunda las banderas. La clave para destacar en este diseño de Donald Ross es simple y al mismo tiempo compleja: hay que seguir una línea recta a lo largo del recorrido.
Ha sido la constante pugna que ha acompañado al golf a lo largo de toda su historia: la tendencia a desviarse. Ciertos profesionales han aprendido a jugar en una suerte de libre albedrío, encontrando un hueco entre las ramas o escapando de los peligros más inminentes con soltura. Es el caso de Phil Mickelson, Tom Watson o Seve Ballesteros, malabaristas en un deporte de precisión. Esta semana, ninguno tendría una opción de victoria recurriendo a sus costumbres. El venerable Oak Hill es un campo más similar a lo que pedían Ben Hogan o Jack Nicklaus: calle, green, putt. Un esquema sencillo que muy pocos son capaces de seguir durante cuatro vueltas. En ocasiones falla el movimiento, por muy productivo que sea; en otras, la cabeza.
Algunos de los participantes en el cuarto grande del año son grandes pegadores, otros destacan con el putter en las manos y unos pocos saben mover la bola fácilmente cuando más lo necesitan. Dufner, entre todos ellos, destaca por ser inteligente. Ha desarrollado un swing que repite con una facilidad insultante y, en sus mejores días, parece estar ejecutando el mismo golpe decenas de veces, en una sucesión infinita. “Creo que no tengo tanto talento como otros que están aquí”, ha declarado en ocasiones. “Para destacar necesito hacer cosas distintas. Tengo que ser más fuerte mentalmente. Tengo que entrenar más duro y de una forma inteligente. Tengo que aprovechar las ventajas que da el material de hoy día. Tengo que hacer cosas que otros no necesitan. Hay que ser sincero con uno mismo, y no es fácil”.
Sus palabras, pronunciadas hace algo más de un año, se ajustan perfectamente al discurso que demanda este recorrido. Jason salió en la segunda jornada tras haber firmado un 68 (menos dos) en la primera, con la intención de ser agresivo, pero sin meterse en demasiados problemas. En el hoyo 2, desde 144 metros, balanceó el palo hacia un lado y otro antes de pegar a la bola, que aterrizó pasada la bandera antes de volver hacia atrás y caer en el agujero. Fue el primer signo de lo que sería una vuelta espectacular. Birdies al 4 y al 5, al 11 y al 13. También al 16. Dufner no solo se creaba constantes oportunidades de birdie, sino que estaba rompiendo la tendencia que le había perseguido a lo largo de todo el año; estaba metiendo los putts. Con dos hoyos por jugar, no solo se encontraba en disposición de batir el récord de este campo, en manos de Hogan y Strange (64 impactos), sino que también tenía al alcance el superar la vuelta más baja que se ha conseguido nunca en uno de los grandes (63). Solo necesitaba uno más.
En el 17, su bola rozó el agujero, o más bien lo esquivó, quién sabe. En el 18, tenía un putt de tres metros y medio para dejar su nombre por encima de el de Tiger, Nicklaus, Norman, Miller o el de 18 otros grandes jugadores, igualados en uno de esos récords que se resisten a ceder al paso del tiempo. Dufner caminó tranquilo, impertérrito, aislado de las miles de personas que se congregaban en el último hoyo ansiosas por formar parte de la historia y decir algún día: “Yo estaba allí”. Ejecutó el mismo movimiento de siempre. Había leído bien el putt. Su bola se aproximó al agujero y se paró a medio metro.
Esa pequeña distancia, en el golf, vale lo mismo que un golpe de trescientos metros, y es la que separó a este jugador de Cleveland de registrar una vuelta imperecedera. “Es bonito ser parte de la historia”, declaró tras igualar el récord. “Pero sería incluso mejor ganar este campeonato”. Quizá lo dijo porque sabe que todavía queda la mitad por disputar o puede que se acordara de una semana del año 2011 en la que se le escapó el triunfo en esta misma prueba en un playoff contra Keegan Bradley. Recordemos, Dufner no es un talento en bruto, sino un jugador inteligente.
A dos golpes le abordarán el sábado Adam Scott, Matt Kuchar y Jim Furyk (menos siete). A tres están Justin Rose y Henrik Stenson (menos seis), mientras que a cuatro se han situado Robert Garrigus y Steve Stricker (menos cinco). A este ritmo de aciertos, Simpson, Kaymer, Hoffamn o Fraser, desde el menos cuatro, también tendrán tiempo y oportunidades suficientes como para superarle. Mientras tanto, Oak Hill ha sacado una bandera blanca rindiéndose ante la serena agresividad del líder.
* Enrique Soto es periodista.
– Foto: Charlie Neibergall (AP)
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