La rivalidad Estudiantes-Real Madrid viene de lejos; es tan vieja como el propio baloncesto español. La intención en este artículo es resumirla en diez partidos clave de los últimos 25 años, tal y como aparece, textualmente, en el libro Ganar es de horteras, sobre este cuarto de siglo del Estudiantes y la ACB. Disfruten, que hay para todos.
Aquel segundo partido de play-off fue el escenario de un cambio rumiado desde mucho antes: mi paso definitivo de niño aficionado al Real Madrid a sufridor del Estudiantes. El Madrid salió acelerado, como siempre, encabezado por un Corbalán que daba sus últimos coletazos. Enfrente, Vicente Gil y sus carreras enloquecidas. No había manera de parar los ataques y contraataques. El Madrid cogía cinco puntos de ventaja, luego los perdía, luego los recuperaba. Russell atacaba a Romay, atacaba a Branson, atacaba a Antonio Martín, hacía un doble rectificado y tiraba con efecto al tablero para anotar desde cualquier posición. En defensa, Pinone se fajaba con las torres blancas. Tanto él como Pedro Rodríguez estaban en los dos metros justos. Zarpazos y traseros.
A veces parecía que Russell se llevaba todos los focos para que Pinone pudiera hacer su trabajo. Era un americano distinto: fondón, medio calvo a sus veintipico años, cabreado todo el rato, levantando los brazos para que la gente animara aún más o abroncando al júnior precipitado de turno. Paco Garrido le dejaba los 40 minutos en la cancha y adelante, Bonaparte. Russell era la estrella; Pinone era el líder. Tras empates y desempates el partido acabó 93-93 con canasta de Del Corral. Yo no sabía que Del Corral, como los Martín, como el tal López-Rodríguez que lideraba las clasificaciones de triples convertidos cada año, había salido del equipo del Estudiantes que fuera subcampeón de liga en 1981.
Yo sabía que en aquel momento le odiaba.
Manolo Lama se dejaba la voz en las estrechas cabinas de radio. Martín Tello tomaba notas a toda velocidad. La prórroga terminó con empate a 99; la segunda prórroga, con empate a 103. Un veteranísimo Rafa Rullán pedía el balón para jugarse triples, pero sus compañeros no le veían. Enfrente, El chino Sanz tenía que tomar el mando de las operaciones. Crecí viendo a un equipo en el que Abel Amón y un tipo llamado El Chino eran ídolos de masas, ¿cómo pedirme que no acabara abrazando el grunge de ojos tristes y letras autodestructivas?
El calor del Magariños. El sudor del Magariños. La garganta del niño de 10 años rota por la histeria. Hare, hare; hare, Krisna; Krisna, Krisna; Krisna, Hare, Rama, Diantes; Estu, Krisna; ¡Estu Diantes, Estu Diantes! Mi tío no quería mirar el partido, entre prórroga y prórroga se sentaba y miraba el reloj, como si no se lo creyera. El juego se había convertido en una cosa personal. Todos sabíamos que el tercer partido iba a ser un paseo para los de Lolo Sáinz, pero no íbamos a rendirnos. Eso estaba fuera de cuestión. La grada gritaba “¡Somos el primer equipo de Madrid!” y juro que por entonces no lo entendía, que yo también pensaba que esas cosas se medían por títulos y victorias y no por la resistencia a la derrota. La bombonera de Serrano latiendo con los contraataques de Russell, el Madrid ya agotado, con todos sus veteranos en cancha mientras los chavales de amarillo seguían correteando como cervatillos de lado a lado de la cancha entre olés del público.
121-115. Tres prórrogas. Yo a lo mejor no sabía lo que quería pero se parecía bastante a eso. Por supuesto, al tercer partido mejor ni habernos presentado. ¿Qué más daba? Rabia y orgullo, eso era todo. A partir de ahí me quité un peso de encima. Mi tío abusó de la suerte e intentó hacer que me pasara al Atleti, pero eso sí que era demasiado.
Una tarde de domingo, precisamente con mi padre, mis abuelos y mi bisabuela, aún excitado por el partido de aquella mañana o del día anterior, bigote incipiente que no me atrevía a camuflar con agua oxigenada como mandaban los cánones, y en pleno previo de la jornada de fútbol –mi vida preadolescente era una sucesión de deportes y amores imposibles, en séptimo de EGB ya me había enamorado de media docena de chicas y había fracasado con todas– se confirmó la muerte de Fernando Martín en accidente de coche.
La gente se moría, aquello era toda una novedad, y no solo eso: se moría de la noche a la mañana, de las tres a las cuatro de la tarde. Mi primera reacción fue llamar a mi madre, que, por mi tono de voz, pensó que el que se estaba muriendo era yo. Martín era el enemigo, su desaparición era inconcebible. Además, era de la casa. Había salido del Ramiro, de La Nevera, del Magariños. Había hecho al Estudiantes subcampeón de España antes de cruzar la Castellana.
El siguiente partido, además, era el derbi. Jugábamos en casa. El respeto fue absoluto, toda la cantera del club formó en medio de la cancha durante el minuto de silencio. Era su 10, de acuerdo, pero también era nuestro 10. ¡Nosotros lo habíamos visto antes! El Madrid jugó con rabia. Aquel equipo ya había perdido a Petrovic en verano, declarado en rebeldía para chupar banquillo en Portland, y vagaba por la clasificación de la mano del errático George Karl, cambiando continuamente de americanos y sin un referente claro en la cancha más allá de los triples de Biriukov, esa pesadilla recurrente.
Aquel partido fue el mejor homenaje posible y nosotros lo vimos desde la tribuna baja de Fuente del Berro, nuestro hogar durante los siguientes años. Por fin, era un demente. Ya era oficial. Pasaba de aspirante a titular y desde la cercanía aquello no era tan excitante. Las voces se seguían perdiendo en un recinto tan amplio, los cánticos eran los mismos de siempre pero sonaban con menos entusiasmo, el éxito en la cancha hacía que, de alguna manera, la gente estuviera menos preocupada en saltar y dejarse la garganta… y más atenta al partido. El Madrid anotaba cerca del aro, nosotros lejos, muy lejos. Triples de Antúnez, de Herreros, de Winslow, de Montes, de Azofra… Aquello recordaba a las tres prórrogas de tres o cuatro años antes, con la diferencia de que esta vez no estábamos tan seguros de querer ganar la batalla.
Uno no va a un funeral en busca de bronca, así que ganaron ellos. Fue un homenaje impresionante, un derroche de talento pero, insisto, ganaron ellos porque necesitaban ganar de una manera que nosotros nunca hemos necesitado y al final se notó. Nos hundieron Fredericks, un americano temporero que se parecía a Grace Jones, y José Luis Llorente, repescado para la causa tras la retirada momentánea de Corbalán.
En el recuerdo, todo lo de aquel año salió bien, pero si se mira con atención, la temporada estuvo a punto de irse al garete varias veces. Por ejemplo, aquella canasta de Aísa en Milán recorriéndose todo el campo con el crono casi a cero y que valió un segundo puesto de grupo valiosísimo en los cruces. Por ejemplo, el partido previo a la Copa, contra el Barcelona, que perdimos 87-55, tercera derrota consecutiva de un equipo agotado y venido a menos.
O, sin ir más lejos, el partido de cuartos de final de esa misma Copa del Rey. Enfrente, el Madrid de Antúnez, con Ricky Brown de estrella, un jugador con una clase impresionante que había formado parte del mítico Caja de Ronda de finales de los 80. Como Azofra no estaba disponible y Ruiz-Paz ya se había ido del equipo, la responsabilidad de jugar de base le tocó a Juan Aísa, que era un escolta extraño, lo que en Estados Unidos llaman un combo guard, mezcla de director y tirador que destacaba, cómo no, en el contraataque.
Aquel partido estaba perdido a falta de un minuto, tan perdido que los jugadores del Madrid ya se abrazaban en la cancha antes de empezar a fallar tiros libres, perder un balón decisivo y ver cómo la cuña de su propia madera, el canterano Aísa, les metía un triple a falta de pocos segundos que ponía al Estudiantes dos puntos arriba. El último ataque fue un desastre en el que Llorente demostró sus carencias y nadie consiguió tirar a tiempo. El Estudiantes había vuelto.
Danko Cvjeticanin y Alberto Herreros se turnaban para meter un triple tras otro en la segunda mitad del quinto partido contra el Real Madrid. De nuevo, semifinales ACB. Temporada 1992/93. Aunque el Palacio de los Deportes fuera cancha común para los dos, el local ese día era el Madrid y a los de la Demencia nos dieron unas cuantas entradas arriba del todo, en una esquina, desde donde apenas se veía nada pero al menos te librabas de que un Ultra Sur viniera a tirarte bolas de acero, cosa más o menos común cuando las entradas eran de tribuna.
Tiempos de Ramón Mendoza, de “polaco el que no bote” y de navajas a la salida del metro de O’Donnell para amenazar a niños de catorce años con la bufanda equivocada.
A Cvjeticanin le llamábamos El Yeti porque era mucho más sencillo y ahorraba muchas discusiones fonéticas. Vivimos en un país en el que todavía no está nada claro cómo se pronuncia Clarence Seedorf y el pobre hombre parece que esté esperando a que nos pongamos de acuerdo para retirarse tranquilo. El Yeti había llegado a mitad de temporada. Aquel año permitían tres extranjeros pero solo dos en el campo, algo parecido a lo que pasaba en el fútbol y recordemos que, por entonces, extranjero quería decir extranjero. Es decir: nada de Ley Bosman, nada de comunitarios, nada de asimilados.
Cuando apareció, fichado de la Cibona de Zagreb, el nombre nos sonaba pero no podíamos imaginar que en pocos meses se confirmaría como uno de los mejores tiradores de la historia del club. Cvjeticanin había sido campeón de Europa en 1986 junto a Petrovic, destacando en aquella mítica final contra el Zalgiris de Sabonis, y había formado parte del combinado croata que ese mismo verano había conseguido la plata en Barcelona ante el Dream Team.
Así que ahí estaba de nuevo: Sabonis desarbolado, la defensa exterior del Real Madrid, con Isma Santos como perro de presa, haciendo aguas ante los dos escoltas estudiantiles. Triple de Cvjeticanin, triple de Vecina, triple de Cvjeticanin, triple de Herreros, que le da un golpe de rabia a la mesa de anotadores. Nunca nadie había remontado un 2-0 en un play-off de semifinales, recuerden, y el Estudiantes estaba a diez minutos de hacerlo, en cancha del máximo rival, ante la mirada de pánico de Clifford Luyk en el banquillo.
En aquel tercer anfiteatro nos abrazábamos como nos habíamos abrazado tantas veces en los anteriores dos años. Eran tiempos de gloria para el club, los mejores de su historia para muchos. Nos abrazábamos pensando que era imposible, que le estábamos remontando quince puntos al Madrid en su casa y que aquello no podía durar. Teníamos más razón que un santo: no duró. Sabonis mandó parar, Mark Simpson salió de su letargo, José Lasa, aquel diminuto base cerebral, le buscó las cosquillas a Azofra y la gravedad acabó triunfando, como siempre: 81-77, con 19 puntos y 10 rebotes de Sabas.
La estadística seguía triunfando sobre la voluntad, uno se acaba acostumbrando a esas cosas.
Nos tomó un tiempo recuperarnos y ser conscientes de lo que estaba pasando. Como la policía aún tardaría media hora en desalojarnos y meternos en los autobuses que nos llevaban a la Plaza de la República Argentina, como si fuéramos nosotros los del acero y el puñal, pudimos reaccionar a tiempo. Del “Que salgan los toreros” habitual, con los toreros saliendo, cabizbajos, para aplaudirnos a nosotros, ahí en lontananza, detrás de quince pancartas de Ojos del Tigre y Orgullo Vikingo, se pasó a un más definido Que salga Pinoso.
Era su último partido. La despedida del héroe. John Pinone había llegado al equipo en 1984 y la primera frase que le enseñaron fue “me cago en tu puta madre”, frase que inmediatamente soltó para saludar a un árbitro, con las consecuencias previsibles
A falta de cinco minutos, el marcador era 59-59. Intercambio de canastas, un gran triple de Alberto Angulo y 69-64 para el Madrid. No nos rendimos: Alfonso Reyes anota dos tiros libres y Gonzalo Martínez mete un triple sideral que empata a 69, nuestro número mágico. Queda una posesión y la maneja Djordjevic, que soba la bola hasta que decide entrar y el árbitro pita una falta muy dudosa, de las que solo se pitan a las grandes estrellas porque se las han ido ganando a lo largo de su carrera.
Sorprendentemente, Djordjevic solo mete uno de los dos tiros libres.
Quedan cinco segundos, la bola la tiene Aísa, que corre como si aquello fuera Milán y el Estudiantes estuviera jugándose el factor campo en la Liga Europea de 1992. Parece que no va a ningún lado, pero él corre y corre y lo intentan parar, llevándolo contra un lateral, hasta que, de repente, cuando todos mirábamos hacia otro lado, él ve a Chandler Thompson solo debajo de la canasta. Chandler Thompson, uno de los mejores saltarines de la historia de la ACB y varias veces campeón del concurso de mates. Cuando Chandler recibe la bola queda más de un segundo, tiempo suficiente para coger bien el balón, tomar impulso y machacar. No hay nadie cerca. Ese es el final del Madrid y es el final de Alberto Herreros, que se las tenía bien tiesas con Scariolo.
Thompson ve venir el pase, pero él no sabe cuánto tiempo queda. Lo sabe de una manera muy aproximada pero no exacta y la exactitud da y quita victorias. Antes de recibir la pelota ya está pensando qué va a hacer con ella y cómo hacerlo lo más rápido posible, intuye que quedan décimas, muy pocas, las justas para tocar el balón y mandarlo para arriba, para el tablero y la canasta segura. Es lo que hace, pero no consigue agarrar bien la pelota en pleno ataque de ansiedad y en vez de dejarla dulcemente en el aro termina haciendo un extraño rectificado.
Flipamos. En casa de mi tío Coque flipamos, todos incorporados, esperando como un golfista a que el putt entre para poder celebrar el título. En el Magariños, cientos de personas reunidas para ver el partido por pantalla gigante –el Madrid nos había negado las entradas que nos correspondían– preparaban los brazos para lanzarlos al aire. Calor de mediados de mayo en Madrid, el mes elegido de manera casi religiosa para acabar la temporada antes de tiempo, año tras año. En esas décimas pensamos en todo lo que está por venir: ganarle al Madrid en su casa mientras ellos celebran triunfos futboleros, remontar un 2-0 en unas semifinales de una puñetera vez, plantarnos en nuestra primera final ACB, soñar con un doblete Liga-Copa que jamás hubiéramos intuido cuatro años antes cuando se nos marchó media plantilla al gran rival.
Vengarnos. En una palabra. Vengarnos por los Fernando Martín, José Miguel Antúnez, Alberto Herreros, Juan Antonio Orenga. Por los Felipe Reyes, Carlos Suárez o Sergio Rodríguez del futuro. Por el propio Alfonso.
Chandler Thompson consigue lanzar dentro de tiempo. Un segundo antes de la bocina, de hecho. Es una bandeja. Algo complicada, de acuerdo, pero una bandeja. El balón toca el tablero, el crono se pone a cero, el aro acomoda la pelota, la mece, la calma… y después la escupe. 70-69, Real Madrid.
Se jugó un domingo por la mañana y yo no quise ni verlo. Me puse grabada la final de la Copa del 2000 y apagué el teléfono móvil para evitar mensajes deprimentes o exultantes. En mi televisión éramos los mejores y eso me bastaba. Aquel domingo por la mañana, todavía en la casa de mi abuela del barrio de Prosperidad, el Estudiantes volvía a levantar copas mientras Vandiver, Aísa, Robles, y Gonzalo ajusticiaban al Pamesa.
Lo que estuviera ocurriendo de verdad en el Saporta me daba igual. La realidad se la regalaba. Para ellos. Un buen hincha, un hincha de verdad, tiene que mostrar un desprecio infinito por la realidad, solo es un estorbo. Cuando calculé que el partido habría acabado, puse Telemadrid. No sé por qué pero nunca ganábamos nada en Telemadrid, como si lo hicieran a propósito. Escuchando a Indio Díaz, a veces uno podía llegar a creer que lo hacían a propósito.
Lo que vi fue al enloquecido de Patterson abrazarse con el grupúsculo de la Demencia en las gradas y un marcador inverosímil: 74-86. Esta vez Raúl López había cumplido, pero Garnett, máximo anotador de aquel play-off, Jiménez y el propio Andrea habían sido superiores. Incluso Gonzalo, que salía de una lesión, jugó unos cuantos minutos por los problemas de faltas de Azofra. Sería el último año de su primera etapa en el club, la primera vez desde 1990 que no habría un diminuto y renqueante Martínez Arroyo dirigiendo el juego. Adorábamos a Gonzalito, quizá no todo lo que se merecía, pero le adorábamos. A cambio, él jugaba muy por encima de unas rodillas que nunca le dejaron en paz.
Habíamos eliminado al Madrid. En su casa. En la casa de Herreros, ya camino de los 33 años. Eso era la leche. Aquella mañana hubo Delfines y visionado del partido con comentarios técnicos en casa de Coque –siempre lo hacíamos, en la victoria y en la derrota– y por supuesto llamada a Eva para restregar el triunfo. A saber perder aprendí desde muy pequeño; saber ganar me costó mucho más.
Si en el 2002 habíamos logrado la machada de eliminar al Madrid en cuartos, en el 2004 nos volvió a tocar contra el equipo blanco, entrenado por el argentino Lamas, pero esta vez con ventaja de campo y el mismo formato de partidos en canchas alternas.
Aquel Real Madrid era una barbaridad de equipo, que aun así tuvo que luchar para llegar a play-offs. Es difícil de entender qué demonios fallaba. Nosotros jugábamos con Vidaurreta, Patterson, Iturbe y compañía y ellos lo hacían con Bennett, Herreros, Fotsis, Mumbrú, Burke, Kambala… pero no funcionaba. No había manera. El primer partido lo ganaron en Vistalegre, recuperando el factor campo. Fue un encuentro vibrante que se decidió por dos puntos después de seis triples de Herreros, con lo que eso debe doler.
Pero no dolió. Sabíamos que les íbamos a ganar, e incluso fácil. El segundo partido, en el Saporta, acabó 70-95, con un Patterson que siempre se motivaba ante los blancos, ganándose poco a poco el respeto de la grada, aunque lo mismo le daba por seguir tocando el tablero cuando no debía o pasarle el balón a un árbitro. El tercero, en casa, 73-66, con 23 puntos de Loncar, que empezaba así una racha impresionante que marcó todas las eliminatorias de aquel año. Teníamos dos oportunidades para llegar a semifinaless y nos bastó con la primera.
Fue un partido idéntico a los dos anteriores: el Estudiantes era muy superior porque jugaba mejor al baloncesto y le ponía ganas. Los jugadores del Madrid estaban en un ataque de angustia constante, con el letón Kaspars Kambala al frente.
Kambala era una especie de Tanoka Beard en blanco. Parecía salido de cualquier película de James Bond o de Promesas del Este, de David Cronenberg. Estaba loco. Sigue estando loco, de hecho, y de vez en cuando aún asoma por algún periódico digital. En cualquier momento, la cabeza le hacía cloc y perdía los papeles. Le pasaba muy a menudo y eso hacía que sus compañeros estuvieran más pendientes de que no pegara a nadie que de pasarle el balón. Físicamente era una mula, y eso le servía para coger rebotes y anotar con cierta facilidad.
Durante el cuarto partido, y cuando la ventaja del Estudiantes ya era notable, Kambala la tomó con Felipe Reyes. Le brindó hachazo tras hachazo, el último con provocación e invitación a la pelea. Los separaron como pudieron. Alfonso miraba desde el banquillo del Madrid, los ojos inyectados en sangre: años antes, cuando su hermano pequeño hizo su debut en la ACB, Quique Andreu, ex jugador de CAI y Barça, le recibió con dos bloqueos de veterano, para marcar terreno. Alfonso saltó del banquillo, pasó por delante de Pepu, pidió él mismo el cambio y en cuanto entró a cancha le dijo a Andreu: “Ahora me vas a hacer esos bloqueos a mí”. Y se acabaron las novatadas.
Años más tarde, aunque jugara en el Madrid –“¡Pasa la mopa, Alfonso, pasa la mopa!”, le gritábamos para picarle porque no jugaba todo lo que su talento merecía–, el mayor de los Reyes estuvo a un paso de hacer lo mismo, apartar a Lamas, pedir el cambio y saltar a decirle a su propio compañero: “Ahora esa falta me la vas a hacer a mí”. Tipos como Alfonso te ganan el corazón estén en el equipo que estén.
Aquella fue la última victoria estudiantil en campo madridista y, de momento, supone un claro antes y después.
Al año siguiente, sin Felipe Reyes, el equipo tenía mala pinta, para qué negarlo. En su lugar llegó Rubén Garcés, un panameño que se empapó tan pronto de la cultura del club que empezó la temporada liándose a patadas de kung fu contra Alberto Herreros. Fue bastante lamentable. Loncar no arrancó como el año anterior, Sergio Rodríguez y Carlos Suárez aún eran dos críos, Iturbe había perdido el toque mágico y Jiménez y Jasen simplemente no podían estar a todo. Empezamos el año 2-6, batiendo récords y perdiendo con el Etosa Alicante en casa.
Curiosamente, fueron Loncar y Garcés los que se echaron el equipo a las espaldas y lo llevaron a play-offs devolviéndole la moneda al Real Madrid, con un 95-71 en Vistalegre que parecía imposible ante un rival que, rizando el rizo, no solo había incorporado a Felipe Reyes, sino a Boza Maljkovic, Louis Bullock, Mous Sonko, Axel Hervelle y al saltarín Gelabale. Todo en una sola temporada. En cuartos de final superamos al Barcelona por primera vez en nuestra historia con una exhibición de Jiménez, en la plenitud de su baloncesto con 29 años recién cumplidos.
Llegaba el Estudiantes con la soga al cuello, necesitado de una victoria imperiosa para tener opciones de salvar la categoría después de un año que había visto la vuelta de Pepu Hernández al banquillo y una retahíla de americanos que servían para muy poco. Era el último acto de una decadencia que ya estuvo a punto de ver al equipo en la LEB en el 2008, salvados ganando los tres últimos partidos, viaje masivo a León incluido.
El Madrid no se jugaba nada y se notó: a principios del segundo cuarto, entre Gabriel y Granger habían puesto al Estudiantes casi 20 puntos arriba. No sirvió para nada: volvieron los nervios, el colapso en ataque, una defensa penosa ante un equipo muy bueno como era el Madrid de Pablo Laso y la derrota final con Gabriel sangrando tras un codazo accidental de Mirotic que le mantuvo fuera del partido en los minutos decisivos.
En el 2008 conseguimos salvarnos en los tres últimos partidos. Algo parecido habría pasado en 2012 si los hubiéramos ganado. Solo ganamos uno y ante el otro descendido, el Valladolid. Nos la jugábamos en Manresa y allí volvió a no defender nadie, todos viendo como Gladyr metía un triple tras otro, Bullock se arrastraba por la cancha y Doellman dominaba la pintura a su antojo.
De haber ganado ese partido habríamos dependido de nosotros en la última jornada. De haber dependido de nosotros en esa última jornada, si todo se hubiera solucionado con una victoria por un punto, esa victoria habría llegado. Pero había que ganar por 13 puntos de diferencia y esperar otros resultados. Lógicamente, perdimos el partido.
No, esto no es la LEB. Al final no hubo LEB porque Alicante y Menorca no encontraron el dinero suficiente. Esto es la ACB y el Madrid la lidera con un juego muy entretenido, de velocidad constante y gran técnica individual. El Estudiantes lucha por meterse en la Copa del Rey, agarrarse al octavo lugar para volver por donde solía. Es el Estudiantes de Carl English, de Tariq Kirksay, de Lamont Barnes… de los jóvenes Jaime Fernández o Lucas Nogueira.
La mejoría con respecto al año pasado es palpable, pero, ¿bastará para ganarle al Madrid? No es lo probable, pero, ¿a quién le importa lo probable? ¿A quién le importa ganar, en cualquier caso? Con sacar a un par de chavales suficientemente buenos como para poder vendérselos en un par de temporadas y seguir reinvirtiendo en los equipos de alevín, infantil, cadete, júnior… puede que sea suficiente. Ganar es de horteras. Dejémosles a ellos las Cibeles y las cheerleaders del descanso.
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* Guillermo Ortiz es filósofo y escritor.
– Fotos: Archivo Fundación Estudiantes – EFE – Pablo García (Marca)
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