La Perestroika sobre un tablero de ajedrez

por el 3 diciembre, 2012 • 15:00

Fue un zugzwang histórico. Una muerte agónica de un tiempo y un estilo, de una forma de entender el mundo y el ajedrez, que contó incluso con alguna resurrección memorable. Guiños del destino de una época crepuscular que alumbró a dos reyes del tablero unidos por un zugzwang. Un movimiento devastador y silencioso a la vez, una situación en la que cualquier movimiento que realice un jugador significará empeorar su situación. Haga lo que haga dará un paso atrás, que no le supondrá la derrota directa, pero sí le acercará a ella. En ese abismo que marca siempre la derrota se dirimió la historia entre Anatoli Karpov y Gary Kasparov, posiblemente los dos más grandes maestros que jamás se hayan enfrentado sobre un tablero de ajedrez.

Nunca antes ni después, el ajedrez despertó tanto interés en el planeta.Y es que fue esta una rivalidad que saltó más allá del tablón blanquinegro para convertirse en una de las batallas más hermosas y exigentes de la historia del deporte. La doble K frente a frente transformó el ajedrez mientras dividía a un país que por aquel entonces era un continente. Karpov y Kasparov transformaron sus partidas en una cuestión política, en una reválida continua de dos generaciones enfrentadas. Esas dos miradas huidizas y desafiantes se odiaban tanto como se necesitaban.

Anatoli Yevgénevich Karpov nació en Zlatoust (Rusia), en el corazón de los montes Urales, en 1951, durante los últimos años del régimen de Stalin. Criado en el seno de una familia humilde, aprendió a jugar al ajedrez con cuatro años y pronto este se convirtió en la válvula de escape de su endeble físico. Algo que no terminaba de convencer a su madre, preocupada por su gran pasión –cuentan que llegó a arrebatarle las piezas y el tablero–, hasta que consiguió vencer al mejor ajedrecista de su pueblo.

12 años después, en 1963, nacía Garri Kimovich Veinshtéin en Baku (capital de la República Soviética de Azerbaiyán). Hijo de padre judío y madre armenia, el primer revés le llegó con apenas siete años. Tras la muerte de su padre, adoptó el apellido armenio de su madre, Kasparián, aunque en una versión rusificada, Kasparov. Desde ese día un nombre y un apellido quedaron ineludiblemente ligados a un tablero de ajedrez por el empeño materno de Clara, la madre de Gari, quien desde entonces se propuso convertir a su hijo en campeón del mundo de ajedrez.

Ambos, Karpov y Kasparov, fueron campeones prematuros cuando todavía eran Anatoli y Gari. Ambos ganaron torneos reservados a grandes maestros a muy temprana edad y se encontraron, no por casualidad, un lejano día de 1975 en Leningrado. Karpov (24) doblaba la edad a Kasparov (12) mientras disputaban una partida simultánea de exhibición. Para entonces Karpov ya se había hecho un nombre ganando a varios ex campeones mundiales, mientras que Kasparov era un jovenzuelo que puso en aprietos al futuro campeón del mundo. Gari desperdició una ventaja y terminó perdiendo, pero lo que ninguno de los dos sabía entonces es que acaba de nacer una rivalidad con mayúsculas.

Poco después de aquello, Anatoli Karpov se convirtió en la gran baza soviética para recuperar el cetro mundial del ajedrez. El maestro soviético ligó su nombre al gobierno, que vio en él un ejemplo para los jóvenes de su país, el héroe ruso con el que dar un nuevo golpe moral en la interminable Guerra Fría. En ese planeta bipolar que era también el ajedrez, el gran cerebro soviético se iba a enfrentar al prodigio americano, a Bobby Fischer, el defensor del título. Pero ese combate no se produjo. Fischer, atormentado, no se presentó y Karpov se proclamó por decreto campeón del mundo de ajedrez en 1975.

Su dominio se extendería nueve años más sobre el tablero, hasta que se reencontró con Gari, convertido ya en el Ogro de Bakú. Kasparov aspiraba con 21 años por primera vez al título mundial y el deporte comenzaba a delimitar las fronteras mucho antes de que lo hiciera la historia o la política.

A un lado de la mesa se sentaba el campeonísimo, Anatoli Karpov, un ruso de pura cepa capaz de comprender la esencia de cada posición del ajedrez, capaz de convertir una mínima ventaja con un trabajo artesanal, capaz, en definitiva, de sacar agua de una piedra. En la silla de enfrente, Gari Kasparov, el aspirante, un especialista del ataque en tromba que representaba las fuerzas de la naturaleza volcada sobre un tablero de ajedrez. La lucha entre el jugador alineado con el gobierno soviético contra el símbolo de la nueva era había comenzado.

Y arrancó de manera inmejorable para Karpov. Su primer duelo por el campeonato mundial se disputó el 10 de septiembre de 1984 en Moscú. En un sistema de juego sin precedentes, no contaban las tablas, no existían límites de partidas, ganaba el primero que alcanzara las seis victorias. La Sala de Columnas fue el lugar escogido para comenzar una historia de la que ya conocemos su preámbulo. Karpov arrasó tras 9 partidas y el marcador no pudo ser más contundente: 4-0. En la partida 27 alcanzó el 5-0 y en la 31 Kasparov estaba a punto de ser aniquilado.

Pero el Ogro de Bakú se rehizo y en la partida 32 puso el 5-1 en el marcador. Posteriormente, Kasparov reconoció que empezó ese campeonato con escasos conocimientos de los puntos débiles de su rival. No solo eso: su juego evolucionaba a lo largo de las partidas y Karpov no se percató de ese detalle. El torneo se alargó y se llegó hasta abril de 1985 gracias a la resistencia del azerí, que alcanzó las tres victorias. En ese momento Karpov dudó, ante un cansancio más psicológico que físico.

Con ambos contendientes enrocados en un callejón sin salida, el establishment ruso decidió actuar y presionó a la Federación Internacional de Ajedrez para que tomara una decisión. Su presidente, Florencio Campomanes, decidió cancelar el torneo un día antes de que se cumplieran seis meses desde su inicio y 48 partidas después. Afirmó que no deseaban convertir el torneo en una prueba de resistencia. A cambio, estalló el escándalo y las acusaciones transitabann de uno al otro lado del tablero.

El enfrentamiento se reanudó más de seis meses después, de nuevo en Moscú, pero esta vez en el Teatro Tchaikovsky. En esta segunda ocasión se optó por un sistema de juego clásico en el que ganaría el mejor a 24 partidas. El teatro estaba tan lleno como dividido, en una mezcolanza de rusos, armenios y azeríes donde la emoción y la tensión recorría desde la primera hasta la última fila del patio de butacas. Karpov, que jugaba con blancas, estaba más cerca de la victoria pero su perfil conservador y el tiempo le jugaron una mala pasada. Cuando descubrió su error ya era demasiado tarde.

Estamos en la partida número 16, después de 25 movimientos beligerantes y con muchas piezas sobre el tablero. Kasparov está a punto de acorralar a su contrincante y tal vez, ni siquiera él lo sabe. El zugzwang, ese movimiento paralizante y angustioso para el rival está a punto de producirse; un desplazamiento sencillo, un alfil que se mueve a D3 y la agonía lenta se inyecta vía intravenosa hasta condenar a Karpov a moverse en espacios cada vez más reducidos, ahogándose en sus propias jugadas. El maestro soviético termina claudicando en el movimiento 40, tras uno de los momentos más apasionantes de la historia del ajedrez. Kasparov, de 22 años de edad, se convierte en el campeón del mundo más joven de la historia. Es la alegría más grande de su vida, pero también algo más.

Ya tenían un símbolo, porque ese gesto espontáneo y directo, esos brazos levantados al aire no solo destilaron alegría y júbilo. Kasparov se convertía en la imagen del cambio, en el mejor embajador de la nueva URSS que entre bambalinas ya diseñaba Mijail Gorbachov. El nuevo secretario general del Partido Comunista había empezado a hablar de una reconstrucción o Perestroika y el recién proclamado campeón del mundo de ajedrez era asociado por muchos como la cara de ese tiempo nuevo.

Alguien definió una vez el ajedrez como un teatro, porque cabe la tragedia, el drama y la comedia. Bien lo sabía Campomanes, que se sacó de la manga una nueva norma por la que el antiguo campeón tenía derecho de revancha al año siguiente. No hubo tiempo de servir fría esa revancha y a pesar del espionaje que se desató entre la corte de expertos que acompañaban a ambos, Kasparov retuvo el título por tan solo una victoria de diferencia.

La Doble K volvió a verse las caras en la tierra de Unamuno, quien un día calificó al ajedrez como demasiado para ser arte y poco para ser ciencia. En Sevilla, en el otoño de 1987, el Teatro Lope de Vega vibraba con un deporte que jamás había despertado el más mínimo interés en España. Pero la Doble K podía con todo, hasta conseguir que más de 13 millones de espectadores se sentaran delante del televisor en nuestro país para ver ese deporte indescifrable. Aquel campeonato mundial quedaría marcado por una nueva gesta de Kasparov, quien llegó a la última partida a merced de Karpov. Pero al metódico jugador ruso se le volvió a escapar el triunfo entre los dedos. Gari lo había vuelto a hacer y la Perestroika avanzaba.

Hubo que esperar tres años para ver el siguiente careo entre los dos ases del este, que no soviéticos, ya que Kasparov se negó a jugar ese torneo bajo la bandera de la URSS. Era una demostración de los nuevos tiempos, un escenario en el que se contraponían la nueva Rusia emergente frente a la vieja escuela soviética. Y la reconstrucción seguía adelante porque Kasparov se alzaba con el triunfo en la última pelea de ambos por el cetro mundial. En un deporte en el que los ordenadores no eran capaces de desentrañar como lo hacía el intelecto humano, aquello fueron peleas tan duras como las de Frazier o Ali con los puños o las de Mozart y Salieri con los compases.

Una vez más, Karpov dio la cara hasta el final para perder por un solo punto de diferencia. Fue esta una constante en sus batallas, a pesar de que salvo en el torneo aplazado, Karpov nunca terminó por delante de Kasparov. Lo curioso, por tanto, sucede al comprobar el global. En las 144 partidas de los campeonatos mundiales solo hay dos puntos de ventaja de Kasparov sobre Karpov.

Una renta exigua, un movimiento que cambia un torneo, una revancha que vale una vida. Karpov la tuvo a los 43 años en el Torneo Internacional de Linares en 1994. Allí firmó una de las mejores actuaciones de la historia, en la edición con mejor participación, en el llamado Wimbledon del ajedrez. Superó a Kasparov por dos puntos y medio, restañó su orgullo de campeón y con esa hazaña demostró también su etiqueta de genio.

Sus partidas continuaron en el tablero de la vida donde Karpov ocupa su tiempo como catedrático de economía de la Universidad de Moscú y tiene una actividad política más relajada que Kasparov. Este, desencantado con el rumbo que tomó el gobierno de Putin, se convirtió en un feroz opositor. El jaque mate lo evitó por poco en 2007 tras ser encarcelado 5 días. Fue entonces cuando Gari descubrió que el odio se quedó sobre el tablero. Anatoli Karpov fue uno de los que acudió a visitarlo en la cárcel para mostrarle su apoyo humano y quien sabe si para recordar aquellos días en los que dibujaban obras de arte, a lomos de sus caballos, blancos y negros desde un tablero de ajedrez.

* Emmanuel Ramiro es periodista.

– Fotos: FIDE – ITAR-TASS – Bongarts




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