Cuando éramos unos niños y nos juntábamos varios para jugar, ya fuera en la cancha del colegio o en una plaza o jardín, o en cualquier lugar en el que dos mochilas, dos chaquetas o dos árboles pudieran hacer de porterías, siempre había un chaval que tenía el poder sobre el resto de los jóvenes jugadores. Ese chico era el poseedor del único elemento fundamental para que la pachanga pudiera tener lugar: la pelota. Todos los demás componentes tenían una importancia relativa, como la estabilidad del terreno, el número y paridad de participantes y los viandantes que esquivaban (o no) los lanzamientos algo desviados.
El partido comenzaba y tenías que tratar de jugar mejor o tener más suerte que el rival para llevarte a casa la satisfacción de un triunfo y una golosina con una Coca Cola como trofeo. Pero durante el tiempo que durara el choque, debías tener cuidado de no molestar demasiado a ese chico que había traído el balón en una mochila, en una bolsa o dándole patadas. Si le hacías una entrada algo fuerte, podía cabrearse, coger el esférico y poner punto final a la tarde futbolística. Él era el único que tenía derecho a pasar el balón en contadas ocasiones, porque si le gritabas y le decías eso de “¡estaba solo!”, podía no volver a invitarte a jugar.
Sebastian Giovinco aprendió a jugar al fútbol en las calles de Turín. Ahora, muchos años después, ha regresado a la que siempre ha sido su casa después de dos temporadas maravillosas en Parma que lo confirmaron como el más digno heredero del ‘10’ que irremediablemente había dejado Alessandro del Piero. El juego de Giovinco es muy de la calle: fugaz, habilidoso, capaz de regatear y disparar en muy poco espacio con precisión milimétrica.
Durante el pasado curso, el mejor año de su carrera, Giovinco jugaba los partidos al estilo del chaval que llegaba a la plaza y se unía en torno al líder, el del balón, al que servían de innumerables balones en boca de gol para mantenerlo contento y con ganas de seguir jugando. Esa forma de jugar le permitió ser el máximo asistente de toda la Serie A, con 16 pases a sus compañeros gialloblu que acabaron en las redes. De hecho, demostraba de esta manera haber adquirido una gran madurez con la que lo más importante para él no era ya marcar goles sino también darlos.
Pero la vuelta a casa le ha cambiado. Además de no haber cogido el ‘10’, se ha convertido en ese chaval temido y respetado por todos los integrantes de la pachanga. En este inicio de temporada, Giovinco ha dejado de buscar a sus semejantes continuamente para tratar de encontrar la portería rival desde cualquier posición, con cualquier pierna y en cualquier momento. El reciente partido contra la Fiorentina fue un ejemplo bien claro. Disparó varias veces, siempre fuera del área, en situaciones en las que tenía mejores opciones o, al menos, otra solución que le permitía seguir conservando el balón.
Ningún tiro suyo causó aprieto alguno al florentino Emiliano Viviano, que vivió posiblemente la noche más tranquila desde que regresó a Florencia. Giovinco fue el que llevó el balón para que se jugara en el Artemio Franchi. Nadie de su equipo podía decirle que la pasara, que estaba solo, porque de haberlo hecho, seguramente Giovinco hubiera cogido la pelota y se habría ido refunfuñando a Turín.
* Jesús Garrido es periodista. En Twitter: @jgarridog7
– Fotos: Maurizio Degl’innocenti (EFE)
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