La obsolescencia del dibujo

por el 20 febrero, 2012 • 20:13

La crónica periodística descansa sobre la alineación. Se desgrana el relato de los hechos con arreglo a los onces y sus nombres y a la disposición espacial de los jugadores. Es un remanente de la táctica bélica: tantos hombres y en tal sitio, ese allí, este aquí. Se discute sobre el dibujo como quien expone su versión del crimen o como quien se explaya sobre su idea de mundo. Se asegura que el equipo sí funcionará si se acaba de una vez con el maldito doble pivote o se asevera que la presencia de extremos no sale a cuenta y está trasnochada. El juego de los nombres y las posiciones es la comidilla de turno para el país de los 45 millones de seleccionadores y de jueces facultados. A gusto nos echaríamos el fusil a la cara para defender las bondades del 4-4-2 o del portero-delantero si hace falta.

La excepcionalidad de algunos entrenadores, no obstante, ha propiciado la relatividad de la disposición táctica. Manejan varios esquemas y diferentes variantes de una misma idea de fútbol. La adaptabilidad de Mourinho es un ejemplo, usuario de un estilo escrupulosamente pragmático durante su carrera. La excepcionalidad del Barcelona de Guardiola ha llevado el asunto más allá y simplemente ha dejado el dibujo como un concepto desfasado. Las certezas del esquema del Barça ya apenas resisten, ni siquiera, el concurso seguro de los dos centrales ni del pivote defensivo puro. La disposición nómada y polivalente de las piezas ha sido la última y más radical invención guardiolista para actualizar un equipo que, de permanecer tal cual, agotaría su capacidad ganadora frente a unos rivales que cada vez hacen mejor los deberes. El Barça sobrevive a base de mutaciones incansables y, en realidad, ha sido así a lo largo de su historia reciente.

Del 3-4-3 que, contra incrédulos, levantó Cruyff a finales de los 80, vino una versión Rijkaard algo perfeccionada -sobre todo defensivamente- y ya adherida a la hegemónica defensa de cuatro. Guardiola la heredó casi tal cual y con ella triunfó en su primera temporada, añadiendo intenso trabajo táctico y estratégico. El lujoso cambio de cromos entre Eto’o e Ibrahimovic rubricó el sueño del técnico de Santpedor de jugar con un delantero-isla que canalizara el juego de espaldas. Descubierto al sueco como solista en lugar de como hombre orquesta, según los términos de Sacchi, vino la mágica invención de Messi como falso 9, sublimada en el Bernabéu. Aún era imposible saber, en ese momento, que acababa de darse con una tecla de increíbles y polifónicas posibilidades. La liberación de las posiciones clásicas llevaría el juego de asociación hasta el paroxismo.

Porque, ¿de qué juega Messi? ¿De qué juega Cesc, o Thiago? ¿De qué se supone que juega Iniesta, que tan pronto hace magia en la diagonal del 11 como aparece eléctrico en la salida de balón del volante central? No es una mera cuestión de centrocampistas que se incorporan al ataque viniendo de segunda línea, como ha sido el caso de Xavi o Keita, sino de todocampistas de asociación, corredores de balance arriba y abajo con inteligencia posicional y capacidad atacante. El mediocampismo total -quizá el máximo exponente del modelo Masia- ha desdibujado el esquema hasta el punto de que las infografías iniciales de los partidos, la ilustración de los onces, sean un boceto teórico cada vez más inservible y engañoso.

No es una mera cuestión de permutas. Cuando se observa a Messi agarrar la pelota en tres cuartos de cancha, pasar jugadores como un vallista y levantar la cabeza repartiendo juego se toma plena conciencia de lo escurridizo del esquema del Barça. Cuando se reconoce a Messi, de repente, como un base de baloncesto, acechando el balcón del área con la mirada erguida buscando la mejor opción de pase, queda de manifiesto que hay algo profundamente revolucionario en el Barcelona, una vocación de búsqueda y metamorfosis que ha dejado obsoletos los esquemas tradicionales del juego posicional. No se antoja una vocación innovadora de Guardiola sino, más bien, un modo de supervivencia ante la parálisis y el aburrimiento. La pizarra culé es una quimera para los rivales y un virus susceptible de infinitas mutaciones que garanticen su pervivencia. El Barça parece testarudo en su idea pero tan inefable como su talento.

Al fin, fuera de los roles del especialista vertical –Alexis, Pedro, Cuenca, Tello- y del pelotero no parece haber vida para nadie, ni siquiera para alguien, en tierra de nadie, de la talla de David Villa.

 

* Carlos Zúmer es periodista. En Twitter: @CarlosZumer




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