Con los jugadores de ambos equipos fundidos tras dos horas de tremendo desgaste físico, los penaltis como telón de fondo y la prórroga agonizando, un balón volcado a la derecha que llegaba botando a cuarenta metros del marco de Seaman lo empaló Nayim, mandándolo en parábola al cielo de París, donde la Virgen del Pilar se encargó de envenenarlo para hacer campeón al Zaragoza. Ante el golazo que acababan de presenciar, el estallido de la grada inundada de seguidores blanquillos hizo retumbar el estadio del Parque de los Príncipes parisino, marco incomparable donde el Real Zaragoza celebraba su primera corona europea aquel 10 de mayo de 1995.
La comunión entre equipo y afición fue brutal, un idilio que mantuvieron desde que a mediados de la temporada 1990/91 Víctor Fernández, con apenas 30 años de edad, tomase las riendas de un equipo en decadencia. El técnico aragonés, que había sido el segundo de Radomir Antic los dos años anteriores, salvó del descenso al equipo maño tras una eliminatoria de promoción a cara de perro ante el Murcia que se resolvió en La Romareda –tras empatar a cero en La Condomina donde el meta Cedrún se erigió como héroe– con un aplastante 5-2 que dejaba al equipo en Primera. A partir de ahí, el equipo no dejó de crecer. Al año siguiente el equipo maño se clasificó para disputar la Copa de la UEFA al acabar sexto en la Liga, y en la temporada 92-93 cayó en la final de la Copa del Rey disputada en Mestalla ante el Real Madrid por 2-0. El Real Zaragoza se había ganado la simpatía de los aficionados de todos los equipos ante todo por el juego ofensivo y descarado que proponía el equipo de Víctor Fernández (admirador confeso del fútbol de Cruyff) que irrumpía como entrenador de moda en el fútbol español por su juventud y atrevida filosofía de fútbol.
En el verano de 1993, con el equipo cuajado y logrando retener a todas sus piezas clave, aterrizaba en Zaragoza procedente del Real Madrid la que iba a ser la guinda a un equipo de ensueño. A pesar de llegar cedido, el delantero argentino Juan Eduardo Esnáider llegaba para quedarse. Su llegada iba a suponer el salto de calidad definitivo para que el equipo luchara por objetivos más ambiciosos, y el Zaragoza iba a firmar una temporada redonda. En la Liga finalizaron terceros por delante del Real Madrid, logrando la segunda mejor clasificación de toda su historia, solo superado por el segundo puesto de los zaraguayos de mediados de los años 70, quedando para el recuerdo las goleadas en La Romareda ante F. C. Barcelona (6-3) y Real Madrid (4-1). Mientras, en la Copa del Rey iba a comenzar un sueño que culminaría en París al año siguiente.
Tras dejar en el camino entre otros a Athletic Club, Osasuna, Sevilla o el sorprendente Betis –equipo de 2ª División por aquel entonces– en semifinales, el Zaragoza se plantaba por segundo año consecutivo en la final de la Copa del Rey –esta vez se disputaba en el estadio Vicente Calderón– con ganas de desquitarse de la derrota del año anterior. El rival ahora era el Celta de Vigo, que contaba en sus filas por aquel entonces con un jovencísimo Santi Cañizares, mientras que en el equipo maño Esnáider era baja por sanción. Los porteros –tanto Cañete como Cedrún– fueron los auténticos protagonistas, y el encuentro concluyó sin goles tanto en el tiempo reglamentario como en la prórroga. Los penaltis decidieron, y tras detener Cedrún el quinto lanzamiento de Alejo, Higuera le quitó las telarañas a la escuadra para llevar la Copa a Zaragoza y clasificar al equipo para la Recopa de Europa.
La ciudad rebosaba ilusión consciente del reto que suponía jugar en Europa la siguiente temporada. El club adquirió a Esnáider en propiedad, mantuvo el bloque, y la masa social de aficionados pasó de 13.000 a 24.500 de un año a otro. La euforia ya no se podía controlar. Terminaba 1994 con el Zaragoza colíder en la jornada 16 junto al Real Madrid –que acabaría proclamándose campeón–, como equipo que más puntos había logrado –junto a Barça y Depor– en el año natural y con una imbatibilidad en La Romareda que ya sobrepasaba los 14 meses. Mientras, en marzo esperaba el Feyenoord de Rotterdam en cuartos de final de la Recopa, pero esta competición eran palabras mayores. O eso parecía.
Sin embargo, 1995 comenzaba de la peor manera. El bache en la Liga le apeaba de la lucha por el título y la sorprendente eliminación en octavos de Copa del Rey frente al Albacete dejaba la Recopa como prioridad máxima donde concentrar los esfuerzos hasta final de temporada.
El 2 de marzo, un Zaragoza en horas bajas visitaba De Kuip para disputar el partido de ida ante el Feyenoord en busca del billete para semifinales de la Recopa. El encuentro fue un asedio constante del Zaragoza, que parecía el equipo local, sobre el marco de Ed de Goey (suplente de Van der Sar en la selección holandesa), que hizo el partido de su vida. Ni el partidazo de Gustavo Poyet, ni las once ocasiones de gol fueron suficientes ante la exhibición de paradas del meta holandés. Para colmo, una jugada aislada caía en los pies del eterno Henrik Larsson (entonces con finas trenzas y pelo largo) para dar la victoria a los holandeses y obligar al equipo maño a levantar el 1-0 en La Romareda dos semanas más tarde. El palo fue durísimo, pero la nota positiva fue que el equipo había recuperado el buen juego que había perdido en los últimos meses, y que jugando de la misma forma lo normal es que la victoria no se escapase. Y así fue. La Romareda se vistió de gala en busca de la remontada y el partido transcurrió de la misma manera que en Holanda: el Zaragoza era un martillo pilón mientras el Feyernoord se dedicaba a detener el juego las máximas veces posibles a base de patadas y el portero De Goey seguía ejerciendo de héroe. Así, hasta que en el minuto 59 un zurdazo de Pardeza primero y un escorzo imposible de Esnáider doce minutos después derribaban el muro holandés y culminaban la remontada que ponía al Zaragoza a un paso de la final de París.
El Chelsea era el último obstáculo y el encuentro de ida esta vez se iba a disputar en La Romareda. Mientras en Inglaterra se frotaban las manos con un posible derbi londinense en la final entre Chelsea y Arsenal (sobre el que ya había acuerdo en que si se llegaba a dar la sede donde se disputaría sería Wembley y no el Parque de los Príncipes), en la capital maña reinaba el optimismo y se confiaba en que el juego ofensivo de toque de los de Víctor Fernández se impusiera al fútbol físico de los blues.
No hubo color. El Zaragoza borró del campo al Chelsea en uno de los mejores partidos de la historia del equipo llevándose un 3-0 a Londres que invitaba al optimismo. Las imágenes del partido fueron imborrables, tanto los goles de Pardeza y Esnáider (2) como las cargas policiales frente a la hinchada inglesa que, a pesar de haberse comportado correctamente durante el día, rabiosa por la derrota, se dedicó a arrancar sillas del estadio y a arrojarlas al campo.
La vuelta en Stamford Bridge no fue ni mucho menos un trámite. Un golazo de Santi Aragón al inicio de la segunda mitad igualaba el gol de Furlong, obligaba a meter tres goles más al Chelsea y ponía al Zaragoza a las puertas de la final. Los goles de Sinclair y Stein a cuatro minutos del final pusieron el 3-1 en el marcador e hicieron sufrir de lo lindo a los aragoneses, pero con el pitido final parte de la afición que se había desplazado a Londres para apoyar al equipo estalló de júbilo y la ciudad de Zaragoza se echó a la calle para celebrarlo al grito de “¡Sí, sí, sí, nos vamos a París!”. Al poco tiempo llegó la noticia de que el Arsenal, que se había deshecho de la Sampdoria, sería el rival en la final.
El equipo de Víctor Fernández iba a intentar emular la gesta de conseguir un título europeo que sólo el Zaragoza de los Cinco Magníficos había conseguido. La principal novedad en el Real Zaragoza estaba en la portería, ya que Juanmi –titular en las semifinales– con problemas físicos se autodescartó en el entreno de la víspera del partido y su lugar lo iba a ocupar Cedrún, mientras que Belman sería el portero suplente. Había dudas en ambos equipos. Entre los maños era una incógnita saber cómo iba a responder el equipo ante un evento como este, mientras que el Arsenal tenía a la Recopa como clavo ardiendo al que agarrarse para salvar una temporada lamentable que iba a acabar sin títulos y fuera de competiciones europeas.
El Zaragoza presentó el once que ya recitaban de memoria todos los aficionados, con Cedrún en portería, Aguado y Cáceres como pareja de centrales, Belsué y Solana en los laterales, Aragón de mediocentro con Poyet y Nayim como volantes, y un tridente arriba formado por Pardeza, Higuera y Esnáider. En el once del Arsenal, muy físico y de escaso nivel técnico, destacaban el meta de la selección inglesa David Seaman, el incombustible central y capitán Tony Adams y su máxima estrella, el delantero inglés Ian Wright, que hasta la final había marcado en todos los partidos de la Recopa.
El encuentro transcurrió como se preveía, un choque de estilos antagónicos entre un entrenador con una apuesta valiente netamente ofensiva y otro que apostaba por el fútbol directo, físico y especulador. En la primera parte la intensidad del equipo británico llevó el partido a donde le convenía y el Zaragoza, amilanado, no lograba encontrar su juego. El signo del encuentro cambió tras el descanso. El equipo maño se adueñó del balón y comenzó a combinar como acostumbraba y a generar ocasiones que desbarató Seaman, primero en un disparo a bocajarro tras una jugada increíble de Pardeza, y después providencial en un mano a mano ante el Paquete Higuera. El Arsenal solo tenía oportunidad en jugadas aisladas; en una de ellas, la más clara del partido, Belsué, con Cedrún batido, sacó de cabeza bajo la línea un remate del pelirrojo John Hartson. Cuando más bonito estaba el partido le cayó un balón prolongado por Poyet a Esnáider, que tras controlar empalmó a la media vuelta destrozando la escuadra de la portería de un Seaman que solo pudo hacer la estatua ante semejante obra de arte. La alegría apenas duró ocho minutos. Los ingleses, combativos como siempre, no se rindieron y, en un remate desde dentro del área, Hartson igualaba la final. Un escandaloso penalti cometido sobre Pardeza que el árbitro pasó por alto incomprensiblemente dio paso a una prórroga que se antojaba impronosticable. El Zaragoza, más entero que el Arsenal, la dominó. Curiosamente, Santi Aragón intentó sin suerte lo que Nayim minutos más tarde conseguiría, probando a sorprender a Seaman con un disparo desde casi el centro del campo. La última ocasión la tendría Aguado con un remate de cabeza que salvaron entre Seaman y el poste.
Y cuando los 17.000 aficionados maños desplazados a París se resignaban a tener que jugarse el título en la tanda de penaltis, llegó la apoteosis. Jugadores y técnicos corrieron enloquecidos a buscar a Nayim para tirarlo al suelo formando la piña que había sido ese equipo durante todo aquel tiempo. Seguramente el gol más increíble de la historia de las finales europeas. El capitán, Miguel Pardeza, alzaba la Recopa al cielo de París, incapaz de imaginarse el recibimiento que le esperaba a su llegada a Zaragoza. La Plaza del Pilar, abarrotada por 150.000 hinchas zaragocistas inundados de alegría, mostraba cómo el juego valiente de un equipo irrepetible podía hacer sentirse orgullosa a una ciudad entera.
* Alberto Egea.
©2024 Blog fútbol. Blog deporte | Análisis deportivo. Análisis fútbol
Aviso legal