Voy a ser sincero, no es esta la crónica que deseaba contar. Sí la que esperaba escribir. A estas alturas de la película, y con los mejores actores en la escena, uno sueña con que el guión tome un giro de última hora en pleno rodaje y que las quinielas se desvanezcan en el aire, pero una vez terminada la función, se da cuenta de que de cien veces que se hubiera proyectado la obra, quizá una hubiese tenido un desenlace diferente. Es complicado esperar sorpresas cuando se contrata al mejor intérprete posible, ese que nunca falla. Una vez más, el baúl de sentimientos quedó atrapado bajo la llave de la razón y la diferencia de edad deshizo el empate entre dos magníficos artistas. Cientos de datos y estadísticas de longevidad que se quedaron al borde de la ejecución, inhabilitados por las altas autoridades de la ATP, esas que maneja con mano izquierda un balcánico de nombre Novak Djokovic. Tres años después de su última conquista, el torneo más prestigioso del mundo le volvió a dar la espalda a Roger Federer. Wimbledon ya ha aprendido a vivir sin su dueño.
Había pasado un año exacto y era inevitable hacer comparaciones con aquel duelo de 2014, pero no, ni aun resultando el mismo campeón. Ambas finales tuvieron las mismas similitudes que un saque de Karlovic y otro de Tatsuma Ito –un saludo a los japonenes que son maravillosos–. Recuerdo a Djokovic llegando derrotado el curso pasado, tras perder tres finales consecutivas de Grand Slam y, pese a ello, a un triunfo de volver al número uno del mundo. Enfrente aparecía Federer, con el fantasma de Stakhovsky espantado para siempre y regresando dos años después a la final de un grande. Esperábamos igualdad y la hubo. Esperábamos lucha y nos la dieron. ¿Esperábamos victoria de Novak? Pasapalabra. Doce meses después, la reedición de aquel partido nos pintaba a un serbio en plan ganalotodo –a excepción de Roland Garros– y a un suizo intransigente con quien se pusiera por delante. Hasta que se puso él. Sí, el mismo que el último verano. El mismo que volvería a convertir la oportunidad en decepción.
Si me preguntaran qué fue lo que mejor hizo Federer hasta llegar a la final, no tardaría ni un segundo en responder: sacar. Pero luego, cinco segundos después, reflexionaría y cambiaría mi respuesta por esta otra: restar. Sea en ataque o en defensa, el helvético nos brindó verdaderas exhibiciones sobre cómo comportarse desde la línea de servicio, ya sea conectando un saque directo o contragolpeando un misil a los pies de su rival. Tal fue el rendimiento de estos dos parámetros que terminaron bloqueándose por agotamiento en el momento menos indicado. ¡Pum! Desaparecieron, se esfumaron, y con ellos toda la magia que el suizo había repartido en los catorce días previos. Roger era la cenicienta y aquella final representaba la última campanada. “Se acabó la magia”, que diría el cuento. No encuentro mejor analogía para describir las claves de una cita donde el buen tenis brilló por su ausencia (7-6, 6-7, 6-4, 6-3). Pese a todo, hubieron oportunidades para hacer algo más, siempre las hay. Puertas abiertas que se quedaron sin cruzar y sueños de verano que se quedaron por cumplir. En el tenis puedes errar en muchos aspectos, pero nunca en la determinación. No en Wimbledon. No ante Djokovic.
Y se fue. Igual que vino, se fue. Se hace llamar “la última oportunidad” y hace acto de presencia cada vez que Federer alcanza la final de un Grand Slam. Ya ocurrió en 2014 cuando todos pensamos que sería el último tren. Cosas del destino, ese mismo tren decidió volver a pasar, en el mismo andén, frente al mismo pasajero… con el mismo resultado. Estoy seguro de que no fue por ganas de subirse, lo que sí sé es que pasa el tiempo y cada vez cuesta más imaginarse el viaje. “Sigo con hambre, lo seguiré intentando, volveré el próximo año”, fueron las palabras del suizo en la entrega de trofeos de 2014, repetidas de manera literal hace apenas unos días. “El camino será largo hasta volver a una final como esta, por eso la derrota duele más”, el desconsuelo por dejar escapar un título, la angustia de pensar que ha podido ser el último. Son aguas difíciles de tripular para alguien acostumbrado a la gloria, aunque en el caso del basiliense, parece que bien llevadas. Dudo que volvamos a ver aquellas lágrimas tortuosas de Australia 2009, pero tampoco las de cuatro meses después, en Roland Garros. Se va lo malo y también lo bueno, la moneda completa.
Pero claro, ¿cómo no emocionarse? Ves a Federer, disputando el título en Wimbledon, con 33 años, habiendo cedido un set en seis partidos y aplastando al número tres del mundo en semifinales… una lista de alicientes que hace que se te olvide que al otro lado de la red estará Novak Djokovic, finalista en los tres Grand Slams de la temporada y en los cuatro Masters 1000 que ha disputado. Campeón en Australia, herido en París y resucitado en Londres, donde llegó sin ningún partido sobre hierba en sus rodillas. Dos participaciones con Becker en su equipo, dos títulos, suficiente para igualar al alemán con tres coronas en el All England Club. La era de Nole sigue su curso y el serbio ya sobrepasa los 80 millones de dólares en premios obtenidos, segundo jugador en la historia en conseguirlo. Las previas del domingo hablaron muy poco de todos estos datos y mucho de la mística que rodea al suizo cada vez que pisa La Catedral. Nosotros mismos nos engañamos y nosotros mismos despertamos del sueño. Un sueño que, pese a su conclusión amarga, mantiene vivo este deporte cada vez más rutinario.
No es justo, el tenis le debe un último Grand Slam a Roger Federer. Cuántas veces habremos oído esta frase o incluso la habremos articulado. Hablar de justicia en el deporte es como empezar la dieta a principios de junio: estás perdiendo el tiempo. ¿Acaso no se merecía Djokovic salir campeón el pasado domingo? ¿Ustedes han visto cómo juega? ¿Cómo entrena? De cada cancha que pisa podría salir victorioso y siempre sería de manera justa, es el tenista definitivo para la época actual, sin puntos débiles y con una ambición monstruosa. Debemos enseñarnos a no utilizar la palabra justicia en este contexto porque, además de que carece de valor, le arranca méritos al contrincante. El suizo ha llegado hasta aquí sin que la vida le regalase nada –excepto el terrible don de su muñeca–, es tontería esperar que lo haga ahora. La imagen de arriba muestra la realidad, a Roger con la bandeja de plata, de subcampeón, de número dos. Tan doloroso como justo, tan merecido como digno. El día que se retire del tenis, ese día hablaremos de injusticias.
* Fernando Murciego es periodista.
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