El final del Giro de Italia deja sensaciones, más que certezas. Sensaciones dulces para el aficionado, que ha vivido una de las grandes vueltas más espectaculares de los últimos años, uno de esos extraños momentos en los que el ciclismo se convierte en un deporte individual, en un uno contra el mundo merced a la entrada en escena de factores que la modernidad parecía haber dejado atrás, como el esfuerzo agonístico. Cuando las carreras se resuelven en base a horas de intensidad y no por fórmulas de VAM, las previsiones saltan por los aires y se asiste a un ejercicio deportivo glorioso.
Sensaciones dulces también para el ganador, un Alberto Contador empeñado en luchar contra la historia, en golpear el muro que lo separa de los más grandes de este deporte y que cada vez es más y más fino. Ciclista ambicioso, ciclista espectacular en carrera, controvertido fuera de ella, con declaraciones en ocasiones difíciles de entender, con tendencia al martirio, al victimismo. Pero, sobre todo, un enorme campeón que a todas sus cualidades ya conocidas ha sumado en los últimos tiempos un cerebro privilegiado.
Las sensaciones de los demás quizás sean diferentes. Sobre todo las del joven Mikel Landa, tercero al final en el podio milanés. El hombre enfrentado con todos, el que surge de no se sabe muy bien dónde, el que muestra agresividad en cada pedalada, en cada gesto, en cada palabra. Se las tuvo tiesas el alavés con Contador, con su propio equipo, con el ruso Zakarin en la jornada que pudo cambiar el Giro. No importaba, su pedalada potente cuesta arriba, sus demarrajes agarrando el manillar por la curva, sí, como Pantani, son ya retales que han quedado en la memoria. Casi tanto como la pésima gestión de fuerzas que Astana ha hecho sobre sus dos líderes.
¿Pésima? Sí, pero quizás provocada. Decíamos antes que Contador ha sumado a sus virtudes una capacidad estratégica brutal en carrera y fuera de ella. Sobre la primera poco hay que decir. La forma en que manejó su pinchazo antes del Mortirolo, sin querer cebarse en la persecución en el llano, apoyándose siempre en los gregarios (cuando, en esas situaciones, lo más sencillo es dejar que sean los nervios los que pedaleen por ti y desfondarte intentando cerrar el hueco cuanto antes) es de manual de escuela ciclista. Como lo es su forma de sufrir el día de Sestriere, manejando la desventaja, no volcándose en reducirla donde más tenía que perder (el increíble Finestre) y conservando siempre la calma. Chapeau.
Pero quizás lo más llamativo de este nuevo Contador es su gestión de la competición fuera de la carretera. Analizado el Giro con frialdad, es fácil apreciar cómo el madrileño ha conseguido siempre que Astana jugase las bazas que a él más le convenían. Su forma de centrar la atención en uno solo de sus rivales (el sardo Aru y Landa) mostraba bien a las claras cuál era su preferido y contribuía a crear mal ambiente en el seno del equipo kazajo. No ha regalado Contador etapas, no, y quizás ni siquiera tenía fuerzas para ello. Pero en algunos momentos ha parecido que lo hacía, y eso ha ido calando en sus rivales hasta sacar de quicio, por ejemplo, a un inexperto Landa que terminó enfadado con todo y con todos y cometió en Finestre el error imperdonable de esprintar a Zakarin la Cima Coppi.
Esa tranquilidad, esa gestión de esfuerzos se ha convertido en la mejor arma de este Contador maduro, de este ciclista que se apresta ahora a intentar el legendario doblete Giro-Tour que tanto se le resiste. Habrá que ver si con ella le basta para vencer a Quintana, Froome y Nibali como le ha servido con Aru y Landa. Francia, el Tour, espera.
* Marcos Pereda es profesor universitario.
– Foto: Reuters
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