"Lo que equilibra a un equipo es la pelota. Pierde muchas y serás un equipo desequilibrado". Johan Cruyff
A la Lieja-Bastoña-Lieja (o Liège-Bastogne-Liège, por ser correctos) le llaman la Doyenne, la Decana, porque lleva celebrándose nada menos que desde 1892. Cualquier otra carrera haría de esa tradición su punto identitario, pero la Lieja es más, mucho más.
Es, en lo deportivo, el paso del adoquín al asfalto, de los muros a las cotas de cierta entidad, del campo al bosque, el momento de la llegada de los hombres de grandes vueltas, los más preparados tradicionalmente para superar la sucesión de pequeños puertos que se deben afrontar en esta clásica. Pero también es más, mucho más. Es, por ejemplo, la carrera principal de las Ardenas, la zona francófona de Bélgica, y solo por eso ya aparece como obligatoria némesis del Tour de Flandes. Así, los valones sienten la Lieja como algo propio, aunque es verdad que no llegan a los extremos de identificación que tienen los flamencos con De Ronde. Todo parece más calmado en la Lieja, más moderado, más europeo. Las carreteras están perfectamente asfaltadas, aunque transcurran por zonas muy abruptas, nada que ver con el punto arcaico que tienen los adoquines septentrionales. Se atraviesa una zona profundamente industrializada, las villas llegan a ser ciudades, las fábricas aparecen aquí y allá, hay autovías, trenes de alta velocidad, edificios que sustituyen la tradicional piedra por metal y cristal. Hay otro aroma, casi de televisión en color frente a la crónica épica, encendida, que suele habitar el corazón flamenco. Y pese a todo… pese a todo la Lieja conserva su aura respetable, su inconfundible carisma de monumento, su capacidad para adornar por sí sola el palmarés más distinguido.
La Doyenne.
* Marcos Pereda es profesor universitario.
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