Excelencia. Un término sofisticado con el que todo deportista sueña algún día. Intrépida cuando la persigues, incómoda cuando se convierte en cualidad. Roger Federer, para muchos el mejor tenista de la historia, ha sido mirado con lupa durante todos estos años debido a su incesante búsqueda de esa perfección a la que solamente unos pocos tienen acceso. El suizo ganaba y rompía récords cada semana, pero no era suficiente. Se le exigió ganar Roland Garros, lo hizo; se le presionó para superar a Sampras en Grand Slam, lo logró; se le impuso al menos una medalla individual en unos JJ. OO., hecho. Pero el gran inconveniente de la excelencia es que nunca es suficiente, siempre habrá una nueva cima que conquistar, y hoy por hoy, ese nuevo reto tiene nombre y apellidos: Copa Davis.
La trayectoria del helvético es impecable se mire por donde se mire, sin embargo, un lunar se originaba al inicio de cada temporada: la competición por equipos. Ya fuera por calendario o por simple desilusión, Federer apartaba esa contienda para dar prioridad a otras. Esto no significa que no diera la cara por su país, no se equivoquen, ya que este domingo se convertirá en el tercer jugador suizo con más series disputadas de la historia (26), igualado con Rosset y superado por Hlasek (29) y Gunthardt (30). Además, está a un solo triunfo de empatar a Hlasek en la tabla de victorias, ahora mismo 49-48 para Jakob. El de Basilea, pese a no tener los mimbres suficientes para levantar la Ensaladera, acudía cada curso a salvar a su país del descenso. Desde 1999 hasta la actualidad, solo hubo dos ocasiones en la que no representó a su país –2010 y 2013–, datos que refrendan el amparo de Roger al certamen. Salvar la categoría era el objetivo de Federer cada temporada; lo siguiente ya era misión imposible. No es la primera vez que un gran jugador se queda sin el codiciado trofeo, aunque la mayoría, al menos, gozó de una oportunidad.
De los 25 números uno que han existido desde el nacimiento del ranking ATP (1973), solo 7 se han quedado a las puertas de ganar el certamen: Ilie Nastase (perdió tres finales ante Estados Unidos); Jimmy Connors (no le gustaba jugarla y las pocas veces que fue no hubo suerte); Thomas Muster (alcanzó unas semifinales en 1999); Marcelo Ríos (con Chile jamás pasó de primera ronda); Patrick Rafter (perdió dos finales y el año en que Australia se coronó campeona, él cayó lesionado); Gustavo Kuerten (logró unas semifinales en el año 2000) y Roger Federer. Entre todos suman 33 Grand Slam y ninguna Copa Davis. Parece una locura que nombres tan ilustres como los anteriores no cuenten con una Ensaladera en sus vitrinas, hecho que explica la extraña naturaleza de la competición. La Davis no entiende de ranking ni de palmarés, ni por supuesto de nombres.
¿Qué hace falta entonces para ganarla? Lo principal es el estado de forma, espinoso en muchos casos debido al apretado calendario y a la imposibilidad de encontrar un hueco para el descanso, sobre todo para los más importantes. Lo segundo es la raza, esa pasión que emerge de algunos jugadores al representar a su país, una dosis de adrenalina y de presión que hace que un vulgar top-30 pueda hacer frente a los mejores del mundo. Y por último, no nos engañemos, hace falta fondo de armario. Un solo jugador no puede hacer todo el trabajo, esto es una cuestión de equipo, y aquí es donde entra la carta del azar y la fortuna de cada país respecto a generaciones más productivas que otras. Con un top-10 te aseguras disputar la competición. Si quieres pelearla, necesitas dos.
Como en cada regla, tenemos excepciones. Nalbandian y Del Potro jamás consiguieron ganarla, por ejemplo, algo que sí hizo Djokovic con un equipo en el que estaban Tipsarevic y Troicki. Luego están los casos que sí se ciñen a la escaleta, como la Australia de los años 60, el Dream Team de 1992 o la España del siglo XXI. Todo esto es pasado, volvamos al presente: Francia y Suiza. Los franceses llegan tras aplastar a todos sus oponentes con un escuadrón irrepetible, todos dentro del top-30, pero ninguno en el primer vagón ATP. Por su parte, el cuadro helvético por fin ha juntado ingredientes para poder cocinar una buena receta, dos top-5 encargados de echarse a la espalda los cinco posibles puntos de la final. Podría ser el décimo entorchado para los franceses, que no son campeones desde 2001, o bien, el primero de los suizos, con aquella final de 1992 todavía en mente. Un duelo apasionante que, por toda la emoción que arrastra, deja un claro vencedor: la propia competición. La sensación que se respira en el conjunto visitante es muy clara: ahora o nunca.
Muchas han sido las condiciones que se han dado este año y no menos los inconvenientes que se han ido superando. Tener un nº2 válido como Wawrinka fue un regalo del cielo para Federer, ese al que matamos en 2013 para luego desenterrarlo meses después. Una pareja que compite, que se adapta y que desea por encima de todo llevar por primera vez una Ensaladera, no solo a su país, sino también a sus bolsillos. Por el camino quedan las dudas sobre el rendimiento de uno, la lesión de espalda del otro o la propia confrontación entre ambos, desmentina tan solo un día después en Twitter. Después de la tormenta siempre llega la calma, o lo que es lo mismo, después del Masters siempre llega la Davis. En el caso de Federer, la intención de completar un círculo perfecto y salir del grupo de Los siete desdichados. Una vez más, la ambición mueve a la causa, demostrando que la excelencia no es una meta, sino una actitud para vivir.
* Fernando Murciego es periodista.
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