“No puede retroceder el tiempo señor, solo Dios puede hacerlo”. Don Haskins, otro de los asistentes de Hank Iba, amenazó con abandonar la cancha y llevar a todo el equipo a vestuarios. Jones le respondió que si hacía eso, podían olvidarse de la medalla de oro. Iba fue contundente: “No quiero perder este partido sentado en los vestuarios”. Con la tensión por los aires, los nervios a flor de piel, los americanos decidieron quedarse en la pista.
Iba, en otra extraña decisión, no introdujo a ninguno de sus jugadores altos para defender la última jugada y sólo Tom McMillen se encontraba en la cancha. Mc Millen presionó el saque de fondo de Edeshko, pero Artenik Arabadjian, el árbitro búlgaro, le pidió que se separara del jugador soviético. Con el ambiente enrarecido y las pulsaciones a mil por hora, Mc Millen hizo caso al colegiado aunque su acción no era para nada ilegal: “En el fragor de la batalla, después de todo lo que había pasado, y para evitar que pudiera pitarme una falta técnica, accedí a separarme de Edeshko”, relató Mc Millen. Ese movimiento permitió al jugador soviético tener mucha más libertad para estirar el brazo y buscar el balón largo para Alexander Belov, que recibió la pelota, se deshizo de Joyce y Forbes, defensores más bajos que él, y anotó a tablero la canasta más importante de su vida. El jugador soviético corrió hacia su campo, donde estaba el banquillo del equipo, y una montaña de jugadores le rodeó mientras, en el otro lado, los norteamericanos no podían creérselo. Habían ganado el partido dos veces, pero hasta la tercera, nunca mejor dicho, no fue la vencida. A la 1.18 de la madrugada, Estados Unidos había perdido el primer partido olímpico de su historia. Un encuentro inolvidable que marcó a sus protagonistas para siempre.
Jim Forbes, el hombre que defendía a Belov, no deja de tener presente en ese instante: “No hay día que no me levante y piense que he decepcionado a mi país”.
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