Zlatan Ibrahimovic es un desdichado. Podrá pensar que lo digo porque jamás ha ganado la Copa de Europa, porque su selección nunca ha funcionado en absoluto o porque el gigantón de padre bosnio y madre croata cambia de equipo como quien muda las estaciones. Bueno, nada de eso es mentira. Pero Zlatan es un desdichado, sobre todo, porque sólo vive para sí mismo. Ibra es un estajanovista de su estrella, un sindicalista enamorado de su revolución que no sabe hacer ninguna guerra sino la suya. Ya no sabe ni contra quién lucha pero siempre lucha contra algo. Uno le mira y el chico siempre parece listo para echarse la mano al cinto y compensar la afrenta, con un montón de amor por colocar no sabe muy bien dónde.
En su metro noventa de estatura no cabe a lo largo todo su talento, un regalo genético que es al mismo tiempo su oasis y su perdición. Se sabe superdotado y por eso frunce los morros cagándose en la filosofía cada vez que le mientan la Grecia clásica, que cae por Barcelona. Teniendo tanta calidad futbolística uno no atiende a cuestiones metafísicas del alma. Pero, con todo, el problema está en su psique. Ni en un millón de años Ibrahimovic encontraría dicha en club alguno. Lo imagino insatisfecho en un equipo donde él es la estrella única, el entrenador le consulta las alineaciones y el presidente le presenta a su mujer en clave de derecho de pernada. Al final, aunque desayune en Roma y cene en Babilonia, Ibrahimovic siempre encuentra razones para esputarse en los pies.
Quedó claro que sus resortes de caprichoso depredador encuentran mejor resonancia en el mensaje rectilíneo de Mourinho que en la declamación esteta de Guardiola. No en vano el sueco sabe hacer muchas cosas, podría hacer muchas cosas, pero él vive para meter goles, para desequilibrar partidos a mordiscos. En eso aprendió bien del Calcio, donde lo del fútbol como arte y ensayo suena a milonga snob: no importa hablar con todas las chicas de la biblioteca ni acumular sus cumplidos si luego ninguna se sube en tu coche. El resultadismo de Ibra es la medida de su propia insatisfacción, que se cuenta por las pulgadas de protagonismo que consigue arañar en cada puesta en escena. Sonríe de gusto pero no de gozo, enseña los dientes como mueca y atisbo de bondad rock and roll, pero nunca es feliz. La imagen de fuerza es parte del rictus de un gigantón con alma de niño destetado que siempre tiene todo por demostrar. Acaso su singular debilidad es no reconocer que tiene debilidades.
En Malmö va de pesca y cuenta los peces como quien mira los posos del café. Un pez por cada gol, cada captura una señal del futuro próximo. Ibrahimovic deshoja su desaliento a sorbos y lanzadas del sedal. En su espalda la carpa tatuada se revuelve incómoda como, en efecto, un pez fuera del agua. El genio torcido de barrio no tiene río donde fluir caudaloso y feliz.
* Carlos Zúmer es periodista. En Twitter: @CarlosZumer
– Foto: AFP
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