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Historias de Chamartín: 41 días en la vida de Míchel

por el 5 noviembre, 2015 • 21:05

michel

El domingo 7 de abril de 1996 amaneció soleado en Madrid. El Real Madrid jugaba a las cinco de la tarde en el Bernabéu contra el Sporting de Gijón. No estaba siendo una temporada fácil en Chamartín. En enero fue destituido Jorge Valdano y tras un partido en San Mamés, que dirigió Vicente del Bosque, el dúo formado por Arsenio Iglesias y Mariano García Remón se hizo cargo del equipo.

En noviembre de 1995 se había marchado Ramón Mendoza tras diez años como presidente. Lorenzo Sanz, uno de los vicepresidentes, se hizo cargo de la presidencia tras una dura batalla interna en el seno de la junta directiva. Desde aquel momento dejó de importar aquella temporada y solo se pasó a planificar la siguiente. Una plantilla de profesionales quedó a merced única y exclusivamente de los resultados, que no fueron buenos: era casi imposible que lo fueran en medio de semejante tormenta institucional. La derrota ante la Juventus en cuartos de final de Champions dejaba como único objetivo del club intentar clasificarse para la Copa de la UEFA de la temporada siguiente.

El Madrid abarató los precios de las entradas en aquella segunda vuelta de la campaña 95-96, incluso se podía ir al tercer anfiteatro por 500 pesetas de la época. Cada partido en el Bernabéu, en aquellos meses, de finales de marzo hasta mayo, se convirtió en una especie de plebiscito de la afición sobre quiénes debían estar en la plantilla de la campaña siguiente. La prensa recogía un sinfín de nombres y el próximo técnico era un secreto a voces: Fabio Capello.

En semejante escenario es muy difícil que una plantilla pueda rendir. No había diferencias entre trayectorias y los pitos eran habituales partido tras partido. Había un jugador que estaba sufriendo especialmente. José Miguel González Martín del Campo, Míchel, cumplía su duodécima temporada como jugador del primer equipo. No habían sido fáciles los últimos años para él. Tras la disolución del Madrid de las cinco ligas consecutivas, con las salidas de Schuster y Martín Vázquez, más la lesión de Hugo Sánchez a comienzos de temporada siguiente, el equipo había sufrido mucho. Pese a ello siguió peleando y compitiendo con un Barcelona que vivía el máximo esplendor de la era Johan Cruyff. Disputó la liga casi en cada campeonato, con excepción de la temporada 90-91. Ganó la liga la campaña anterior y había jugado una semifinal europea, de la UEFA en 1992 ante el Torino. Pero lo cierto es que un sector del periodismo, muy influyente en cierto sector de la afición, fue calando la idea de que los integrantes de la Quinta del Buitre no habían sido capaces de asumir las riendas del equipo tras la retirada de algunos veteranos ilustres.

Todo es opinable y nada es demostrable, pero Míchel jugó en algunas campañas posteriores al año 1990 a un altísimo nivel. Su salida de la selección tras un empate a cero en Sevilla ante Irlanda, por no entrar en las preferencias de Javier Clemente desde aquel día, y la ausencia de títulos con el Madrid habían creado una sensación irreal.

Es cierto que aquella campaña 95-96 no había sido fácil para él. La comenzó recuperado de una grave lesión que se produjo en la rodilla en Anoeta en diciembre del 94, justo cuando mejor estaba jugando a las órdenes de Jorge Valdano. Ya tenía 32 años y para un jugador de esa edad y de banda no es fácil volver a tener ritmo de competición. El equipo y la situación institucional no le ayudaron en absoluto.

Míchel sabía que Lorenzo Sanz no le quería renovar y sospechaba que podía terminar saliendo por la puerta de atrás del club de su vida. Aquel 7 de abril del 96 al Madrid no le salieron las cosas desde el inicio, ya era algo habitual. El Sporting se adelantó en el minuto 13 con un gol de un exjugador de la casa, el lateral derecho Jesús Enrique Velasco, y los ánimos del respetable se encresparon más aún.

Míchel pedía el balón una y otra vez jugando más como mediocentro; tantas veces recibía, tantas veces fue silbado, hasta que fue sustituido en el minuto 60 por Freddy Rincón, otro de los proscritos del curso. El partido acabó con 0-1 y una lluvia de almohadillas sobre la hierba.

Nada más acabar el encuentro, su esposa Merche le recogió con el coche en la mítica rampa de la calle Padre Damián. Quedaban siete jornadas para el final del campeonato (fue la liga de los 22 equipos) y la idea de salir del club como siempre le hubiera gustado parecía una quimera.

Para el 19 de mayo, 41 días después de aquel partido, la situación se había dulcificado bastante. Fabio Capello iba a asistir al campo para ver a sus futuros jugadores, la temporada próxima cada vez estaba más cerca, para el club ya se estaba planificando desde mucho antes, y el partido se presentaba como la despedida de dos ilustres: uno reciente, Michael Laudrup, y otro de siempre, Míchel. El Madrid recibía al Mérida y necesitaba ganar para seguir soñando con alcanzar en la última jornada la quinta plaza que en ese momento ocupaba el Tenerife.

Míchel no había vuelto a jugar en el Bernabéu desde aquel 7 de abril ante el Sporting. Solo lo había hecho fuera de casa y en los últimos minutos en un par de partidos. Pero esa tarde se respiraba otro ambiente desde el inicio. Se declaró el estado de optimismo, fomentado por la directiva, y de repente el Bernabéu sí fue consciente del futbolista que iba a ver por última vez vestido de blanco sobre la hierba de su estadio en un partido oficial.

Míchel se marcó un partidazo con un gol de penalti y otro desde fuera del área, marca de la casa. Corrió hasta el palco y lo celebró mirando a su familia y a Ramón Mendoza, que había vuelto aquel día para despedirle. Cuando fue sustituido en el minuto 83 por Rafa Alkorta, el Bernabéu le hizo justicia de verdad, quizá por primera vez en muchos años.

Ese recorrido desde que vió el cartel con su número ‘8’ hasta que alcanzó el túnel de vestuarios fue un homenaje improvisado lleno de afecto, cariño y emotividad por parte del público y sus compañeros de profesión. Fue recibiendo abrazos con un significado especial: los de Quique Sánchez Flores y Milla, dos de sus mejores amigos en aquella plantilla; o el de un rival, Urbano Ortega, jugador de aquel Mérida y viejo enemigo de mil batallas antaño entre Real Madrid y Barça. Una vez llegó al banquillo hizo lo propio con todos sus componentes, incluido Paco Buyo, el portero que desde 1986 había sido casi indiscutible en la portería y había perdido el puesto en favor de Santi Cañizares. Y por último, los de Alkorta, gran amigo, y Raúl González, ya duchado, que le esperaba en la bocana de los vestuarios. Era uno de los encargados de recoger su legado.

Este final, que parecía imposible solo 41 días antes, fue un precioso colofón. En su temporada más difícil, Míchel tuvo un final soñado. No siempre es así en el fútbol, pero fue muy merecido.

* Alberto López Frau es periodista.





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