El turnismo de las épocas es una corriente inexorable pero sobornable. Si lo haces bien, puedes lograr una prórroga, mantenerte un poco más en la colina. Guardiola estaba obsesionado con permanecer porque sabía bien que eso era lo más complicado, lo que marcaba la diferencia entre vencer y reinar. El pacto fáustico de la hegemonía dicta que por cada nueva semana en la élite toca descontar una pizca de aliento, una brizna de pelo en la cocorota. Don José Mourinho también lo sabe y por eso deja sus clubes como quien se aleja del lugar del crimen; victorioso, pero inevitablemente divorciado. Como no se puede ser Cánovas ni Sagasta por demasiado tiempo, de los méritos depende hacer de tu victoria un amor de verano o un romance duradero. Aunque todo acabe tarde o temprano.
Los ocho puntos entre el campeón y subcampeón de Liga no son ninguna casualidad, pero sí espejo engañoso del estado de las hegemonías. Lo dicen los Clásicos. La nostalgia pellizca poderosa cuando se contempla el centro del campo del Madrid sin Pepe segando los tobillos, añadido al eje central para intimidar como el hombre del saco. El Real Madrid ya no juega como si fuera a perder, ni el Barça saca el cuarteto de cuerda como quien echa un concienzudo pitillo de noventa minutos. Donde había complejo ahora hay determinación, y donde había una apuesta ciega por una partitura –la culé– ahora los asuntos se resuelven con furia y temor, en un estado lógico de desorientación tras los seis meses del Pep cansado y consumido y la venida de la incógnita Tito Vilanova. La marea victoriosa de Mourinho es irresistible, pero viene a golpear al Barça justo cuando las dudas más arrecian, cuando la guardia está cambiando de turno. El resultado es un Madrid pujante y un Barcelona que gestiona sus lances litigando con su propio orgullo y su calidad espontánea, que se tienta la ropa buscando como puede las sensaciones del dominio perdido.
En efecto, nunca se corrió tanto como en el último partido entre ambos equipos. La pesadilla de Guardiola pareció personarse aquella noche en el Camp Nou: ¡azulgranas galopando hacia adelante y hacia atrás! Si la imposición del estilo es un síntoma, el Barcelona está débil porque se dejó contagiar por el arrebato blanco. Se sucedían las estampidas en un juego de ida y vuelta vertiginoso y febril, en un intercambio de golpes y goles que, de analizarse, dice a las claras que el Madrid trenzaba y el Barcelona empujaba con lo que tenía, deslavazado gran parte del encuentro y buscando mantenerse en el partido de un modo u otro. Nunca vio el barcelonismo reciente un momento de mayor zozobra sentimental que la pelota al poste de Benzema, amago de fulminante 0-2. A partir de entonces, todo se recondujo, pero nunca parecieron dominar psicológicamente a un Madrid muy seguro de sus credenciales. De pronto eso pareció cosa de tiempos pasados.
La dominancia de un equipo u otro se decidirá, sobre todo, por la elocuencia de la idea y su capacidad para generar triunfos. Mucho se ha desdeñado el libreto del Madrid por ser presuntamente simple o directamente inexistente, pero su capacidad ganadora lo vindica. Y del Barcelona aún se puede esperar (casi) todo lo mejor si tenemos en cuenta el proceso de reconversión que atraviesa, extraordinariamente misterioso por otro lado. El momento actual es interesante porque da el dominio mental al Madrid pero no lo sitúa aún como emperador coronado, solamente como vigente campeón doméstico. Los blancos pelean contra la erosión de dos temporadas de intenso mourinhismo y con nada más. El Barcelona enfrenta su mutación y dos cuestiones importantes: el liderazgo perdido y el desencanto por el liderazgo perdido. Se resistirán los culés al cambio de poderes pero los blancos tienen la última palabra, pues compiten en calidad de vanguardia, de novedad. Por primera vez en cuatro años la hegemonía no tiene dueño y está para quien la agarre. Al Barcelona le toca luchar contra el natural turnismo, que reza que es el momento del Madrid y solamente del Madrid.
* Carlos Zúmer es periodista.
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– Foto: EFE
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