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Cuando el jeque árabe Nasser Al-Khelaïfi se hizo con el PSG en el verano de 2011, fue tajante al fijar el objetivo prioritario del multimillonario proyecto: ganar la Champions en un plazo de cinco años. Consolidado su dominio en Francia, dos crueles eliminatorias de Champions habían ralentizado su reconocimiento global en Europa, que exigía resultados para ponerse al nivel que por calidad de plantel y competitividad merecía. El PSG no era el Manchester City, que necesitó tres temporadas para meterse en Champions, otras tres para pasar la fase de grupos y aún se le espera en cuartos de final. Los parisinos habían llevado al límite al Barça y a Messi de la mano de Ancelotti en 2013, y con Blanc en 2014 le habían restado cuatro minutos para superar a un Chelsea menor que el actual en cuanto a calidad de plantilla, pero superior en nivel de ejecución de su idea. El valor doble de los goles fuera de casa le había dejado fuera en dos años consecutivos, en esas eliminatorias caprichosas que emparejan de forma temprana a dos candidatos serios al título, condenando al perdedor a quedar expuesto a críticas oportunistas que valoran la ronda en que se cae en lugar del nivel del oponente al que han enfrentado. La tercera eliminatoria en una plaza de primera iba a dejar el mismo empate que en las dos anteriores, pero esta vez los de Blanc iban a marcar un gol más que su rival en campo ajeno.
El regreso de Motta devolvía a David Luiz al centro de la defensa y desplazaba a Marquinhos al lateral derecho, donde debería enfrentarse a Hazard. En el extremo derecho, Blanc dio entrada a Pastore por Lavezzi, dándole libertad de acción en la zona de la mediapunta para dañar entre líneas y buscar el último pase. Mourinho, por su parte, visto el roto que le había hecho por la izquierda el PSG en París, buscó contención en esa banda alineando a Ramires en la derecha y limitando la altura de un Ivanovic más posicional que nunca. El ataque local se volcaba, pues, en la izquierda, donde Hazard era el foco que iban a intentar potenciar Azpilicueta doblando y Diego Costa cayendo para auxiliarle con desmarques de apoyo y toques entre líneas que le ayudaran a progresar.
Hasta la expulsión de Ibrahimovic a la media hora –que condicionó el resto del partido– el dominio había sido parejo, pero la claridad de ideas de los visitantes era superior. El PSG superaba el bloque alto del Chelsea a golpe de calidad. La involucración de tanta gente en la salida de balón –los cuatro de atrás no dejaban de abrir líneas de pase constantemente– convertía esa fase del juego en un rondo en el que Motta aceleraba la circulación sin recargarse y Verratti se ponía el esmoquin para meter al equipo en campo contrario a base de regates, controles orientados perfilándose siempre hacia el espacio libre y pases a la espalda de la presión. El ataque parisino mezclaba esta progresión asociativa con desplazamientos largos de David Luiz, que con una precisión de cirujano convertía en cercanos a los lejanos.
Regalar la banda derecha en ataque y la incapacidad tanto técnica como táctica –porque sin calidad ni automatismos colectivos desactivar a Cesc es tan fácil como hacerle saltar a un hombre cada vez que recibe de espaldas– para desordenar al PSG por el carril central hacían del Chelsea un equipo previsible que apostaba todo a la imprevisibilidad de su mejor futbolista.
La discutida expulsión de Ibrahimovic –que alimentaba todavía más su desamor con la Champions– abría un nuevo panorama, lejos de la ventaja sideral que supone jugar con uno más y en ventaja de marcador durante 60 minutos que acabarían siendo 90. Psicológicamente, el hecho de que solo la épica de diez guerreros pudiera levantar semejante situación reforzaba aún más los vínculos colectivos visitantes. Lo injusto de la tarjeta roja podía explicar por sí solo la eliminación, así que sin presión alguna, espoleados por el nada que perder y con el convencimiento en el genial planteamiento de su técnico como bandera por la que morir, el PSG se liberó y elevó un nivel de juego que ya estaba siendo notable. El Chelsea se vio en las antípodas mentales de su rival. Decía el mítico campeón mundial de ajedrez Emanuel Lasker que no hay nada más difícil que ganar una partida ganada, y la ventaja londinense tenía más relato que realidad porque ni siquiera un gol podría traer la calma a Stamford Bridge.
Tan bien estaba compitiendo el equipo que Blanc solo tuvo que estrechar el equipo, compactarlo en 4-3-2 y, sabedor de que la ventaja numérica no haría precipitarse a Mourinho, no agrupar a sus diez jugadores detrás del balón, sino que Cavani y Pastore quedaban descolgados cuando su línea era superada, actuando como amenaza que restaba impetuosidad a los ataques locales. De esta estrategia iba a nacer la primera ocasión manifiesta del partido. Una pérdida del Chelsea desembocó en una cadena de regates de Verratti, que conectó con un Pastore excelso, capaz de insertarse entre líneas, orientarse en carrera, interpretar el fenomenal desmarque de Cavani y dejarle solo ante Courtois para que siguiera trabajando el ejercicio de mala suerte que había comenzado la temporada pasada en ese mismo estadio.
Mourinho había cambiado a Willian por Oscar en el descanso y la formación de su equipo para dibujar un triángulo en el centro del campo con Matic en la base escoltado por Cesc y Ramires. El déficit de calidad en la posesión sembraba de dudas a un Chelsea que esperaba grandeza de Cesc y se encontraba la mano de hierro de un Verratti que se había hecho capitán general del partido, creando superioridad posicional donde había inferioridad numérica, con una capacidad superdotada para, como si hubiera hecho doctorado en La Masia, conseguir respirar donde la maraña de rivales intentaba ahogarle, para encontrar al compañero libre y para contagiar de intensidad al equipo con una agresividad defensiva impropia de un jugador de su talento.
El partido del PSG necesitaba el resultado solo para que la leyenda quedara escrita para la posteridad, porque el que había presenciado el partido no necesitaba que se la explicaran en ningún sitio. Y la justicia divina apareció en forma de peli de acción que atropellaba unos acontecimientos con otros dejando revancha y reivindicación en el gol de un imperial David Luiz y sentimientos encontrados a flor de piel con un Thiago Silva que, con un penalti infantil, había puesto cuesta arriba el partido para liquidarlo con un gol histórico que abre las puertas de una nueva era. Hecho. El PSG ya es élite.
* Alberto Egea.
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