"Volved a emprender veinte veces vuestra obra, pulidla sin cesar y volvedla a pulir". Nicolás Boileau
Alemania / Bayern Múnich / Fútbol
Todas las previas de los encuentros de ida en eliminatorias a doble partido son iguales. El discurso del local será: ‘lo importante es no encajar’, mientras que el visitante señalará: ‘la clave es hacer al menos un gol’. El silogismo deductivo es claro y nos dice que el 0-0 en la ida beneficia al local, aunque este sea un tema tabú porque todo mensaje que no sea el ‘nosotros salimos a ganar siempre’ –y más delante de nuestra propia afición– chirría en los oídos más finos. En el fútbol actual, donde a la televisión no se le escapa nada, donde jugadores y árbitros están extremadamente protegidos y donde el pánico a visitar según qué estadios ya pasó a mejor vida, la ventaja de jugar de local ha perdido peso respecto a la ventaja de no ser tú el que tenga que llevar la iniciativa del partido. Jugar la vuelta en casa tras un 0-0 fuera implica que el empate a goles te elimina –o sea, te valen menos resultados que al rival–, por lo que el deber de arriesgar es propio y la ventaja de poder explotar espacios generados por dicho riesgo pertenece al rival. Y esto, en duelos igualados donde ni siquiera la perfección defensiva está libre de recibir un tanto –un mal rebote, un cañonazo de 30 metros, un resbalón o un error arbitral–, condiciona las eliminatorias de una forma cada vez más brusca. La conclusión no tiene pérdida: el equipo que juega la vuelta en casa estará obligado a llevar la iniciativa a lo largo de toda la eliminatoria mientras no se ponga por delante en la misma. Por eso extraña cada vez menos ver a equipos locales llevar a cabo fases de repliegue defensivo o de presión posicional muy tibia en partidos de ida. Necesitan de la personalidad de su entrenador, que se expone al runrún de la grada y a recibir palos si el resultado no acompaña –el 0-2 de la ida de semis de Champions 2011 entre Madrid y Barcelona es el mejor ejemplo: Mourinho, con un repliegue bajo descarado deja en cero ocasiones al Barça de Guardiola hasta la expulsión de Pepe pasada la hora de partido–, pero la coherencia con el objetivo final –superar la eliminatoria– deja pocas dudas.
Por tercera vez consecutiva, Guardiola se ha quedado a las puertas de ser el primer entrenador en la historia en alcanzar una final de Champions practicando juego de posición con un club que no tenga diseñada una estructura de cantera que trabaje específicamente dicha manera de entender el fútbol. Es decir, sin ser Ajax o Barça. Lo decía Tito Vilanova en una entrevista en El País en mayo de 2010:
“Si tomas la lista de los 25 mejores futbolistas del año, puede que en nuestro equipo no encajen más de cinco, por decir una cifra. Necesitamos jugadores especiales porque somos diferentes. Hay jugadores que en este club no tendrían un rendimiento tan alto como el que tienen en otro sitio y al revés. Lo nuestro no es tan fácil”.
El desafío era colosal y el tiempo nos lo ha hecho entender a todos, quizá también al propio Guardiola. El técnico de Santpedor debía convencer –y luego enseñar– a tipos consagrados que habían ganado todo jugando de una forma determinada, de que había que ganar de otra forma distinta para la que no habían sido adiestrados y sobre la que nunca serían los mejores individualmente, pues los Xavi, Iniesta, Busquets o Messi no están al alcance de nadie en lo que a comprensión del juego de posición y desarrollo del mismo se refiere. Ni este grupo de elegidos a los que había elevado a los altares en su etapa en Barcelona ni ese pequeño reducto de jugadores que parecían diseñados para haber desempeñado ese estilo –fichar un jugador titular de Barça, Madrid o PSG es prácticamente imposible– tenían siquiera precio de mercado. El idioma, la cultura –parón invernal, rechazo de parte del entorno a un estilo con el que no se identifican, etc.– y el triplete sobrevenido –Guardiola ficha en enero de 2013 y el triplete se consuma en mayo– que obliga a la búsqueda de alicientes para que no decaigan las ganas de morir por ganar, sumaban más hándicaps a la gran diferencia entre el proyecto iniciado en Barcelona en 2008 y el de Múnich en 2013: la eliminación del factor sorpresa. Una velocidad de balón supersónica, laterales a la altura de los extremos jugando por dentro o sorprendiendo por fuera, falso nueve, alternancia con defensa de tres, defensa de faltas laterales marcando la línea defensiva fuera del área, una presión tras pérdida agresiva y estudiada… Conceptos innovadores o rescatados de un fútbol residual en la élite –ninguno de los equipos dominantes en Europa buscaba monopolizar la posesión de esa manera– desarrollados por jugadores de un talento excelso diseñados para ello, seducidos y concienciados por Guardiola para poner todo su talento al servicio del colectivo. Todo eso más Messi –o Messi más todo eso– fue lo que se le vino de sopetón a una Liga española que, sometida a latigazo limpio durante años, se convirtió en el monstruo táctico que hoy tiraniza Europa.
Y ha sido precisamente ese monstruo –levantado a golpe de estudio y combate contra su Barça y contra Messi, con Mourinho como alumno superdotado en la causa y Simeone como primer espada de los que se nutrieron intelectualmente de esa batalla táctica– el que le ha cerrado tres veces las puertas de la gloria en su etapa en Múnich. Cada derrota fue distinta, pero las tres veces jugó el Bayern la vuelta en casa, por lo que fue el rival quien pudo decidir cuándo arriesgar y cuándo guardar. En el Bernabéu, 20 minutos excelsos precedieron al contragolpe mortal de un equipo colosal que le llevó a Múnich en desventaja, donde Guardiola –en el que reconoció como el gran error de su carrera– haría recordar con su temerario 4-2-4 aquella sincera reflexión de Kasparov: ‘Mi amor por las complicaciones dinámicas a menudo me llevó a evitar la sencillez cuando tal vez era la opción más inteligente’. En el Camp Nou, las bajas de Robben y Ribery –que anulaban capacidad de desborde en estático y amenaza en transiciones en el equipo alemán– le obligaron a dibujar un pressing suicida en el primer cuarto de hora en busca de robar arriba como único medio lógico para marcar gol –el maná para el equipo visitante en los partidos de ida–, antes de rectificar el sistema y pasar a una defensa de cuatro que frenara la sangría que estaba generando la MSN. El riesgo era lógico –a los golpes, el gol del Bayern valía más que el del Barça–, pero la diferencia de calidad sobre el campo cerró la apuesta. El Bayern desactivó al Barça, pero decidió lo que decide los partidos sin fisuras: lo imprevisible. Y Messi lo es.
En la élite, donde todo está estudiado al milímetro, manda la creatividad productiva –por la dificultad que implica el hacer frente a lo inesperado–, los jugadores indescifrables y lo fortuito. En lo primero es en lo que más puede influir directamente el entrenador. En 2014 fue el paso al 4-4-2 de repliegue bajo de Ancelotti que cerraba espacios y potenciaba un contragolpe asesino, en 2015 el desplazamiento de Messi a la banda y la imposibilidad de los rivales de defender la amplitud que generaban Leo y Neymar en ataque. Y en 2016 Simeone sorprendió en abril acercando a Koke a la mediapunta para filtrar balones a un Fernando Torres de otro tiempo –así llega el 0-1 en el Camp Nou–, rectificó el esquema al descanso en el Allianz –colocar a Saúl de mediocentro oxigenó a un equipo muy tocado–, tuvo en Saúl a ese jugador del que no se conocen los límites –si la jugada de su gol en semis la inicia Messi se encienden todas las alarmas en la defensa rival, pero de él nadie esperaba siquiera que se atreviera– y lo fortuito en aquella taquicárdica tanda de penaltis ante el PSV.
La Champions es una competición frágil. Te ciega con solo mirarla. A Guardiola se le fueron dos con dos penaltis marrados (Messi 2012, Müller 2016) y su equipo tuvo que disputar las semis de 2010 tras chuparse 14 horas de autobús por la nube de cenizas desprendida por un volcán, pero también se metió en la final de 2009 marcando en su primer tiro a puerta en el minuto 92 y tras una actuación memorable de Víctor Valdés, además de abrírsele el cielo con aquella aparatosa entrada de Pepe a Dani Alves que desatascó la semifinal de 2011. Te da y te quita. La Champions entiende poco de merecimientos a medio plazo. Solo los proyectos de calidad a largo plazo tienen premio seguro, aunque nunca se sepa en qué año saldrá la bala de esa caprichosa ruleta rusa.
El partido de vuelta ante el Atlético dejará constancia para siempre de lo que fue la obra de Guardiola en Múnich. Un equipo con una identidad que se funde con la idea de su técnico, con el ataque estático de mayor calidad colectiva de Europa –recursos infinitos en ataque a partir de la monopolización del balón: combinaciones interiores, permuta constante de posiciones, juego directo, centros al área, trabajo sobre las segundas jugadas y un sinfín de matices tácticos–, que interpreta a la perfección cualquier modificación táctica en mitad del partido y que está copado por jugadores que, enriquecidos futbolísticamente por Guardiola, han aprendido a desempeñar distintos roles sobre el campo con los que no podían ni imaginar antes de ser dirigidos por el catalán.
No es extraño el ruido de estos días. Ya lo relató Charles Bukowski en su libro Una máquina de follar:
“Cualquier complejidad exploratoria, pintar, escribir poesía, asaltar bancos, ser dictador, etc., te lleva a ese punto en que peligro y milagro son casi como hermanos siameses. Raras veces conectas, pero mientras estás en movimiento, la vida es sumamente interesante. Es bastante agradable acostarse con la mujer de otro, pero tú sabes que algún día te van a coger con el culo al aire. Esto únicamente hace más placentero el acto. Nuestros pecados se manufacturan en el cielo para crear nuestro propio infierno, cosa que evidentemente necesitamos. Sé lo bastante bueno en cualquier cosa y te crearás tus propios enemigos. Los campeones reciben abucheos. La multitud está deseando verles hundidos para arrastrarles a su propio cuenco de mierda. Son pocos los idiotas que resultan asesinados; un ganador puede ser liquidado, con un rifle comprado por correo (eso dice la historia) o con su propio rifle en una ciudad pequeña como Ketchum. O como Adolfo y su puta cuando Berlín se desternilla en la última página de su historia”.
Va en el precio de ser leyenda.
* Alberto Egea.
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