El fichaje de Pep Guardiola por el Bayern München y el anuncio de Víctor Valdés de que no renovará su contrato con el F. C. Barcelona ha impactado de lleno en la sensacionalista línea de flotación culé. Menos de un día han necesitado las plumas más sectarias, otrora fieles discípulos guardiolistas, para en columnas y editoriales desmerecer los éxitos y logros de los que hasta hace poco eran reconocidos baluartes del funcionamiento de un modelo y una idea, iconos del barcelonismo y que, de buenas a primeras, se han convertido en traidores a la patria.
De un día para otro, Guardiola ha pasado de ser el adalid de la excelencia, del perfeccionismo ilustrado, a un conformista acomodado que rehuye el riesgo y se apoltrona en el butacón de una liga menor. Poco importa ya su clarividencia, su comportamiento intachable, su estudio enfermizo de las leyes del balón, su afán innovador, su incomparable número de títulos, que medio año después de su marcha de Barcelona se han convertido en algo añejo, lejano e incomprensiblemente cuestionable. A los ecos críticos perpetuos del pasado se alzan voces que en pos de minimizar su éxito, destapan a Vilanova como el ideólogo y cabeza pensante del modelo de fútbol hasta ahora vigente y triunfador. Otros achacan la decisión del noi de Santpedor de rechazar a la Premier por el miedo a un posible reencuentro con Mourinho. El poder económico del gigante bávaro es otro de los argumentos esgrimido por aquellos agitadores de opinión que deben ver al jeque Al Fahim o al magnate Abramovich como meros carpantas financieros, con jirones en la vestimenta y sombreros rotos.
Valdés es desde el jueves persona non grata para ciertos sectores, que le tachan de desagradecido con ese club que tanto le ha dado. Para muchos no es lícito que un futbolista no tenga más ambición que la de jugar en el Barcelona, equipo con el que lo ha ganado absolutamente todo y al que le ha entregado sus mejores años de profesional, convirtiéndose en pieza fundamental del club muy exitoso. Se pueden cuestionar las formas o el momento del anuncio, tan lejano aún de la finalización de su contrato, pero no se puede poner en tela de juicio el compromiso del portero de L’Hospitalet con la zamarra azulgrana ni mucho menos tratar de ensuciar la reputación del guardameta haciendo mella en ciertos fallos puntuales que no hacen sino remarcar su condición humana. Henry, Cristiano Ronaldo y un sinfín de futbolistas recordarán sin embargo momentos específicos de sus carreras, instantes que en el campo resultaron fulgurantes pero que seguro su memoria ralentiza, episodios en los que el guardameta catalán emergía de la nada y amputaba sus oportunidades de un plumazo.
La sorpresa de ambas decisiones han cogido a más de uno con el pie cambiado, anonadado ante lo inesperado y con un espacio de 300 palabras por cubrir, un folio en blanco y la boca abierta. Ni Manchester ni contrato vitalicio en Can Barça. Ni Londres ni 2018. Otro de los problemas añadidos es que ninguno de los protagonistas ha dicho palabra alguna, delegando responsabilidades en su representante, lo que es este mundo de inmediatez dispara la presunción y acuna a la hipocresía. El mundo del fútbol ha llegado a un punto en el que parece ley no escrita que los jugadores y entrenadores pertenecen al pueblo y este es el dueño de su futuro y sus decisiones. No solo han de hacer lo que nosotros queramos, sino que el cómo y el cuándo han de ser a conveniencia de la clientela. Guardiola y Valdés rezuman más barcelonismo que todos ellos, respiran en azulgrana, morirán con el escudo tatuado en su corazón y su alma no destiñe. La campaña de desacreditar su figura, de revolver el baúl de la memoria del aficionado no hace sino empequeñecer aún más a aquellos que escupen su forofismo como verdad absoluta y han cambiado el verbo informar por la palabra intoxicar. Ya lo decía Oscar Wilde: «La memoria es el diario en el que se consignan cosas que nunca han ocurrido ni hubieran podido ocurrir.» Pocos textos reflexionan realmente sobre las razones principales de las elecciones de Guardiola y Valdés. Quizá porque pocos conocen las verdaderas causas. Quizá porque todas esas plumas, muy en su interior, saben que uno de los motivos de su adiós a España son precisamente las campañas mediáticas de intoxicación pública que ellos mismos generan. Quizá porque reciben información de altas instancias que callan su espíritu rebelde y les convierte en leones amaestrados. Quizá, ante esa disyuntiva, lo mejor es agitar el árbol, que alguna manzana caerá.
* Sergio Pinto es periodista.
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