Los cuatro años hipnóticos de Guardiola en Barcelona dejaron una interpretación tan plural en el seno del fútbol europeo, una forma de enriquecerse tan distinta entre los entrenadores (tanto asentados como emergentes) que el panorama actual ha roto en una heterogeneidad táctica preciosa. El triunfo de este estilo fue recibido como maná por el sector más romántico del público, sabedor de que lo que triunfa se copia y se extiende. Sin embargo, han pasado más de dos años desde que Guardiola saliera del Barça y no solo es que ningún conjunto se haya acercado lo más mínimo a aquel monstruo futbolístico, sino que no existe un equipo en Europa capaz de controlar partidos con balón de forma absoluta. Partidos de prestigio, se entiende.
Mientras aquel Barça elevaba el juego de posición a la excelencia, estaba evolucionando el fútbol hacia dos caminos: conocerlo para imitarlo y conocerlo para combatirlo. Como combatirlo imitando era imposible, iba a quedar muy clara la línea de los técnicos que entienden el fútbol de élite como un juego en el que es el reglamento y no una moral u otra la que pone los límites. Fueron muy pocos los que llevaron al extremo a ese equipo. Defensas escalonadas, coberturas trabajadísimas, ayudas, intensidad y contraataques desplegados de forma coreográfica eran los activos de equipos como el Chelsea de Hiddink o el Inter y el Madrid de Mourinho que (ganando o no) enseñaban el (único) camino del milagro. Este mérito gigantesco era ninguneado por un sector futbolístico importante que los tachaba de conservadores y de fomentar el antifútbol. ¿En serio creían que a ese equipo se le podía quitar el balón? ¿Qué hacer ante eso? ¿Proponer un planteamiento irrealizable a tus jugadores ignorando la realidad y exponiéndolos a ejecutar algo para lo que no están capacitados con el objetivo de evitar que te etiqueten como entrenador amarrategui? ¿Acaso no tienen derecho a intentar ganar? ¡Con los millones que han gastado! decían. Como si la razón de ser fundamental de aquel Barça fuera el dinero, como si todo oro del mundo hubiera permitido ganarle al Barça de Guardiola quitándole la pelota.
Un cuatrienio de análisis, de profundo laboratorio dedicado al estudio de este prodigio colectivo por los mejores técnicos del mundo. Cuatro años de cátedra sobre el ataque organizado que han dejado como resultado en Europa una mejora global en la calidad de los repliegues bajos. Equipos como el Chelsea o el Dortmund se encallarían en sus respectivas ligas la temporada pasada ante equipos medianos y pequeños capaces de ordenarse en defensa de forma muy productiva –el Crystal Palace de Tony Pulis era el máximo exponente–; conjuntos de primer nivel diseñados para ser dominantes con balón –cada uno en su estilo– como Bayern o Barcelona sucumbirían ante los inabordables Madrid y Atlético; y otros como Manchester City o Arsenal, que utilizando también el balón como base de su juego intentarían paliar ese déficit de grandeza que arrastran en Europa, serían víctimas de las exhibiciones tácticas de Mourinho en la Premier (tres victorias y un empate ante ambos).
Esto no es más que la consecuencia de ese patrón que se viene repitiendo a lo largo de la historia: lo que sorprende bruscamente triunfa hasta que se autodestruye o se encuentra el antídoto para combatirlo. Así, Sacchi ganó el Scudetto con el Milán en su primer año en Serie A y la Copa de Europa las dos primeras veces que la disputó; tanto Cruyff como Van Gaal salieron campeones de Europa con Barça y Ajax a la primera; Guardiola repitió camino; y Simeone se quedó a pocos segundos de imitarlos. El ajedrecista ruso Yuri Dokhoian decía: “Con cada éxito se reduce la capacidad de cambiar. Es como ser sumergido en bronce, cada victoria añade una capa”. Y el fútbol no ha dejado de darle la razón. En un deporte donde todo está analizado al detalle, donde las ideas caducan a la velocidad de la luz, la gloria está reservada al que inventa –o recupera una idea enterrada para afrontar un problema actual–, y la prolongación en el tiempo de esta al que estudia al rival y se reinventa para evitar convertirse en previsible. Las prematuras retiradas nos impidieron comprobar del todo la capacidad de reinvención en entrenadores adelantados a su tiempo como Sacchi o Cruyff; otros técnicos modernos en sus años de irrupción como Wenger se acabaron estancando hasta la vulgarización en su idea absoluta y limitada que niega el estudio del rival; y un tercer sector, donde caben Hitzfeld, Ancelotti, Heynckes o Van Gaal, prefirió desatarse de sus raíces sin olvidarlas ni negarlas para reescribir su estilo las veces que hiciera falta en pro de eternizarse en la élite.
El dominio global en la actualidad de los equipos compactos, ordenados y eficaces en transiciones sobre los que buscan el protagonismo con balón –el perfil de tres de los cuatro semifinalistas de Champions, la liga del Atlético y las cinco victorias y un empate del Chelsea en los duelos directos con los cuatro primeros de la Premier desvelan el panorama– ha dejado solo al Bayern de Guardiola como bastión en la élite europea de ese fútbol asociativo que no entiende el juego sin la búsqueda continua del balón, a la espera de que Luis Enrique defina el rumbo que va a tomar un Barça todavía confuso. Y si aún no entra aquí el nuevo Madrid es porque la capacidad de Ancelotti para proponer lo que piensa que necesita su equipo en cada escenario –potenciando sus virtudes y dañando las debilidades del rival– no le impedirá recuperar ese repliegue bajo y las transiciones vertiginosas cuando lo crea necesario. Nunca se sabe cuándo puede romper a jugar un equipo –el Madrid dio buen ejemplo el pasado marzo–, pero Arsenal y Manchester City, que deberían formar parte de este reducto más romántico, no dan signos de cambiar esos comportamientos que les hacen vulnerables ante los equipos importantes. El modelo de juego de Guardiola maneja unos conceptos defensivos trabajadísimos que lucen sobre el césped. La presión alta, agresiva, ordenada y estudiada de sus equipos le permite no verse en situaciones de defensa estática, consiguiendo aquello con lo que Bobby Fischer definió a Petrosian: “Sabía detectar y alejar el peligro veinte jugadas antes de que surgiera”. En lo que respecta a las transiciones, ordenarse en torno al balón como forma de desordenar al rival le concede ventaja tras la pérdida, ya que el rival, desordenado, carece en ese momento de estructura para armar un contraataque de calidad mientras el conjunto de Guardiola está arropado posicionalmente. El súmmum del control absoluto de la situación en la cabeza de Guardiola se vio en la derrota ante el Manchester City en Champions. Más de una hora con un jugador menos permitió comprobar que el Bayern también estaba preparado para armar un bloque defensivo medio-bajo y para buscar superioridad posicional donde existía inferioridad numérica, con el objetivo de seguir manteniendo el control con balón –llegó a remontar el partido con 10–. Dos errores individuales aislados y el estado de forma de Agüero le negarían la victoria, pero aquella hora de juego había dicho más sobre lo trabajado que está el Bayern que lo que podría decir la última temporada y media de Arsenal y Manchester City. De estos conceptos tan machacados por el de Santpedor no hay señales en partidos exigentes de gunners y citizens.
Dejando aparte la diferencia de nivel entre ambas plantillas, ambos se encuentran en un déficit competitivo preocupante. La incapacidad del City para controlar partidos ha dejado esta campaña escenas como la concesión de un contragolpe en un córner a favor con 0-0 en el marcador y jugando con uno menos ante el Chelsea (así se fraguó el gol de Schürrle en el Etihad); transiciones defensivas anárquicas con marcador a favor, como en el gol de Totti en Champions; o desajustes inexplicables entre centrales y mediocentros, dejando en una explanada tremenda lo que Hitzfeld denominaba la zona roja –distancia entre estos–, y fraguándose así goles como los encajados ante Stoke (0-1) Swansea (2-1). Competir en la élite exige el estudio del rival y la adaptación a este sin salirse del marco de la identidad de tu propio equipo –la secuencia de enfrentamientos entre Guardiola y Klopp es el mejor ejemplo–, algo que Pellegrini –solo su excesivo respeto al Barça le hizo renunciar a su filosofía– y sobre todo Wenger niegan, regalando una ventaja al rival insalvable al más alto nivel.
Los equipos reactivos que dominaron el fútbol europeo la temporada pasada han dado otro paso adelante en su evolución, sabedores de que todo modelo que no esté orientado al dominio absoluto de las cuatro fases del juego –además del balón parado– está condenado a morir en la élite. Chelsea y Madrid focalizaron el mercado de fichajes en la mejora de su ataque estático, buscando los primeros soluciones a cerrojazos rivales en situaciones de marcador adverso en eliminatorias y de dificultad para desatascar partidos incómodos en Premier, y los segundos una vuelta de tuerca al estilo que sacara el máximo rendimiento a la calidad técnica de tanto pelotero a partir de una idea colectiva muy seductora basada en el juego de posición. Mientras, Simeone aprovechó la baja de Diego Costa para cambiar el perfil de su delantero, repercutiendo esto en un juego más directo que decida –junto al dominio demoledor de las jugadas de estrategia– esos partidos cerrados que sigue proponiendo una defensa de acero.
En su libro Cómo la vida imita al ajedrez, Kasparov –que fue número 1 durante 20 años– decía que la clave de la prolongación en el tiempo del éxito es “cuestionarse el statu quo en todo momento, sobre todo cuando las cosas van bien”. Guardiola se encontró en esta tesitura a su llegada a Múnich, con el agravante de que debía hacerlo sobre una obra colosal –pocos equipos como el de Heynckes en el siglo XXI– que no le pertenecía. Con el desafío de convencer a un equipo que había conseguido perfeccionar una idea ganadora de que era capaz de asimilar otra distinta en lugar de prolongar la que les había dado la gloria. Su modelo ya no iba a sorprender como pasó en Barcelona, y esa devoción por el balón que le impide variar su filosofía –a diferencia de, por ejemplo, Ancelotti– le obliga a buscar la imprevisibilidad a golpe de movimientos de ajedrecista, dibujando infinidad de sistemas, alternándolos en mitad de los partidos y convirtiendo a sus jugadores en talentos tácticos que ejercen de edecanes de su idea en el campo. Una reto reservado a los genios.
El momento histórico que vive lo táctico en el fútbol es demasiado bonito como para no creer ciegamente en la importancia del entrenador. Demasiado enriquecedor como para afirmar que por disponer de jugadores de calidad cualquiera puede armar con éxito ese desprestigio al fútbol –belleza maldita donde la haya– que es un repliegue bajo. Demasiado fascinante como para pensar que, como irónicamente decía Menotti, el fútbol de Guardiola se logra gritando desde mitad de cancha a los jugadores: “¡Toquen, toquen!”.
* Alberto Egea.
– Fotos: EPA – Getty Images
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