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Lo recuerdo como si fuera ayer. El calendario señalaba octubre de 2009, mi carnet de identidad apenas cumplía cuatro meses con la mayoría de edad y las primeras semanas de universidad todavía daban respeto. Mi padre, un gran hombre del que algún día escribiré, se portó aquel otoño llevándome a ver tenis en directo. En aquella época el tenis para mí todavía era un pequeño virus que empezaba a nacer en mis ratos libres. Hoy puedo decir que ya es pura enfermedad, incurable. A lo que iba, aquel año el Open de Valencia hacía las maletas desde el barrio de Benimaclet hasta el complejo del Ágora, cambiando arcilla por cemento, cielo por techo y multiplicando su categoría y estatus en la ATP, de 250 a 500. Oportunidad perfecta para acercarse a resolver una pregunta que todos nos hemos hecho en nuestra primera vez: ¿serán tan buenos estos tíos como parecen por televisión? Nada más entrar lo pude comprobar. Juan Mónaco, un argentino con un gran futuro por delante, corría de un lado para otro intentando defenderse del bombardeo que le caía desde el otro lado de la red. Allí comprendí que el circuito discernía entre los buenos y los muy buenos. Me quedé helado ante tal exhibición. Al terminar el encuentro (6-3, 7-5) aplaudí durante varios minutos al ganador de aquel monólogo arrollador. Nikolay Davydenko, con su tímido gesto, respondió agradecido sin saber lo que acababa de originar.
Un lustro después, y tras haberle seguido durante la mayor parte de su carrera, el ruso, aunque de origen ucraniano (Severodonezk) ha decidido decir adiós, poner el punto y final a una trayectoria brillante a la que los problemas físicos han terminado fundiendo los plomos. Tras casi cinco meses completos de inactividad, su última aparición data del 26 de mayo, donde cayó eliminado en primera ronda de Roland Garros ante Robin Haase (7-5, 6-4, 6-2). Ya no repartía juego como antes, no dominaba con su revés, no atravesaba la pista en tiempo récord para despertar en el público una reverencia. Ya no, desde hacía mucho tiempo. Esta temporada ni siquiera ha sido capaz de ganar dos partidos consecutivos, con un balance de 6-10, aunque el rompecabezas ya venía de lejos. Los engranajes de La Máquina –así le llamaban– empezaron a deteriorarse en 2010, momento en el que salió de los diez primeros tras cinco años conviviendo entre la realeza de este deporte. A raíz de ahí, un viaje hacia el olvido sin frenos ni retrovisores lo ha llevado hasta el puesto 244º de la clasificación y con unas lesiones en los pies que, en ocasiones, le impiden hasta caminar. Su lucha ya no tenía sentido, era el momento de abandonar.
A todos nos quedará grabada su mejor carta de presentación, esa temporada en la que se desató de unas cadenas con unos grilletes que le venían pequeños. Aquel 2009 donde tocó el cielo situándose a la misma altura que los líderes del circuito, jugando cinco finales y besando el oro en todas. Levantando el tercer Masters 1000 de su carrera (Shanghái) y poniendo la guinda en la última cita del año, la Copa de Maestros, donde su derrota inicial ante Djokovic fue compensada con triunfos al hilo ante Nadal, Soderling, Federer y Del Potro. “Parece un jugador de Play Station”, afirmaba el argentino tras caer en la primera edición que la Masters Cup celebraba en el O2 Arena de Londres. Éxito digno para alguien que ya había sido número 3 del mundo, que ya traía una Copa Davis bajo el brazo –2006 ante Argentina–, que completó trece de sus quince años como profesional entre los cien primeros o que, todavía conserva el mejor porcentaje en finales que se recuerda, 75 % (21-7). Pese a ello, el ruso también tuvo algunas manchas en su historial de guerra.
“No lamento no haber ganado un Grand Slam o no haber llegado a ser número uno del mundo”, explica el propio Davydenko. Lo segundo se lo vamos a perdonar, ya que solo tres tenistas lo lograron en la última década, pero lo primero quedará como una cuenta pendiente con la que el tenis no quiso bendecir al ruso. Hasta en cuatro ocasiones se quedó anclado en las semifinales de un major –dos en Roland Garros y dos en el US Open–, pero el premio no llegó nunca. La hierba tampoco era de su agrado: saldó once participaciones en Wimbledon con siete eliminaciones en primera ronda. Su tope, unos octavos de final en 2007. Los líos con las apuestas a punto estuvieron de condenar al de Severodonezk para siempre, un tema del que algún día sabremos toda la verdad. Algunos lunares que hoy ya no rinden importancia, aunque en el mundo de la raqueta siempre nos quedará la espina de que el tenis le debió de regalar algo más a Nikolay.
Pero si por algo era distinguido el ruso –aparte de por su exquisito juego– era por su personalidad. Nunca le gustó ser el centro de atención: evitaba las cámaras, le gustaba llevar un modo de vida de común, no era habitual verle inmerso entre publicidad y tampoco se casaba con las grandes marcas multinacionales. Pese a esto, no era un tenista tímido, aunque en ocasiones sus ojos parecieran dos rayos de hielo. Desde los 11 años empezó a trabajar con su hermano mayor, Eduard, del que nunca más se separó. Frecuente era ver a su mujer, Irina, acompañándole en las gradas, pieza fundamental para que todo fuera bien (para prueba, el anillo de compromiso que siempre llevaba colgando del cuello). El androide demostraba que también tenía sentimientos, los mismos que nos transmitía a nosotros al verle jugar. Ahora solo nos queda el dolor de haber tenido que despedir de esta manera a uno de los grandes genios del nuevo milenio.
No es el primero ni mucho menos será el último. De hecho, vista su generación (Safin, Ferrero, Nalbandian…), era de lo más normal que el día final llegara más pronto que tarde. Sin embargo, cada despedida es diferente. Depende de quién, depende para quién. Para mí siempre será un tenista que me marcó a fondo, que me hizo divertirme y aprender cómo comportarse dentro del rectángulo de juego. El presidente de la federación rusa de tenis, Shamil Tarpischev, le conoce bien y ya le ha servido en bandeja un puesto en su organigrama federativo. “¿Qué pasa con Davydenko? ¿Por qué no juega? ¿Se ha retirado?”. Desgraciadamente, nuestras dudas sobre su futuro ya han sido respondidas en Moscú, allí donde salió campeón hasta en tres ocasiones. Rodeado de los suyos, aquellos en los que se apoyó para encadenar diez años levantado títulos bajo esa mirada inexpresiva que tan bien entendíamos. A partir de hoy el circuito será un poco más frío sin ti, Nikolay. Gracias por dejarnos congelados.
* Fernando Murciego es periodista.
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