Un trauma

por el 1 diciembre, 2012 • 9:34

Andaba Mascherano en Liverpool, contemplando incrédulo cómo se iban esfumando compañeros de equipo y el propio entrenador, Rafa Benítez, cuando Guardiola le echó el lazo. El argentino se dejó arrastrar con facilidad. Primero porque los reds cerraban un ciclo, y segundo porque el que tiraba al otro lado de la cuerda era el entrenador del Barça.

Titular indiscutible en todos los equipos en los que había estado hasta entonces, exceptuando los extraños seis meses que pasó en el West Ham, Mascherano sabía bien adónde iba. Para empezar, al banquillo. Esto, que a priori puede resultar difícil de asimilar para un jugador titularísimo como él, capitán de argentina durante años (por cierto, el volante es de los pocos profesionales que debutó antes con selección absoluta que con el primer equipo del club), lo encajó el centrocampista con naturalidad. Su misión, en principio, era darle descanso a Busquets, porque con Sergio ocurre lo de Messi: son tan buenos en su parcela del campo que a los compañeros de equipo con perfil similar no les queda más remedio que echarse a un lado. Que se lo digan a Villa, máximo goleador de la selección, pichichi del pasado Mundial y letal dentro del área, pero que en el Barça juega con chinchetas en la banda izquierda, desplegándole la alfombra al 10; o a Yaya Touré, alma del City y que, pálido, cogió una avión rumbo a Inglaterra después de adivinarle las trazas al canterano. Tan buenos son que, tras marcar sus dominios, el resto de compañeros se encaja por el campo como puede, en violentos escorzos cuando no fichando por otro equipo. Aún consciente de que la sombra de Busquets era alargada, Mascherano aceptó el reto. Era agosto de 2010.

A mitad de temporada el equipo se quebró por donde suele últimamente: la zaga. Abidal estaba jugando el mejor fútbol de su carrera cuando le detectaron el tumor, y Puyol, con «el cuerpo lleno de lirios», comenzó a visitar frecuentemente la enfermería. En el horizonte, y haciéndose cada vez más grande, se agitaba el Madrid, rabioso tras el 5-0, esperando al Barça en todos los frentes: la final de Copa, las semifinales de Champions y el sprint final de Liga.

Con la defensa hecha unos zorros, Guardiola decidió resolver el entuerto como se resuelve casi todo en Can Barça: tirando de centrocampista. Ese reflejo natural del entrenador, el de reciclar jugadores de medio campo para ubicarlos en la línea de atrás, como ya hiciera con Touré o Busquets, implica apostar todavía más por el control del balón y por el fútbol de ataque. Por la misma razón, cuando se sube a un defensa al centro del campo se busca justo lo contrario. El sueño de Guardiola no era jugar con 11 canteranos (eso era cosa de Van Gaal) sino con 11 centrocampistas. Casi lo cumple en la final del Mundial de Clubes de 2011, cuando el Barça afiló hasta el paroxismo su ideal futbolístico y asfixió al Santos haciéndole tragar litros y litros de miel, con hermosa crueldad.

Pero nos desviamos. Pep le propuso a Mascherano jugar de central y este aceptó al punto. No es una decisión fácil. Keita, por ejemplo, se negó a jugar de lateral izquierdo durante la final de Champions de 2009 por no verse a la altura del reto. El argentino, en cualquier caso, se destapó como un defensa espléndido, impecable. Su escasa estatura la suplía con muchísima inteligencia y un despliegue físico conmovedor. Atento y veloz, se lanzaba a los pies del delantero para rebañar la bola con precisión de cirujano. Hacía gala de un instinto finísimo, como si su verdadera naturaleza fuera la de central y alguien le hubiese colocado en el centro del campo por error cuando era niño. Robaba balones con maneras de carterista, siempre tomaba la decisión adecuada y no dejaba pasar a nadie, como un guardián entre el centeno. Guardiola llegó a decir de él que era el mejor fichaje que había hecho el club en años. Se asentó en la zaga hasta hacerla suya y así continuó la temporada siguiente.

Pero entonces llegaron ellos. Fue este verano, durante el partido de vuelta de la Supercopa. Un Madrid huracanado zarandeó al Barça descargando una tormenta de contragolpes durante la primera parte mientras el público bajaba el pulgar y clamaba por la manita, viendo a su máximo rival andar sonado por el césped. En una de esas estampidas le llegó un balón llovido a Mascherano y tras él, con el colmillo goteando, Higuaín. El defensa pateó el aire y cuando se quiso dar cuenta el delantero ya había batido a Valdés.

Desde entonces, el argentino no ha vuelto a ser el mismo. Sigue ahí. En el minuto 10, en el Bernabéu y en pleno agosto. Atrapado entre miles de banderitas blancas que le ondean en la cara. Juega atenazado y en la mayoría de partidos hace alguna, en un trasunto de Perea. Está maldito. Durante su último partido de Liga, frente al Mallorca, tampoco despejó un balón que le acabaron robando y que se convirtió en gol. El día después captó las imágenes del soliloquio atormentado en el que se enfrascó el argentino. “Siempre fallo una, siempre… Tírala, la concha de tu madre… Siempre”, decía negando con la cabeza. El problema es que cada vez que la va a tirar se le aparece medio Madrid viniendo en tromba a por él. Tiene esa imagen aferrada al cogote. A veces los futbolistas caen en estos bucles y les cuesta un mundo salir porque sólo tienen 90 minutos a la semana para deshacer la madeja. A medida que pasan los partidos y el problema no se soluciona, el jugador tiene cada vez menos capacidad de maniobra. El nudo se hace más grande y enrevesado. El martes siguiente en Moscú, sin embargo, Mascherano jugó un buen partido. Quizá ya esté saliendo del lodo pero si no es así, si en el próximo partido vuelve a las andadas o las banderas blancas le vuelven a despertar a media noche, la solución de Mascherano pasa por cortar por lo sano, como hizo Alejandro en Gordión, y aprovechar la próxima vista del Barcelona a Madrid para reventar el primer balón que le llegue. Entonces podrá regresar a casa con el resto del equipo. 

* Jorge Martínez es periodista.

– Fotos: Reuters – Àlex Caparrós (FC Barcelona)




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