Entre otras muchas razones, Guardiola dejó el Barça porque ya no podía tener a su equipo preso de una corriente eléctrica continua, casi en trance, y asediando defensas rivales como hizo el Bayern contra el Manchester City. Ese ímpetu y esa conexión se fueron perdiendo en Barcelona. Por eso muchos culés vieron el partido del Etihad Stadium con una sonrisilla nostálgica en la boca, por los viejos tiempos.
El de Pep en Can Barça no fue un final agradable porque de ningún modo podía serlo. Desde que el equipo ganó 1-6 en El Molinón en la tercera jornada de la liga 2008/09 se supo que esto solo podía acabar en desastre. El periodista Antoni Puigverd encontró las palabras precisas: “Guardiola se enfrenta a su tarea de cambiar el destino del Barça con rigor científico, con pasión de amante, con severidad y empatía de profesor. Y con el sentido trágico del profeta: consciente de que acabará ardiendo un día u otro en el altar del sacrificio”.
La causa política, la crispación social, la imagen de mártir que muchos quisieron ver en él y otros temas ajenos al fútbol (si es que el fútbol se puede separar del resto de asuntos), además de los estrictamente deportivos, como el hartazgo de varios jugadores de la plantilla, terminaron diluyendo todo en una espumilla turbia, tóxica, que solo podía aclararse con la marcha del entrenador. En cierto modo, Guardiola fue víctima de su propio Barça.
Ahora, desprendido de todo ese molesto andamiaje, sin necesidad de tanta postura, está en su salsa, y se puede dedicar al fútbol sin acaudillar ningún ideal que no sea el de un juego precioso y preciso, higiénico, como el que nos ofreció ante el City.
En cualquier caso, los tipos como él jamás conocerán la paz porque pasan la vida persiguiendo quimeras. Y ni siquiera cuando las consiguen (lo cual tiene mucho mérito porque las quimeras tienen eso: que no se consiguen) como hizo él en su primer año, ganando seis de seis, logran descansar porque entienden, de forma abrupta y definitiva, que hacerlo una vez bueno, pero que hacerlo dos ya es imposible.
Lo lógico sería que si en tu primer año como entrenador ganas todos los títulos posibles a lomos de un fútbol excelso te retires a dar conferencias por ahí. Cuando a Juan Rulfo le preguntaron si no iba a escribir otro libro después de Pedro Páramo, su única novela y además una obra maestra de la literatura, contestó extrañado: “¿Otro?”.
En el momento en que Guardiola acepta seguir, acepta también su condena. Le quedan entonces pequeñas alegrías como las de este último partido de Champions: ver a sus jugadores asfixiar la salida del rival, ver cómo va tomando cuerpo su propuesta, cómo crece, cómo se engrasa, cómo funciona, con la certeza de que algún día todo eso morirá y será culpa suya. Es probable que, a pesar de hipotéticos títulos, el final en Múnich vuelva ser desconsolador. Hablamos de un loco. De hecho quizá sea este el momento más feliz de la temporada, mientras el equipo coge vuelo. Todo lo que viene después es buscar una perfección que no existe. En el horizonte, como una maldición, volverá a agitarse viva la quimera, inasible, lejana, susurrándole cosas por ver si Pep se atreve de nuevo con ella.
* Jorge Martínez es periodista.
– Foto: AFP
©2024 Blog fútbol. Blog deporte | Análisis deportivo. Análisis fútbol
Aviso legal