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El club sin discurso (II)

por el 11 octubre, 2013 • 10:56

De_Carlos

Santiago Bernabéu había mantenido la política fuera del Club. Personalmente no sostuvo buenas relaciones con los delegados nacionales de deportes, a excepción de Samaranch, en el breve periodo –para los tiempos congelados de entonces– que desempeñó un cargo reservado a falangistas. Su liderazgo social le había permitido, incluso, dar muestras de independencia de criterio que, como apuntamos, alguna vez rallaban en la ofensa personal al dictador. Prohibir la entrada al palco del estadio al laureado general Millán Astray o conceder el saque de honor en el homenaje a Molowny a su amigo Luis Regueiro, el legendario delantero de los años treinta, un rojo al que había ayudado a volver de su exilio mexicano, demuestra que sus acciones se ajustaban a sus principios, por encima de la conveniencia política. Después, Saporta, que llevaba las relaciones con El Pardo, se encargaba de poner bálsamo en las heridas.

En la tradición de Bernabéu, la mayor preocupación de Saporta, según interpreta García Candau –a la sazón responsable de deportes de El País–, era el peligro, real o ficticio, de que, en aquél momento histórico, el Madrid se convirtiera en un escenario de la batalla política, con candidatos de distintos partidos intentando apoderarse del Club. Evitar las elecciones le pareció la mejor manera de blindarlo. Por otra parte, la necesidad de renovación en el Madrid era patente y Saporta era consciente de esa necesidad. Él hubiera estado por promoverla. Apoyado, eso sí, en el equipo de gestión de Bernabéu, de una parte, cubriendo la retirada de Antonio Calderón de la gerencia con el secretario general, Agustín Domínguez, y en los candidatos de la renovación, por otra. Singularmente, Ramón Mendoza.

Pocas dudas caben hoy de que una presidencia de Saporta, con esa orientación, hubiera sido el instrumento idóneo para una transición entre Bernabéu y el futuro. Pero la amenaza presentida le llevó a pactar con los sectores más tradicionales del Club para evitar la división o la ruptura. Promovió una candidatura de unidad, invitando a todos los aspirantes a la presidencia a respaldarla. Su candidato natural era Gregorio Paunero, contador de la Junta de Bernabéu y vicepresidente de la Federación. Pero en sus planes se cruzaron las aspiraciones de Luis de Carlos, tesorero de la misma Junta desde 1962, lo que le daba más galones. Poco tardó Saporta en hacer bueno su propósito. Mucho antes de que se concluyera el proceso electoral se presentó una candidatura avalada por todos los posibles candidatos, reales e ilusorios, que presidiría Luis De Carlos y tendría a Ramón Mendoza en una de sus vicepresidencias. Una candidatura continuista.

Continuismo de Bernabéu sin Bernabéu era mucho decir. Cuando Bernabéu accedió a la presidencia que ejercería durante treinta y cinco años, el Atlético era el equipo hegemónico en Madrid. El Madrid, sin duda el mejor equipo de España y el club con más potencial de la época republicana, había quedado tras la Guerra Civil en la ruina deportiva, social y económica. Y políticamente postergado. Sin ninguna simpatía del Régimen, ni siquiera había sido capaz de conservar su hegemonía regional frente a un Atlético que se encontraba en Segunda División y en la ruina económica, es decir, bordeando la desaparición, en 1936, y fue promovido al estrellato en 1939 a través de una calculada operación política, el Atlético de Aviación, que borraba el nombre de la ciudad que más se le había resistido al ejército de Franco. Bernabéu, como bien interpretó Angel Bahamonde, no era simplemente El Presidente; era el símbolo del resurgimiento del Madrid de sus cenizas. El hombre que resucitó al Madrid de entre los muertos y le conectó con el futuro. Esa legitimidad no la tenía nadie, aunque fuera su paisano –De Carlos había nacido en Almansa– y hubiera compartido muchos años de directiva con él –estaba en la Junta desde 1957–. El continuismo no era, pues, más que una forma de hablar. Nadie podía ser, en rigor, la continuación de un mito. El camino que tomó el Madrid conducía de Santiago Bernabéu hacia la nada.

El temperamento de Luis de Carlos, que por otra parte ya superaba los setenta años en el momento de su primera elección, no era el más idóneo para el derroche de energía que exigía el gobierno de un club en una complicada situación patrimonial, que por su condición de tesorero él mismo tenía que conocer mejor que nadie. Aunque hoy nos dé risa el volumen de deuda declarada –300 millones de pesetas–, el Madrid padecía un déficit estructural y más de tres cuartas partes de su cifra de negocio seguían constituyéndolas los ingresos por socios y taquilla.

Santiago Bernabéu, cuya personalidad fue una llamativa mezcla de tradicionalismo y orientación al futuro, había previsto en 1973 vender los terrenos del estadio que llevaba su nombre y construir en Fuencarral uno nuevo con 120.000 localidades, 70.000 de asiento. Franco, y a sus órdenes el alcalde Arias Navarro, habían rechazado el único proyecto viable para sanear el balance del Club y generar los ingresos necesarios para volver a reunir un equipo capaz de recuperar la hegemonía europea. Un escenario inesperado, teniendo en cuenta lo que había sucedido con Les Corts, que llevó al viejo y enfermo presidente a preguntarse, en la nota manuscrita que presentaba las Bodas de Platino del Club, si el Madrid llegaría al centenario. Y lo que es más dramático, a responderse: “Pienso que puede ser muy difícil”

Si la alternativa a ese pesimista pronóstico sólo podía ser la concepción de un nuevo modelo de negocio, la personalidad de Luis de Carlos parecía la menos apropiada para ello. Y qué decir de la necesaria construcción de un discurso, acorde a ese nuevo modelo de negocio, para un Club zarandeado por unos tiempos en los que todo cambiaba de forma acelerada.

El club sin discurso (I)

* Manuel Matamoros es abogado.

– Foto: Real Madrid




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