La transición política atropelló al Madrid con Santiago Bernabéu enfermo, envejecido y prácticamente retirado. Y con una masa social cautiva por la inmensa deuda de gratitud que sentía hacia el anciano presidente, una de las figuras clave del desarrollo del fútbol mundial como espectáculo de masas y el constructor de la gran leyenda del Madrid.
Las consecuencias de su fallecimiento, en 1978, no habían sido adecuadamente anticipadas por el Club. El Bernabéu presidente había empleado el mismo estilo pétreo que el Bernabéu delantero. Era un ganador. Y la masa social, que le reverenciaba de una forma que no volvería a suceder jamás, se identificaba en ese carácter. Quizá la conciencia de la imposibilidad de reemplazar esa personalidad magnética, de diamantina dureza y germánica efectividad, estuviera en la base de la parálisis de la acción.
La sucesión de un presidente tan singular como Bernabéu era necesariamente delicada. Su carácter fuerte, enérgico, unido a su naturaleza de hombre de fútbol y del Real Madrid –fue jugador del primer equipo durante los quince años anteriores a la profesionalización del fútbol, capitán cuando el brazalete significaba mucho más que ahora, delegado, secretario técnico, miembro de varias directivas, presidida alguna por socios contrarios a sus posiciones antes de su ascensión a la presidencia– y al contexto histórico favorable al ejercicio autoritario de las potestades del presidente, había impedido que, desde 1943, prácticamente nadie creciera a su sombra. Raimundo Saporta, su vicepresidente, era la excepción. Brillaba con luz propia de mucha más magnitud que Agustín Domínguez y Antonio Calderón, los otros dos soportes del equipo gestor de Santiago Bernabéu, que, sin negar sus indiscutibles habilidades para manejarse en cada una de las áreas en que se emplearon, básicamente reflejaban la luz del sol.
Saporta, el apoyo decisivo de Bernabéu en la exitosa aventura europea del Madrid, podía jugar un papel importante en relación con los reformistas del Régimen y la Casa Real. Pero no eran las bambalinas, desde donde, como segundo de Bernabéu, había prestado sus destacados servicios al Club, el espacio que debería ocupar en la sucesión del presidente para conectar el Madrid con el futuro. Su lugar era el puente de mando. Y no sólo para manejar las palancas del poder, sino, destacadamente, por la función de representación inherente a la presidencia. En esa hipótesis, el futuro habría sido otro, con toda probabilidad. Pero Saporta, al que nadie podía discutir su posición de albacea de Bernabéu, se equivocó dos veces en el ejercicio de esa función, perjudicando al Club.
La personalidad de Bernabéu también había eclipsado la patente necesidad de modernizar las estructuras del Club. Se requería una entidad capaz de afrontar los cambios que se avecinaban en la sociedad del último cuarto de siglo. Con toda su grandeza, el Madrid seguía siendo más parecido a aquél que tuvo la sede en el Paseo de Recoletos, y que el propio Bernabéu había reformado tras su ascenso a la presidencia en 1943, despidiendo de la secretaría técnica de Hernández Coronado y postergando al jefe administrativo Carlos Alonso –que había apoyado los intentos de alcanzar la presidencia del primero–, situando a Antonio Calderón como gerente por encima de él.
A la necesidad de definir un nuevo concepto de negocio y de poner en pie las estructuras orgánicas necesarias para soportarlo, corría en paralelo la de construir un discurso propio. España había cambiado de discurso y el Madrid, que tenía tantos mitos a los que acudir para construir el suyo, corría el riego de quedar anclado en el pasado, desconectado del nuevo referente social, lo que podía ser peor, incluso, que carecer de discurso.
Inciso. No sé si merece la pena anticipar la eventual objeción del “para qué” un club de fútbol necesita un discurso. Quedándome en el aspecto puramente pragmático de la respuesta, diría que para crecer. Como toda sociedad, un club necesita un sistema de valores que le dé coherencia interna, que articule a sus miembros en un proyecto de futuro, que sustente una visión que jerarquice los objetivos. Fin del inciso.
La hegemonía mundial del Madrid había declinado hacía más de diez años, sin que, mientras la ostentaba, fuera capaz de construir el discurso que la aprovechara. Tampoco parecía necesario. Bernabéu lo llenaba todo. Y ni siquiera de un mito como DiStéfano se aprovechaban las lecturas más convenientes para el futuro. Más bien se encubrían. El discurso oficial había minimizado el éxito económico y deportivo del Club. El raído título de mejor embajador de España vendría muy bien a las necesidades de imagen del Régimen, sin duda, pero aparentando ensanchar el ámbito de representación del Madrid, en realidad era reduccionista. Para el que hubiera sido, de poderlo escribir, el discurso propio del Madrid, el dato clave era que había sido el primer club de fútbol que, luciendo sobre el pecho el escudo de la Unión Europea de Fútbol, UEFA, había conquistado la Copa Intercontinental.
El Madrid nunca había aspirado a ser otra cosa que el mejor Club de fútbol, pero sólo un club de fútbol. Nunca tuvo vocación de representar el imaginario simbólico de otra entidad ajena. Si se quiere, la ciudad de Madrid, cuyo nombre, sin más sustantivos ni adjetivos que lo hicieran de menos –luego vendría lo de Real–, incorporó desde su fundación. Pero sólo para el ámbito del fútbol, pues, como no cuesta imaginar, mal podían aspirar a integrar el elemento simbólico de su ciudad aquellos jovenzuelos que, ataviados en calzones cortos, se dividían en dos grupos de siete u ocho para correr tras una pelota de cuero en algún desmonte o descampado, mientras las gentes de orden escribían cartas al alcalde, Augusto Aguilera, para que prohibiera semejantes exhibiciones de impudicia.
Aún con tan desencontrados orígenes, la ciudad de Madrid terminaría por identificarse con el Club. Pero eso no ocurriría hasta los tiempos de la República, cuando sus primeras hazañas en el campeonato de España. Y puede que una gran parte de España lo hiciera durante la fase tecnocrática del franquismo, al calor de sus éxitos internacionales. Particularmente, esa parte que formaba la emigración económica –que, al regresar a España, engrosaba en proporción notable las fuerzas clandestinas de oposición democrática– y que animaba entusiasta al equipo blanco en los estadios centroeuropeos, pues, para su particular imaginario, las victorias del Madrid sobre los equipos locales suponían una vindicación de su propia subordinación social en sus países de destino.
Debido a la personalidad de Bernabéu, y en la medida de lo entonces posible para una institución que no estuviera instalada en la clandestinidad, el Madrid había ido dejando un rastro de migas que podían ser, más que muestras de distancia con el Régimen, actos de no subordinación a los criterios oficialistas. Así, las visitas del equipo completo a la Reina Victoria y Don Juan en Lausana, con motivo del primer partido de Copa de Europa frente al Servette en 1956, o al presidente madridista Sánchez Guerra al convento de Villaba en el que había ingresado al volver del exilio, con motivo de un partido frente a Osasuna en 1963, o la imposición de la insignia de oro y brillantes a Moshé Dayan, con motivo de un partido de baloncesto frente al Maccabi en 1970, acciones todas entendidas como ofensas personales por El Pardo. Aun así, el Madrid, que se había convertido menos de veinte años antes en el referente del fútbol universal, al punto de que un club de la patria del fútbol, el Leeds United, cambiara los colores de su uniforme para vestir de blanco desde 1960, corría el riesgo de no poder explicarse en España, su vivero natural.
Enfrentado a ese momento decisivo, Raimundo Saporta cometió, como hemos dicho, dos errores. Si no desde su perspectiva personal, que habría que saberlo, sí desde la perspectiva del Madrid, del que había sido directivo y vicepresidente los últimos veinticinco años. El primero, negarse a ser el presidente que todos los sectores del madridismo hubieran deseado. El segundo, una vez firme su decisión de apartarse, poner su decisiva representatividad a favor de la candidatura de Luis De Carlos para sustituir a un Bernabéu que Carlos Luis Álvarez, el inolvidable Cándido, había sintetizado en una frase genial: “Era un cazurro, pero no un carroza”. Exactamente la antitética podría predicarse de su sucesor.
* Manuel Matamoros es abogado.
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