Soy un apasionado de Don Mario Puzo. Hasta el día de hoy no he encontrado ningún escritor cuyos libros me enganchen de la misma manera que lo hacen los que escribió el italo-americano hace unos cuantos años. Puede que fuera por su intensa descripción de los personajes que protagonizan sus historias, a los que llegas a conocer como si fueran allegados; quizás sea la intensa prosa que te introduce en las calles del Bronx o en un pequeño pueblo de Sicilia. De una forma o de otra, acabé adorando a Michael Corleone con la misma intensidad que lo hice con Turi Giuliano, ambos fundidos en la obra El Siciliano como dos piezas de metal en una fragua.
La especialidad de Puzo eran las historias sobre la mafia, la cosa nostra sobre todo. En cualquiera de sus escritos se pueden encontrar a varios Don, cabezas de famiglia que lideraban algún clan de Nevada, Nueva York o Palermo. Todos ellos habían conseguido tal estatus cercano a la divinidad gracias a la adquisición progresiva de respeto de todas las personas a su alrededor, generalmente obtenido mediante favores realizados y probablemente cobrados con posterioridad. El mantenimiento de ese respeto era fundamental para poder seguir liderando a las demás familias, los otros clanes rivales del entorno a los que había que demostrar el poder para que no se viera discutida su superioridad.
Don Vito Corleone se asentó en la cima del poder de Nueva York y durante treinta años nadie se olvidó de a quién había que baciare le mani. La comodidad y la tranquilidad con la que vivía en Nueva York hizo que dejara a un margen la vigilancia de las demás familias, que fueron modernizándose y ganándose nuevos terrenos del mercado negro, como podían ser las drogas, negocios sucios a los que no quería entrar Don Corleone. “Mi no es firme”, le dijo a Virgil Sollozzo cuando se reunieron. Esa decisión le costó cinco balas en el cuerpo y la pérdida de su hijo mayor, Santino (para los amigos y los lectores, Sonny).
El Barcelona ha vivido una situación relativamente semejante. Durante cuatro años, los culés practicaban un fútbol que tendría su espacio en cualquier Club del Gourmet, situado en un estante entre el mejor caviar persa y un suculento 5 Jotas que provoca una salivación incesante de solo mirarlo. A base de toque, asociación y desmarque a una velocidad nunca antes vista, el Barça de Guardiola se ganó el respeto de sus adversarios, que no tenían ningún reparo en arrodillarse y felicitarlos por su bella labor. Puyol, Xavi, Valdés, Iniesta y Messi eran los capitanes de una famiglia cuyo capo era el técnico de Santpedor.
Es ineludible sufrir algún traspiés en todo ese tiempo de dominio, pero lo importante era seguir manteniendo el estatus inicial, caer al suelo sin hincar la rodilla, con la mirada todavía alta, hacia el horizonte. El Barça cayó con el Inter y nadie dudó de su grandeza, todos confiaban en que regresaría triunfante. Y lo hizo. El Chelsea hurgó de nuevo en la herida, pero lo que ha muerto no puede morir, como dicen los habitantes de las Islas del Hierro. Pero las familias rivales, ante la negativa culé a adaptarse a un nuevo orden de cosas en el que prima el orden defensivo y la velocidad a la contra, llamaron a la guerra. La primera baja fue Guardiola y después se fue Tito para recuperarse. Quedó como cabeza visible Jordi Roura, que tiene que liderar el Barça a lo Michael Corleone, sin esperarlo, sin desearlo.
Toda esta situación ha hecho que el Barça pierda el respeto de los demás clubes europeos que, como perros salvajes, huelen el miedo azulgrana. El Real Madrid, como Emilio Barzini, se sintió por primera vez en cinco años más poderoso que su enemigo más íntimo, e incluso el Milan no se creyó la víctima que sí fue contra el Barça desde que Giuly los echó de la Champions en el2006. Los rossoneri amenazaron el liderazgo culé en Europa con una afrenta que sólo se puede resarcir como una vendetta más grande aún. Un golpe certero y fuerte necesita el Barça para recuperar el respeto perdido, para que el resto de los clubes europeos los vuelvan a llamar Padrino.
* Jesús Garrido es periodista.
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