«Mi deseo es ganar el Masters 1000 de Shanghái». Concedido. Como si del mismo Aladdín se tratara, Roger Federer convirtió sus pretensiones del martes en realidad el domingo. El suizo, que no es una persona a la que le guste perder el tiempo, diseña su calendario cada invierno con el objetivo de buscar la gloria en cada una de las plazas a las que se presenta. Esta temporada, hasta el momento, suma catorce torneos disputados y en once ha conseguido meterse entre los cuatro mejores. Nueve finales (más que ningún otro) y cuatro títulos en su poder (uno menos que Novak Djokovic) muestran la convicción y confianza con la que se encuentra el de Basilea pese a los 33 agostos que carga en su espalda. En esta ocasión, su varita apuntó a Shanghái, territorio aún por conquistar, donde de nuevo la magia se encargó de cercar el trono bajo el dominio del helvético. Por un momento, China se convirtió en Agrabah y el genio volvió a deleitarnos con sus mejores hechizos.
Suena repetitivo, pero no fue nada fácil. Hacía siete años que Federer no levantaba un trofeo en Asia. En sus tres participaciones en Shanghái nunca había sido campeón y, además, se trataba del primer torneo después de unas minivacaciones tras la semifinal de Copa Davis (12 de septiembre), el gran propósito del suizo desde que empezara el curso. A nadie habría extrañado una rápida eliminación en las primeras rondas debido a la carencia de ritmo o la falta de hambre. Nos equivocamos. Sus palabras en rueda de prensa en la jornada previa a su debut iban cargadas de verdad y pretensión. No había cruzado medio globo terráqueo para nada, estaba allí para regresar con algo bajo el brazo, una pieza que se le resistía sobre una pista que todavía recordaba con nostalgia, ya que aquí se doctoró en 2006 y 2007 cuando la Copa de Maestros todavía se celebraba en Shanghái. Siete días después, el currículo de Federer cuenta con una nueva dosis de excelencia.
De las cinco bolas de partido salvadas ante Leonardo Mayer a las cuatro de torneo que tuvo ante Gilles Simon. Frente al argentino las salvó todas, contra el francés, con una le bastó. De menos a más, así maduró el tenis del helvético según fueron pasando las rondas bajo la cúpula del Qizhong Stadium. De hecho, sería el correntino el único jugador capaz de robarle un set en los cinco partidos que construyeron el camino para que se anotase el 23º Masters 1000 de su carrera. Ese sufrimiento en segunda ronda hizo crecer al suizo, a quien ya nadie podría parar, ni siquiera Novak Djokovic, número uno del mundo y bicampeón del certamen. El serbio arrastraba 29 triunfos al hilo en el continente asiático y aterrizó en semifinales contando sus encuentros por lecciones. Por quinta vez en nueve meses se volvían a cruzar los dos hombres más en forma de la temporada, añadiendo un nuevo capítulo a una rivalidad que ya es histórica (36 enfrentamientos). Imperturbable con el saque, incisivo desde el fondo y sangrante con su derecha. Ni siquiera le hizo falta estar perfecto en la red, lugar donde el balcánico supo encontrar los orificios para contrarrestar tanta subida. Pese a ello, los nudos volvieron a ser el lugar donde el suizo terminaba cada obra, hasta que finalmente el comandante de la ATP sucumbió ante el preciso despliegue del abuelo, ese al que todos enterramos hace un año.
Vencido Djokovic, esperaba Simon. La final anticipada ante el de Belgrado podía pasar factura un día después, sobre todo en el aspecto psicológico, cuando la relajación tras la batalla puede hacerte perder la guerra. Y a punto estuvo de ocurrir, ya que, aunque Federer ganó en dos sets, en ambos salvó pelotas de ruptura que habrían resultado definitivas. Con el tenista de Niza superado, el marcador de victorias anuales del suizo reflejaba ahora 61, escoltadas por las 52 de Nole. Es un escándalo que con 33 años Federer lidere este tipo de clasificaciones. Resulta asombroso que, quitando un par de torneos, un padre de cuatro criaturas haya estado siempre cerca del título o de entrar en la disputa por él. Casi impensable es que manifieste el mejor balance ante los diez mejores jugadores del mundo con un imponente 13-4, cuando en el 2013 cosechó cuatro victorias ante tenistas del primer vagón de la ATP. Pasada la treintena de edad, solo dos jugadores han conseguido celebrar más triunfos que el de Basilea durante una temporada, un récord que está temblando en el vestuario viendo la ambición del suizo y sabiendo que todavía falta un mes de competición.
Pese a que el octavo Masters 1000 de la temporada no era algo desconocido para Federer, sí es cierto que Shanghñai se le había resistido desde que en 2009 se implantara en el circuito. Incluso perdió la final de 2010 ante Andy Murray, actualmente número 11 del mundo. Con este premio ya solo existen dos alberos en los que Federer no conoce la victoria: Montecarlo y Roma. Lógicamente, ambos en tierra batida. En el Principado ha salido derrotado de hasta cuatro finales, la última hace unos meses ante Wawrinka, mientras que en Italia se ha quedado a las puertas en tres ocasiones. De esas siete finales, Rafa Nadal ha sido su verdugo en cinco, que sumadas a las cuatro de Roland Garros sitúan al mallorquín como la kryptonita del superhéroe helvético. Otro reto todavía por cumplir, aparte del oro en los JJ. OO. (consiguió la plata individual en Londres 2012 y el oro en dobles en Pekín 2008), sería la Copa Davis, que cerrará el curso oficial a finales de noviembre en el estadio Pierre-Mauroy de Francia. En caso de victoria, la Ensaladera se convertiría en un broche inmejorable para decir adiós a una temporada de reivindicación que podría llevarle incluso a lo más alto del ranking.
Todo ha cambiado en apenas tres meses. La lucha por el número uno antojaba dos protagonistas claros a principios del verano: Rafa Nadal y Novak Djokovic. Ambos defendían todos los grandes títulos restantes desde agosto hasta noviembre, repartidos en 4.000 puntos en cada zurrón, pero tres circunstancias cambiaron el guión de la película: las lesiones del español, la inminente paternidad del balcánico y la incesante resurrección del suizo. Primero en Cincinnati y luego en Shanghái, Federer ha ido recolectando los puntos que se les han ido cayendo a sus dos máximos rivales, hasta el punto de que volver a reinar sobre todos haya dejado de ser una utopía. Con Basilea, París, Londres y la Copa Davis todavía por celebrarse, la opción de regresar al número uno por cuarta vez en su carrera está tomando una forma cada vez más seductora. El helvético debería ganar como mínimo un par de torneos y el serbio sufrir un par de tropiezos, pudiéndose incluso decidir en la final entre Suiza y Francia, donde Federer obtendría 75 puntos por cada victoria y 75 más si conquista el trofeo.
Es de locos que el jugador más veterano de los 30 primeros tenga posibilidades reales de volver al primer escalón mundial. Alguien que terminó el curso pasado en el sexto peldaño, que llegó a estar octavo, que era incapaz de plantar cara a los de arriba y que cerró un funesto 2013 con una sola copa en la maleta. En menos de un año todo ha cambiado, o mejor dicho, todo ha vuelto a la normalidad. Federer imparte su tenis de salón en cada plaza, pero con una versión actualizada a los nuevos tiempos: saque más potente, intercambios meditados y la red como fiel aliada. Ya no hay temor a la derrota ni vértigo hacia la victoria, solamente el camino hacia una merecida eternidad que llegará el día en que la Wilson más laureada de la historia deje de agitarse bajo el viento. «La confianza es algo grande en el tenis y yo la tengo ahora», expresó seis días antes de coronarse en Shanghái. No mentía. En una semana los micrófonos se volverán a abrir en Basilea, su casa, lugar donde el número dos del mundo comenzará su travesía con el propósito de dejar de serlo.
* Fernando Murciego es periodista.
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