Robert Walter Johnson fue uno de los mejores jugadores de fútbol americano en su etapa universitaria, allá por los años 20. Le llamaban Torbellino, y decían que era tan rápido que ni siquiera utilizaba casco, incluso batió varios récords de anotación sin despeinarse. Sin embargo, no era este deporte con el que fantaseaba cada noche. Ése era el tenis. Pronto se convertiría en el Doctor Johnson, tras finalizar la carrera, y afincarse en Lynchburg, Virginia. A esa madurez le acompañó una obsesión por el arte de la raqueta, la cual le hizo construir una pista de entrenamiento en su propia casa y reunir a todos los jugadores del distrito que compartían su misma pasión. Eso sí, con un ligero matiz: todo eran personas de raza negra, como él. El tenis era el deporte más complicado de dominar que había visto jamás, pero eso no le había impedido ser autodidacta mediante la observación y múltiples lecturas. Con aquella base se aventuró en aquel viaje de adoctrinamiento con la idea de transmitir entusiasmo a los más jóvenes, hasta que un día se encontró con la dura realidad.
Fue en el mes de junio de 1949 cuando el doctor Johnson conducía su coche por las calles de Charlottesville, lugar donde se disputaban los campeonatos interescolares nacionales de la Asociación Estadounidense de Tenis de Hierba (ULSTA). Se detuvo emocionado al ver aquello y se acercó hasta donde pudo a observar a aquellos jóvenes provenientes de los mejores colegios privados del país. Un segundo bastó para quedarse asombrado del nivel que atesoraban aquellos niños, a años luz de los que él instruía. Se marchó cabizbajo, no sin antes preguntarle a un juez de silla cómo podía enviar a sus pupilos a competir en aquellas canchas, aunque el resultado fuera mucho peor del esperado. Cada semana, los alumnos de la Asociación Americana de Tenis (ATA) -el equivalente para negros a la USTLA que Robert había creado- regresaban humillados del recinto de Charlottesville, sin ninguna opción de victoria ni ánimo de volver a intentarlo. Le incomodaba sobremanera ver cómo los jugadores de raza blanca superaban con comodidad a sus pequeños, le asustaba aquella desigualdad, aunque al mismo tiempo le estimulaba, relata John McPhee en su novela ‘Los niveles del tenis‘. Así fue como el doctor Jonshon se prometió a sí mismo el reto de desarrollar a un tenista negro capaz de competir y salir campeón en Charlottesville. Aunque le llevase toda una vida.
El sistema se endureció de manera importante en Lynchburg, situando el tenis como la máxima y única prioridad de los jóvenes que allí entrenaban. Los valores también tomaron especial relevancia en su instrucción, aunque luego no se viera reflejado en los resultados. Nada había cambiado pese al aumento de exigencia, hasta que un día de 1953 la historia escribió una nueva página. Ronald Charity, uno de los hombres mejor situados en el ranking de la ATA por aquel entonces, llamó a la puerta de Robert Johnson para hablarle de un muchacho. Había intercambiado algunos golpes con él en el barrio y, pese a contar con apenas diez años, sentía que aquel niño era distinto, que tenía un don para cambiar el rumbo de aquel cuento. Johnson aceptó acogerlo durante una temporada, pero antes quería verlo. El día en que el doctor conoció a Artur Ashe Junior. comprendió al mismo tiempo el significado de la palabra ‘fragilidad’. Huesudo, al borde del raquitismo, tan delgado que pensó que al primer raquetazo saldría disparado hacia delante contra el suelo. El pequeño Ashe tuvo que trabajar más que ningún otro chico, pero muy pronto pasó de ser el último de la clase al favorito del profesor. Cambió su carácter descarado por una óptima disciplina que le llevó, cómo no, a conquistar Charlottesville con solo 18 años. En su primera participación y sin ceder un solo set. Artur ya había superado con creces a su descubridor, Charity. No había ningún negro en todo Estados Unidos capaz de plantarle cara, era único. Quince años después, aquel esmirriado pero talentoso joven ganaría el primer Us Open de la historia del tenis profesional. Arriba, en lo más alto del estadio, Robert Johnson aplaudía emocionado. El final de la leyenda ya la conocen, la de un pionero que ejerció de líder, tanto en lo deportivo como en lo social, de un pueblo ninguneado y apartado desde el minuto uno de las cavidades del éxito.
Ha pasado casi medio siglo y todavía se recuerdan sus gestas. Quizá, porque sigan siendo las únicas. Hasta 25 rostros distintos han pasado por la azotea de la clasificación desde que se instalara el ránking en 1973, cada uno de su padre y de su madre. Unos más altos, otros más rubios y otros con peor carácter. Algunos zurdos, otros con un potente servicio y muy pocos faltos de un imponente carisma. Todos estos elegidos alternan en origen, edad, patrocinadores o en semanas como número uno, convirtiéndoles inmediatamente en únicos e irrepetibles. Sin embargo, un factor les congrega a todos bajo la misma etiqueta. Desde Nastase hasta Djokovic, todos fueron de raza blanca. ¿Por qué? Es la gran pregunta, sin duda. ¿Por qué nunca tuvimos a un jugador ‘de color’ en la jefatura del tenis masculino? Podemos girar mucha más la tuerca, ¿por qué existen tan pocos tenistas de color en el tenis profesional? En el top100, por ejemplo, cuéntenlos: Tsonga, Monfils, Brown, Kyrgios, Young, Estrella… muchos son europeos con ascendencia afroamericana, resultando pese a todo una cifra paupérrima del porcentaje total. En una etapa de nuestra historia donde la globalización se instala sin preguntar por términos y condiciones de uso, el tenis parece estancado todavía en los años 20, allí donde fue catalogado como ‘el deporte blanco’. Tan desafortunado como cierto.
En esta ecuación tan espinosa de despejar ha querido tomar parte hasta la ciencia, destapando importantes hallazgos que a continuación explicaremos. De siempre se ha sabido que la evolución de nuestra especie ha estado determinada según el continente, siendo África donde más variantes de ADN se pudieron asociar. El grado de variabilidad es tan alto allí que dos africanos escogidos al azar mostrarán más diferencias en su genética que un africano y un panadero de Zamora. La ciencia afirma que todos nosotros tuvimos, en algún momento de nuestro árbol genealógico, una ascendencia africana. Los negros, habitantes en una latitud opuesta, adquirieron ese color de piel con el paso de los años para protegerse de la luz solar que arrojaba el ecuador. Pero su singularidad no acaba en una simple apariencia, el secreto se halla en su interior, en los genes. Concretamente, en el gen que codifica la alfaactinina-3, una proteína que sirve para que los músculos se contraigan de forma explosiva. Como bien advierte David Epstein en ‘El gen deportivo‘, la mayoría de europeos tenemos un defecto en este ‘gen de la velocidad’, todo lo contrario que en población negra, sobre todo en Jamaica. Fue la historia la que marcó estos extremos: mientras unos comenzaron a fabricar armas para disminuir el desgaste en la caza, otros todavía seguían corriendo y bregando contra la malaria.
¿Adónde quiero llegar? Saliendo de los términos científicos, el resumen indica que el ADN de los negros contiene menos glóbulos rojos, es decir, menor flujo sanguíneo, por lo que su papel en el deporte correspondería a modalidades alejadas de un ejercicio gobernado por la resistencia y más cercano a la explosividad o la fuerza. Más contundente, su genética está diseñada para deportes de corta duración, como los 100 metros o el salto de altura. Esto que suena tan partidista está demostrado por los científicos más célebres de la época moderna, encargados de desgranar el código del ser humano para resolver misterios que solo encuentran una respuesta en el origen. El problema viene cuando aparecen estereotipos equivocados que señalan a los negros como ‘irracionales’, descritos como atletas fuertes, poderosos, rápidos, pero también salvajes. Dotados de un menos C.I. o faltos de capacidades cognitivas, incapaces de mantener la compostura en momentos críticos. Esto no es ciencia, se llama racismo.
Dejando los tecnicismos y la genética a un lado, volvemos al tenis. Artur Ashe, Yannick Noah, James Blake, Jo-Wilfried Tsonga o Gael Monfils son algunos de los tenistas de color más reputados de la historia del tenis masculino, aunque entre todos sumen apenas cuatro Grand Slams. Si giramos la cabeza a la acera de enfrente, vemos cómo la WTA todavía vive bajo el aplastante mandato de Serena Williams, camino de convertirse en la mejor jugadora de todos los tiempos. Por no hablar de Althea Gibson, símbolo del resurgimiento de la raza negra en los años 50. ¿Qué papel juega la ciencia ante esta variación? ¿Por qué en la rama femenina sí y en la masculina no? Algunos subrayan la cuestión económica, otros apuntan a la sociología y a las culturas, la percepción del tenis como modo de vida. Quizá sea sencillamente los gustos por un deporte u otro, quizá sean los genes o quizá, como última y más probable vertiente, sean los caprichos del azar. Gracias a Dios hoy la diferencia de oportunidades se ha recortado en gran parte del globo, aunque los más perjudicados sigan siendo los de tez morena. Por último y para los más despistados, decir que el jugador de la imagen principal tiene 18 años y se llama Frances Tiafoe. Se crió en Maryland, pero por sus venas corre sangre de Sierra Leona. Apenas cuenta con dos victorias ATP pero ya es el más joven de los 150 primeros del ranking. Ojalá que algún día sus éxitos nos hagan rescatar este artículo y enterrarlo para siempre. No se me ocurriría un regalo mejor para el honorable doctor Johnson.
* Fernando Murciego es periodista.
Twitter: @fermurciego
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