"El modelo de juego es tan fuerte como el más débil de sus eslabones". Fran Cervera
Esto del Perarnau Magazine lleva camino de convertirse en un gran invento, expresado quede como parte interesada y lector encantado. Ahora mismito, hace nada, Ángel Iturriaga acaba de tocarme la fibra futbolística más íntima con su delicioso artículo dedicado a los históricos extremos barcelonistas. Utiliza, además, un cliché nostálgico que resulta a medida de los antiguos wings: efectivamente, amigo, forman una especie en extinción y habida cuenta que la infancia es la patria de cada cual, los sentimentales del balón guardamos en lo más recóndito del alma un santoral de extremos al que eternamente elevaremos nuestras deportivas plegarias de reconocimiento. En el caso de Ángel, su héroe se llamaba Javi Navajas, fruto de intransferibles recuerdos personales. El mío, sin ningún problema para la confesión, portaba por nombre Cinto López y conseguía conversos de fe inquebrantable a cada carrerón que se pegaba el hombre por la banda de mi viejo campito inglés de Tarragona, especie de ruleta rusa desprovista de componente trágico.
Existen otras posiciones que resultan ya puro anacronismo, algo tan digno del Pleistoceno superior como cualquier fósil enterrado, imposibles de recuperar y reivindicar en los tiempos modernos por haber quedado superados desde el progreso táctico. Pienso en la figura del líbero, aquel personaje elegante que barría atrás, corregía errores ajenos en la retaguardia, preservaba al portero como sólo lo harían los amigos íntimos e iniciaba el primer paso de construcción. O en el central de trazo contundente, pura intimidación, bregado en mil patadones a cuanto se moviera por delante, fuera balón o carne rival. O, también y acabo, esos raros arietes que sólo vivían de cabecear majestuosos centros, incapaces de usar las piernas para algo que fuera más allá de andar y mantener el simple equilibrio. Pero, ay, los extremos, esos sí que eran y aún deberían ser salsa y especias enriquecedoras del juego, picante de incomparable paladar. Suerte que, gracias al concepto postmoderno resumible en abrir el campo, las alas han hallado una sociedad protectora que vela por su conservación y arraigo, cuando, desde la imposición evolutiva del 4-4-2, andaban boqueando, los pobres, presos y víctimas ante cierta voluntad de exterminio.
Nada enardece tanto como el esprint de un extremo kamikaze, de esos dispuestos a recibir el cuero a la manera de los mensajeros del Pony Express para lanzarse al galope desaforado, dispuesto a cumplir cuanto antes la misión encomendada. La línea de cal le marcaba el camino y a él se pegaba con fe y determinación, jaleado por el respetable de agarrotado corazón al ser ésa suerte suprema, lance incomparable en belleza y riesgo. Durante cincuenta metros de línea recta, el ánimo no estaba ni para apuestas evidentes ante las dos opciones finales, resumibles en si sería o no capaz de centrar en condiciones antes de arribar a su estación Término o pagaría antes en sus carnes la afrenta de irse por piernas del lateral poco dispuesto a cederle un ápice de lucimiento. Allá que partía volando el extremo y, en nuestras visiones infantiles, nos parecía héroe y mártir dispuesto a dejarse las piernas por nuestra causa. El tiempo y las necesidades tácticas dispusieron que el especialista hollara otras sendas en diagonal, perfeccionara el arte del dribbling o aprendiera en bien de su preservación los compases del tempo imprescindible para la combinación de ataque, pero la esencia del extremo, nuestro extremo, resultaba mucho más simple, nada compleja: atacaba recto y veloz para alzar la vista en el último y preciso momento, allá en el linde de la línea de fondo, hasta ponerla a pies o remate del ariete que acompañaba a distancia. O moría en el intento, aunque esa jugada de intentona se repitiera diez, quince veces por encuentro y tampoco fuera cosa de fenecer.
Vivíamos sobrecogidos, impresionados, la carrera, propulsados del asiento como asistentes a la recta final de cualquier Grand National, de un esprint en la etapa llana del Tour. Los rápidos y valientes eran nuestros favoritos, carácter especial, emoción y gallardía aseguradas. Cada cual habrá admirado a su velocista de cabecera emocional, por tanto huyamos de citar a éste o aquel prodigio, que los hubo y muchos, aún los hay, para rendirnos simplemente a la memoria de los especialistas primarios, de origen, los hábiles y contumaces expertos en llegada, desborde y centro. Sólo línea recta, vértigo, vocación y duelo a dos entre el dique y la energía desbordada. Si Proust hablaba de su magdalena, el extremo de tales hechuras equivalía al caviar Beluga de nuestra memoria, cuando empezábamos a amar ese juego capaz de brindarnos tales monumentos fugaces: la carrera del perseguido y el comprobar cómo acababa la afrenta. Manjar divino para paladares infantiles que hoy los reivindican ya maduros con el simple e ingenuo objetivo de seguir enganchados a la pasión y a su indiscutible belleza.
* Frederic Porta es escritor y periodista. En Twitter: @fredericporta
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