Expectativa contra realidad

por el 7 octubre, 2014 • 19:55

 

Ganar un Grand Slam nunca puede ser una mala noticia. O tal vez sí. Si fuéramos preguntando raqueta por raqueta a todos los tenistas del vestuario (exceptuando los ocho que ya cuentan con al menos uno), dudo que hubiera alguien que se negase a tal conquista. Hablamos de un major, el mayor premio al que se puede aspirar dentro de una pista de tenis, reinar sobre uno de los cuatro grandes templos del circuito, dar un salto de gigante en la clasificación, escribir tu nombre en la historia de este deporte, acaparar portadas de revistas y programas de televisión, recibir un premio en metálico del que mejor no hablamos, atraer a las mejores marcas y patrocinadores hasta tu box, cosechar respeto y consideración por parte de todos tus compañeros y gente unida al mundo de la raqueta… Parece que todas son buenas noticias, que tal hazaña solo trae sonrisas y alegrías. Bien, si después de leer esto a alguno de ustedes le han entrado ganas de poseer uno, quiero que sepan que ganar un Grand Slam también puede resultar el paso definitivo para acabar con su carrera.

Detrás del júbilo, la satisfacción, ser homenajeado en tu ciudad o pueblo y pasear el trofeo por todos los medios de comunicación, después de todo eso, empiezan a llegar los inconvenientes. La presión, las comparaciones, las aspiraciones desorbitadas, los no era tan bueno, los fue suerte de una semana, las críticas feroces ante el mínimo tropiezo o la derrota moral al verse incapaz de repetir lo conseguido. No tiene por qué ocurrir esto siempre, pero sí es cierto que levantar tu primer Grand Slam puede ser un tesoro envenenado. Marin Cilic, reciente campeón del US Open, acudió a la gira asiática con la intención de seguir con las buenas sensaciones. El croata ha firmado unos discretos cuartos de final en Shenzen y una primera ronda en Shanghái, donde se despidió en el partido de su debut. Como no, los primeros, aunque disfrazados reproches, han empezado a caer sobre el hombre que nació hace 26 años en Medjugorje.

El recuerdo que Cilic dejó en Nueva York todavía perdura en la retina de los más fieles. Sobre el cemento de Flushing Meadows, el balcánico desplegó todo su arsenal de trucos, esos que ya apuntaba maneras desde que se hiciera profesional en 2005, pero esta vez ya pulidos, eficientes y rozando una perfección impropia de alguien que nunca antes se había visto ante una oportunidad de este calibre. Sus semifinales en el Open de Australia con 21 años –ha llovido, nevado y tronado mucho desde aquello– eran hasta el mes pasado su mejor actuación en un Grand Slam. Enfrente, otro novato con mucha progresión pero con la misma incertidumbre sobre el tablero. Cilic venía de fulminar a Tomas Berdych y Roger Federer de sendos plumazos en los que no regaló ni una manga. Con Nishikori sentenció llevando a cabo el mismo guion, el de alguien programado para una causa específica, sin titubeos, era ahora o nunca y el croata decidió pactar con la eternidad.

Gran parte de culpa recae sobre su actual entrenador, Goran Ivanisevic. Su ídolo de pequeño, compañero de juventud y maestro en la madurez. Dos compatriotas que siempre tuvieron unos caminos predispuestos a encontrarse. ¡Y de qué forma! El gigante de Split aterrizó en el equipo de Cilic a finales de la temporada pasada, cuando el más joven de los dos deambulaba entre los 50 primeros de la clasificación. Una sanción debido a una irregularidad en un análisis de sangre dejó al de Medjugorje en el dique seco hasta el comienzo del presente curso. Aquello lo aprovechó Ivanisevic para encargarse de que su vuelta fuera por todo lo alto. Le corrigió el saque, le reveló algunos consejos y, sobre todo, le volvió a inyectar la dosis de confianza que necesitaba tras la terrible noticia. Nueve meses después, la criatura dio a luz: un Cilic renovado, agresivo, maduro y con un US Open bajo el brazo. Los mimbres los tenía, faltaba enfocarlos hacia la victoria.

Fue una progresión constante, sin detenerse, sumando experiencia en cada plaza para dominar a todos en la última gran función. Una segunda ronda en Melbourne, una tercera en París, unos cuartos de final en Londres, un título en Nueva York. De menos a más, apoyado en dos títulos individuales de menos renombre (Zagreb y Delray Beach) y un despegue en el ranking desde el 37º escalón hasta el 9º que ocupa ahora. El chaval estaba creciendo, tenía un entrenador multidisciplinario, su actitud sobre la cancha era otra, pero lo más importante, jugaba como los ángeles. La alarma sonó en el vestuario, todos alerta: un nuevo campeón coexistía ahora con los Federer, Nadal, Djokovic, Murray y compañía. Alguien a quien temer en futuros cuadros, alguien a quien evitar en próximos enfrentamientos, alguien que poseía todos los ingredientes para partir desde la primera línea de salida en cualquier torneo del circuito. Como prueba, Nueva York.

Pero entonces llega la gira asiática –después de haber logrado la permanencia para su país en la Copa Davis ante los Países Bajos con dos puntos vitales– y Cilic coge y cae en los cuartos de Shenzen ante Andy Murray. En el camino había vencido por la vía rápida a jugadores lejos del top-50 (Yan Bai y Joao Sousa), mismo camino que utilizó el escocés para apartarlo a él en el tercer encuentro (6-1, 6-4). Era la oportunidad de demostrar que ya era capaz de mirar a los jefes de este negocio de tú a tú, pero el británico desechó la opción en noventa minutos. Unos días después, Shanghái, octavo Masters 1000 de la temporada, donde un viejo amigo suyo, Ivo Karlovic, le despachó en primera ronda (7-6, 2-6, 7-6) en una batalla donde el servicio fue determinante. Las alarmas se encienden otra vez, reunión urgente en el vestuario. ¿Qué pasa aquí? ¿Dónde está el Cilic que arrasó en la Gran Manzana?

Es cierto, aún es pronto para preocuparse, pero no tengo la menor duda de que en su cabeza, Cilic ha empezado a maldecir, aunque sea por un instante, toda la gloria abrazada en Estados Unidos. Ahora ya no valen derrotas en primeras rondas, ya no es suficiente con llegar a cuartos y ya no existen las excusas del ranking. Es el noveno jugador del mundo, es el tenista con más victorias del año (50), solo por detrás de Federer (56), y guarda en su maleta un Grand Slam obtenido de la manera más espectacular posible. Muchos hombres se inclinaron tras morder una copa de tal enjundia. Moyá, Ferrero, Roddick… son solo algunos de los más contemporáneos que no supieron mantener ese nivel de excelencia y exigencia. Tampoco Hewitt, ganador de dos grandes, quien entró en un bucle de negatividad; incluso el propio Wawrinka esta temporada, a quien su título en Australia le ha escoltado más decepción que celebración. Cilic sabe perfectamente lo que ha originado, lo que el público espera de él y la tempestad que aguarda ante el incumplimiento de las expectativas, esas que el croata sueña con hacerlas realidad. Su raqueta tiene la última palabra.

* Fernando Murciego es periodista.





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