Una selva inmensa donde solo se alimentan unos pocos. Esta podría ser una buena definición de lo que se ha convertido el vestuario ATP. Más de cincuenta torneos por temporada, miles de partidos al año, ingentes cantidades de dinero esperando ser repartidas cada domingo y una tendencia a hacer cada vez más reducida la sala de campeones. Bien por la homogeneización de las superficies, por la desaparición de especialistas puros, la relevancia de la fuerza por encima del talento o, sencillamente, por la coincidencia de tres genios de la raqueta en una misma época, el 90 % de los hombres del circuito saben dónde está su límite cuando el calendario señala hacia una de las grandes citas. Ante tal disyuntiva los hay quienes agachan la cabeza y lo aceptan, como también los hay quienes pelean cada semana por intentar cambiar esa dinámica. Aunque solo sea por una semana. Por un momento. Hoy hablaremos de Tomas Berdych, uno de los referentes del segundo saco.
Ya desde sus inicios, el checo presentaba síntomas de lo que podría ser un gran campeón. Profesional desde 2002, apenas tardó tres años en alcanzar un hueco entre los cien primeros de la clasificación. Una vez dentro, las buenas noticias se iban acumulando una tras otra. Su primer título en el tour (Palermo 2004 ante Volandri) o su ingreso entre los 50 primeros fueron solo los preliminares de lo que iba a ser la gran hazaña en su carta de presentación. Atenas recibía ese verano los Juegos Olímpicos y el joven Berdych, con la mayoría de edad recién cumplida, chocaba con el gran favorito en segunda ronda. Roger Federer se despedía del oro olímpico en una de las derrotas más dolorosas de su carrera (4-6, 7-5, 7-5) ante un rubio desparpajado que, desde aquel día, ya no resultaría desconocido para nadie.
Pero el chico rubio de ojos azules no se detuvo ahí y un año después consiguió el que, hasta hoy, es el mayor logro de su trayectoria deportiva. París celebraba el último Masters 1000 de la temporada, cargado de ausencias y oportunidades para aquellas raquetas que llegan más descansadas al final de curso. Para Berdych era su primera participación el bóveda francesa y, como bienvenida, tuvo que cruzarse en su camino con perlas de la talla de Guillermo Coria, Juan Carlos Ferrero, Gastón Gaudio o Radek Stepanek, el espejo donde mirarse. Apenas cedió dos sets ante los cuatro. En la final, Ivan Ljubicic se convirtió en el último eslabón de una cadena de victorias que le otorgaría al checo la corona en París. Con 20 años en su carné de identidad y un carácter todavía por pulir –en 2006 protagonizaría su famosa escena en Madrid donde mandó callar al público–, Berdych ya había conseguido el ingrediente más valioso al que aspira un gran campeón: el respeto.
Y entonces, cuando muchos ya le veían como un posible dominador en la época futura, llegó la parálisis. Es cierto que se convirtió rápidamente en en mejor jugador de la República Checa y que en 2006 logró pisar por primera vez el top 10, logros que, pese a todo, no sirvieron para escribir su nombre en las grandes plazas. Una década después, el de Valasske Mezirici registra una final de Grand Slam (Wimbledon 2010, donde tras ganar a Federer y Djokovic perdió la final ante Nadal), tres finales más de Masters 1000 (perdidas ante Roddick, Federer y Djokovic) y el número cinco del ranking ATP como mejor puesto en la clasificación (agosto 2013). Datos de ensueño que cualquier junior en formación firmaría sin pensar, aunque viendo las condiciones de nuestro espigado protagonista, pueden tomarse como una ejecución incompleta.
Pero si hay una estadística que define el gran hándicap del checo es la de enfrentamientos ante jugadore de las diez primeras posiciones del ranking: 46-102. Por supuesto, parar perder tantas veces ante los mejores primero hay que llegar hasta ellos, momento idóneo para medir cuáles son tus aspiraciones y dónde están tus limitaciones. Las de Berdych, sin duda, se encuentran a la hora de batirse con el primer vagón del circuito masculino. Si miramos sus duelos ante el tridente contemporáneo entenderemos mejor la reseña: 6-13 ante Federer, 4-18 ante Nadal y 2-19 ante Djokovic. Una barrera que le ha impedido poner la guinda a tantos pasteles cocinados a base de horas y horas de esfuerzo, como por ejemplo tener un récord negativo en finales que para nada hace justicia con su talento: 10-17. Técnica depurada, físico portentoso pero nula determinación.
Todo depende de la exigencia que cada uno le quiera poner a su rendimiento, además, claro está, de las posibilidades reales. Dadas sus aptitudes, ¿podría Tomas Berdych haber hecho algo más durante la última década? Más de 500 victorias como profesional, semifinalista en los cuatro Grand Slams, 12 años disputando al menos una final ATP, apoderado de diez trofeos en sus vitrinas –en todas las superficies posibles que el calendario propone–, bicampeón de Copa Davis e inserto entre los diez primeros desde hace cinco años de manera ininterrumpida. Muchos datos que invitan a pensar por qué el checo no ha sido capaz de repetir otra tarde de gloria como aquel otoño de 2005 en París. ¿Qué le ha faltado para poder dar un paso más en su carrera?
Los más entendidos dirán que le faltó fortaleza mental en los momentos clave, otros opinarán que variedad en su juego, quizá su tenis no diera para escalar más plantas, o simplemente haya sido mala suerte de haber coincidido con el Big Four, personificados por una codicia nunca antes vista. Mientras intentamos dar respuesta a estas cuestiones, el checo sigue bregando cada semana –desde este año bajo las órdenes de Dani Vallverdú– escribiendo una de las carreras más regulares de los últimos tiempos. Si nos remitimos a los resultados de esta temporada, todavía no ha llegado el torneo que haya podido despedirlo antes de los cuartos de final. Si miramos los puntos obtenidos, solamente Djokovic cuenta con más unidades en la Race. Su excepcional trabajo con el venezolano le ha hecho estar, semana sí, semana también, presente en las rondas decisivas de cada certamen, dando un portazo al detestable conformismo para abrir una puerta a la esperanza. Mejorar, crecer, mantenerse y soñar.
«Me falta un paso en mi juego en arcilla, pero estoy trabajando para elevar ese poco que falta. Espero conseguirlo y volver el año que viene para ganar», manifestó el checo tras caer el pasado domingo en su primera final en Montecarlo, ciudad donde reside. Nunca es tarde para renovarse y aprender, para muestra esta declaración. Pierde el tiempo, pensarán algunos. Persevera y triunfarás, aprobarán otros. Ni siquiera trabajar duro te garantiza éxito, pero sí calma. Una paz contigo mismo que nada puede reprimir. Entregarte hasta decir basta, dando honor a tu trabajo y a las millones de personas que quisieras vivir de él.
De insípidos y derrotados está el circuito lleno, aplaudamos a un hombre que, al borde de la treintena, todavía mantiene la ilusión de romper la banca en cualquier momento. Para ello tendrá que esperar a que Djokovic baje a la tierra, que a Nadal le devoren las dudas o a Federer la edad, acontecimientos extraordinarios que le tiendan la mano a jugadores como Berdych, combatiendo cada jornada para algún día poder oír su nombre en uno de los grandes templos. Filosofía del esfuerzo, ontología de la paciencia. Berdych seguirá tropezándose cada mañana con el sueño de esa oportunidad que no llega, sin embargo, continuará trabajando cada día para poder afrontarla con garantías. Personalmente, y dejando a un lado la objetividad, yo desde aquí te digo: «Ojalá tengas suerte, Tomas».
* Fernando Murciego es periodista.
– Foto: Getty Images
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