Lo han vuelto a hacer. Real Madrid y Barcelona demostraron el miércoles que sus duelos, ya sean al sol o bajo un manto de estrellas, son a día de hoy algo único en el mundo. Se trata de la lucha de dos filosofías, opuestas en las formas, pero con idéntico propósito. Un Madrid siempre febril, directo, cabalgando a lomos de un caballo blanco tempestuoso y viril, que asesta los picotazos de siempre a un Barcelona que últimamente acude al Bernabéu como a la consulta del dentista, anestesiado el primer cuarto de hora y recobrando la compostura a medida que pasan los minutos. El Madrid es espumoso, burbujeante, mientras que el Barça ha de dejarse reposar una vez abierto. Chardonnay contra Merlot, ambos han de servirse en la copa adecuada, que ensalce la textura en la que se pueda captar mejor la esencia y el sabor de lo excepcional. En 90 minutos frenéticos, el Clásico vació botellas y botellas de intensidad, clase, imprecisión, vértigo, polémica y rivalidad. Excelente maridaje para el espectador, que ensimismado contemplaba el que puede considerarse mayor espectáculo futbolístico de la actualidad. Empate final y todo por resolver dentro de un mes. Un largo mes.
Decía Oscar Wilde que “la belleza es muy superior al genio, no necesita explicación”. Más de uno se lo ha tomado al pie de la letra y se ha dedicado a rebuscar en las catacumbas de la sordidez, donde hace años crecían telas de araña y hoy en día lucen lustrosas, sin ninguna arruga que denote el paso del tiempo. Obviando las facciones tersas, delicadas y cada vez más perfiladas del fútbol más genuino, existe cierta focalización en lo grotesco, lo zafio, en la eterna búsqueda del chisme. Tal necesidad convierte al fútbol en un arma arrojadiza con un efecto envolvente que arrasa con todo a su paso. Incluso los más incorruptibles sucumben a las pinturas de guerra, perfilándose los ojos de un negro azabache que afila su mirada. El verde césped, adornado de cal, se tiñe de rosa, amarillo y de una amalgama de colores extremos impropios a su naturaleza. Las incertezas se visten de seda y el rigor se tiñe de luto. Los niños juegan en la calle, ajenos a todo, cuando las voces a su alrededor les obligan a girar la cabeza, mientras el balón de reglamento desciende huérfano cuesta abajo y sin freno. No muy lejos de allí, la oferta y la demanda convergen en un punto sin retorno, estrechándose la mano, cerrando un trato maquiavélico. Vino de garrafón para todos, servido en copa rota. Ante esa tesitura, al valiente que se precie no le quedará más remedio que beberlo directamente del cartón.
* Sergio Pinto es periodista.
– Foto: Reuters
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