La victoria contiene en su interior el germen de la derrota. La victoria es el primer paso en el camino a la derrota, de ahí que no pueda atribuirse a la casualidad que se produzcan fenómenos tan repetidos como la incapacidad de cualquier club europeo para conquistar dos Champions League consecutivas. Tres entrenadores superlativos como Guardiola, Mourinho o Heynckes lograron en años recientes la proeza de llevar a sus equipos a conquistar la triple corona, pero ni Barça, ni Inter ni Bayern lograron repetir en la siguiente temporada. Luis Enrique ha ganado ahora el triplete, el cuarto en seis años, y tendrá la oportunidad de alcanzar un hito que en décadas anteriores tampoco lograron Jock Stein, Stefan Kovacs, Guud Hiddink o Sir Alex Ferguson, lo que otorga aún mayor dimensión al reto. No es casualidad que transcurran los años y tras la victoria siempre llegue la derrota.
Esta realidad arroja dos consecuencias inmediatas. La primera recomienda saborear cada triunfo como si fuese improbable repetirlo, pero el consejo contrasta con el trajín de la sociedad actual, que prefiere engullir a saborear. Transcurridos solo cinco días desde el triunfo del Barça en Berlín parece que fue hace un siglo, pues donde pudo haber un enjambre de análisis de toda índole sobre dicha victoria ha habido un aluvión de noticias colaterales que la han sepultado. Probablemente dicho aluvión sea hijo del tiempo que vivimos: todo es un kleenex, incluso la victoria más grande.
La segunda consecuencia es la derrota por ceguera. En Barcelona, en Múnich, en Milán o donde quiera que sea, la gran victoria genera un sobredimensionamiento de las propias fuerzas. El victorioso se cree invencible y no encuentra a nadie que le susurre al oído que es un simple mortal. En esa sobredimensión de las propias fuerzas (somos los mejores y ya siempre lo seremos) nacen la derrota subsiguiente, la dificultad para seguir ganando y la futura frustración. Mucho más tarde llegan los lamentos.
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