No terminó en la cárcel como Daniel Day Lewis interpretando a Gerry Conlon, pero casi. Tal era el clima, cargado de reproches, confusión y decepciones, que aquello se asemejaba al paisaje de la Irlanda caótica dominada por el IRA. Aquí el fuego cruzado se disparaba verbalmente y la ira se organizaba alrededor de un nombre al que Luis renunció un día para siempre. La transición definitiva para la roja, nombre incluido, arrancaría meses después cuando el toque desterrara a la furia para siempre. Esa conquista, en principio insignificante, alumbró un nuevo tiempo, trazó el camino hacia el futuro y cerró los atajos con el pasado. Supuso también la redención para un hombre que apostó por un estilo, unos jugadores y un equipo por encima de todo para declarar su inocencia. Él solo quería ganar, era José Luis Aragonés Suárez Martínez.
Una vez alcanzado su objetivo, la fecha de caducidad entraba en cuenta regresiva, aunque a pesar de lo mucho que se ha especulado sobre su jubilación, Luis ha salido al paso como acostumbraba, negando a los periodistas la mayor. Síntoma de que a sus 75 años todavía le quedan fuerzas. No obstante, todo hace indicar que su epílogo como entrenador se escribió en el Ernst Happel de Viena. Desde entonces, tras un breve paso por el fútbol turco, se ha dedicado a admirar o a atizar, según tocara, la evolución de su creación, sin morderse nunca la lengua, como ha hecho siempre. Su impronta y su legado en los jugadores aún se conserva hoy gracias a esa mezcla de vehemencia, socarronería y respeto a unos principios que marcaron la transformación del balompié nacional.
Pero antes de convencer con la pelota, Luis llegó a sus jugadores por su discurso. Canchero y futbolero como pocos, la mente de un futbolista no tenía secretos para él. Por eso intentó aplicar el sentido común cuando llegó a la selección. Ahí se encontró una hilera de nombres faltos de confianza y sin convicción para plantar cara en los grandes torneos. El descalabro de la Eurocopa 2004 estaba muy cerca y la incipiente generación de jóvenes que cambiarían el rumbo todavía muy lejos. En ese afán por armar, en primer lugar, un equipo, un grupo cohesionado Aragonés no escatimó esfuerzos ni polémicas. Quizá la de mayor repercusión tuvo como protagonista principal a Reyes y como artista invitado a Henry: “Dígale de mi parte a ese negro que usted es mejor que él”.
Entre acusaciones de racismo y explicaciones de todo tipo la clasificación para el Mundial 2006 se complicó y el billete a Alemania no se consiguió hasta la repesca. Una vez allí, y aupados por el gran momento de forma de Villa y Torres, quienes ya eran los delanteros titulares para Aragonés, quisimos jubilar a Zidane y su generación antes de tiempo y la bofetada de realidad nos dejó a todos cara de tontos. Ya por entonces Luis había hablado que su puesto en la selección tenía fecha de caducidad, aunque en aquella ocasión no le importó estirar dos años más su permanencia en el combinado nacional. Quienes lo conocen afirman que aquel día El sabio de Hortaleza ya era consciente de que tenía equipo para más, para mucho más.
Aunque para ello tuviera que cargarse a algunas de las vacas sagradas. El traspaso de poderes se escenificó con Raúl. La ausencia del capitán del Real Madrid desató el período de mayor confrontación entre la prensa deportiva y el seleccionador (“Raúl sí, Raúl no, Raúl sí, Raúl no…”). Una situación solo comparable a la época de Javier Clemente. “Yo no me he bajado los pantalones ante Raúl”, reconoció en su día el técnico madrileño, quien llegaría a dar una rueda de prensa conjunta con el madridista para intentar calmar las innumerables especulaciones y reclamaciones que aparecían en los medios de comunicación en cada partido de la selección. Luis lo resumiría luego así: “Raúl me llamó para hacer una rueda de prensa conjunta, pensando que podría sacar algo. Pero no consiguió nada. En ese momento Villa y Torres rendían mucho más que él”.
Y sin Raúl (y sin Cañizares, y sin Joaquín, y sin Míchel Salgado), pero con Villa y Torres en estado de gracia, llegamos a Austria y Suiza. Para entonces, Aragonés ya había entregado las llaves del equipo a Xabi Alonso y Xavi Hernández, había convencido a Iniesta de la importancia de sumar a su juego el disparo desde la frontal –en Old Trafford saben de lo que hablamos– y había creado un equipo sin jerarquías ni privilegios en el que todos llevaban la misma idea en la cabeza: ser protagonistas alrededor del balón. Camino de esa Eurocopa es cuando el seleccionador rompe con las cadenas del pasado y abraza hasta las últimas consecuencias el juego de toque y posesión. La apuesta empieza a tomar tintes ganadores en Aarhus (Dinamarca) en un partido trascendental para la clasificación donde el equipo da un golpe encima de la mesa; ya no solo juega bonito, también sabe sufrir, también sabe competir.
Los buenos resultados en Austria y Viena ayudarían a rebajar una atmósfera cargada. Las ruedas de prensa previas al torneo eran incendiarias. Luis no rehuía la pelea, se sentía cómodo en el enfrentamiento y consideraba que las críticas hacia su persona reforzarían al grupo y le restarían presión. Son los días del “máteme, pero no mienta” o del “no me hace daño la crítica, me hace daño el insulto”. En cualquier caso, sobre el terreno de juego emerge la figura de Marcos Senna, que aportaba la dosis de músculo necesaria para sostener a tanto bajito sobre el campo. Pero Senna se agigantó y no le importó hacer horas extras más allá de la función de stopper o corrector de los laterales largos. El brasileño sacaba la pelota limpia desde los centrales y se la entregaba a Xavi o Iniesta en condiciones óptimas.
La convicción del grupo se reafirmó tras superar en los penaltis a Italia, a la que ya habían superado por juego y ocasiones en los 120 minutos de partido. Luis manejó entonces un grupo con viento a favor. Dio la vuelta a la situación y desde la cautela que mostraba de puertas para afuera esperaba poder dar el zarpazo definitivo. A sus jugadores les decía cosas como estas antes de saltar al césped: “Forman ustedes un grupo excepcional. Si no llego a la final con este grupo es que soy una mierda, he organizado una mierda de equipo”. Ante el partido de semifinales les recordó cuál debía ser el papel a interpretar: “Si podemos machacar, vamos y machacamos. Nos ponemos y vamos y machacamos”. Había que ser valiente, y lo fueron. Posiblemente aquel partido sea el más perfecto de la era Luis Aragonés y uno de los más completos del ciclo triunfal que se inició allí.
Es en esos momentos donde se aprecia al Luis más visceral, al más genuino. Bien lo dice Xavi Hernández, quien en innumerables ocasiones ha recordado que pocos entrenadores le han marcado tanto como Aragonés y que ninguno le ha llegado tanto con sus charlas previas. Ante la inmediatez del título, el seleccionador se relamía porque era consciente de que el triunfo suponía mucho más que ganar, era hacer historia, refrendar una idea y, por qué no, ajustar cuentas: “Nos ha llegado el momento después de unos años. Nos han metido hostias de todos los colores, vamos a demostrarlo ahí”, les azuzaba el seleccionador antes de recordar que “del subcampeón no se acuerda nadie«. «Hemos venido aquí a ganar la Copa de Europa”. Son los momentos previos al saludo a Wallace (Ballack), los instantes en los que Luis descargaba la tensión con los suyos con alguna broma: “El rubio, ese que tiene el nombre raro (Schweinsteiger), le han echado ya una vez, y si somos listos le echan otra”.
No hizo falta. Aquel pase de Xavi y la cabalgada de Torres fueron más que suficiente para que todos nos recordaran. Ayudado por la lesión de Villa, Aragonés dispuso esa noche en el Prater cuatro jugones (Xavi-Iniesta-Silva-Fábregas) protegidos por Senna y con el Niño como punta de lanza, dejando escrito por dónde evolucionaría ese equipo. Luis levantó por fin la Copa de Europa, cobrándose viejas deudas. Señalado por todos sus hombres como el verdadero artífice del triunfo, dejó un legado que Del Bosque ha sabido aprovechar y enriquecer. Su imagen dos años después recogiendo el Premio Príncipe de Asturias junto al actual seleccionador fue el reconocimiento al hombre que cambió la dinámica y desterró los complejos. Un entrenador que había hecho del contragolpe su principal arma supo adaptarse y evolucionar para recitar su última lección con la pelota como protagonista. Él es el padre de la criatura.
* Emmanuel Ramiro es periodista.
– Fotos: EFE
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