"Se llama genio a la capacidad de obtener la victoria cambiando y adaptándose al enemigo". Sun Tzu
A ti es a lo que más odio, le dijo el hierro al imán, porque atraes, pero no eres bastante fuerte para retener (Así habló Zaratustra)
Para Lance Armstrong, como para Hemingway, París era una fiesta. Durante siete años el tejano manejó la carrera francesa con puño de hierro. El hombre que derrotó al cáncer y volvió para demostrarnos que la voluntad mueve montañas, o las escala, resulta que era un tramposo. Ahora, retirados todos sus títulos y deportadas al olvido sus victorias, es tratado como un apestado incluso por aquellos que merodeaban a su alrededor o llegaron a bautizar la vuelta al hexágono como el Tour de Lance.
Muchos se apresuran a extender el certificado de defunción del ciclismo argumentando que no se recuperará de este mazazo. Hasta la UCI ha dejado vacante el puesto de vencedor entre los años 1999 y 2005, como un mausoleo a la vergüenza. Sin embargo, la familia ciclista posee un espectro mucho más amplio que la figura del campeón, aunque los focos solo se posen en éste. Existe gente menos mediática, incluso semidesconocida para el gran público, que es digna no solo de respeto sino de admiración. Gente que hace que este hermoso deporte valga la pena.
Una persona que estudie filosofía pura es ya una extrañeza en este país. Si además esa persona es ciclista profesional, las probabilidades de que confluyan esas características tienden a la unidad. Esa unidad se llama Pedro Horrillo.
Vecino de Igor Astarloa en la calle Santa Ana de Ermua, eran chavales que no soñaban con el Tour o las grandes vueltas. Para Igor, el modelo a seguir era Andrei Tchmil. Pedro solo tenía ojos para una carrera que se celebra a mediados de abril en el norte de Francia conocida como el infierno del norte, la Paris-Roubaix.
Horrillo, buen estudiante que logró una beca para estudiar filosofía en la Universidad del País Vasco, también destacaba sobre la bicicleta. Enrolado en las filas del potente equipo amateur Cafés Baqué, destacó en el campo amateur tanto como para llamar la atención del director Javier Mínguez, que acudió a Éibar en 1997 para verle en el memorial Valenciaga y ficharle para su equipo, el Seguros Vitalicio. Horrillo quedó segundo en aquella prueba; primero fue un tal Óscar Freire, y Mínguez pasó a ambos a profesionales. Así, en 1998, Pedro Horrillo se convertía en ciclista profesional y pasaba a formar parte del mundo que había visto a través de revistas y la televisión. En ese equipo trabó una sólida amistad con Óscar Freire que marcaría el futuro deportivo de ambos.
Tras proclamarse campeón del mundo en Verona en 1999, Freire fichó por el todopoderoso Mapei, escuadra italiana cuyo maillot estaba compuesto por una macedonia de cubos de colores. Horrillo le acompañaría un año después convirtiéndose en lugarteniente y hombre de confianza del cántabro en los finales de etapa. Por entonces, ya se había fijado en él Carlos Arribas, periodista de El País, quien le solicitó alguna colaboración para el periódico. Conocido por entonces como el intelectual del pelotón, tuvo al alcance de su mano la victoria en una etapa del Tour en 2002, en la llegada a Avranches. Esa es una victoria que te cambia la vida porque los equipos te fichan para ganar y no para trabajar, decía. Con el equipo italiano acudió a todas las grandes clásicas, sus amadas clásicas, y aprendió de grandes hombres como Ballerini o Bettini. Atrás quedaron los tiempos en los que Mínguez pedía voluntarios para ir a las clásicas del norte y solo él y Freire levantaban la mano. Desaparecido el Mapei, Freire emigró al Rabobank y Horrillo permaneció en Quick Step.
Fue miembro de la selección que ayudó a Freire a lograr su segundo y tercer maillot arco-iris y el cántabro solicitó su fichaje para estar junto a él en el Rabobank. En el equipo holandés estuvo junto a Óscar en la Milán-San Remo, preparándole la llegada como hizo, fabulosamente, en la Gante Wevelgen de 2008, donde lanzó el sprint de forma maravillosa dejando a Freire en la mejor posición para ser el único español que ha ganado esa carrera. También acudió junto a Juan Antonio Flecha a las clásicas de los adoquines, el Tour de Flandes y la Paris Roubaix, para intentar un asalto que los tercios consiguieron pero al ciclismo español se le resiste.
El pavés. La Paris-Roubaix. “Anacronismo. Huesos que tiemblan al compás del pavés, danza sobre la piedra a la melodía del fango”, escribió. El adoquín en el viejo velódromo de Roubaix como santo grial. El bosque de Arenberg como escenario de sueños y pesadillas. Horrillo llegó a ser, en el 2006, el undécimo en esa carrera batiendo en un sprint al mismísimo Erik Zabel. Flecha, Freire y el propio Horrillo han logrado que la afición preste atención a las clásicas, esas hermosas pruebas de un día que hasta que ellos las pusieron en el calendario eran ignoradas por la afición y un engorro para los equipos españoles.
Para entonces sus colaboraciones en El País eran habituales y de lectura obligatoria para entender mejor el deporte de la bicicleta.
En 2009, durante el Giro de Italia en el que el ruso Menchov quiso que formara parte del equipo que le arroparía para lograr la victoria, sufrió una espeluznante caída descendiendo, casualidades de la vida, el Culmen di San Pietro. Sufrió multitud de fracturas y sólo alguien con su fortaleza física puede salir adelante como él lo hizo. Lance Armstrong, sí, el malvado Lance Armstrong, le hizo saber que si necesitaba algo no dudara en pedírselo. Esta caída provocó su retirada definitiva.
Hombre de inquietudes intelectuales, “Así habló Zaratustra” fue su libro de cabecera; viajero, declarado es su amor por África (donde fue auxiliar en el Tour de Burkina Faso); generoso, acompañó al escritor Ander Izagirre en una etapa de su Tour del Plomo. Además de sus ya señaladas crónicas para El País, ha colaborado con dos de las más prestigiosas revistas de ciclismo europeas, la holandesa De Muur y la británica Rouleur Magazine. Amante de los coches antiguos, dueño de tres burros y buen jugador de ajedrez, tiene dos libros publicados en Holanda. También es autor de un relato corto, “Pedaleando con Bruno”, que cuenta su experiencia en Londres y que fue incluido en un libro de relatos junto a autores como Miguel Delibes o Bernardo Atxaga.
La primera vez que le vi en persona fue en la salida de una etapa de la Vuelta a Burgos, con el maillot azul de Quick Step, al pie de la catedral. Estaba sentado a la sombra cuando desde detrás de las vallas le llamé: “Pedro, ¿puedes venir para sacarte una foto?”. Amable y sonriente dijo que sí y vino hasta las vallas para hacerse la foto conmigo. Al año siguiente, con el maillot de Rabobank, me firmó la fotografía, que está enmarcada en mi habitación, con una dedicatoria, bonita, que me reservo para mí. Un ciclista de verdad, romántico de su profesión. Una auténtica leyenda.
* Carlos Saiz.
– Fotos: EFE
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